Unos cuantos minutos antes...
A las nueve de la mañana, Svetlana se encontraba sentada a la mesa en una de las cocinas de la villa Bellandi, con un plato de comida frente a ella, pues a petición de Fabio, la mujer que había sido designada para cuidarla, la había llevado a conocer el lugar para que se familiarizara. La casa, impregnada del aroma a especias y madera vieja, parecía tan opresiva como las cadenas invisibles que la mantenían allí. Giulia, una matrona de rostro severo, le instó a comer con un gesto de desdén, pero Svetlana ni siquiera se movió. No tenía apetito. Su mente estaba abrumada por la sensación de estar atrapada en un lugar desconocido, lejos de todo lo que alguna vez había conocido. Solo deseaba desaparecer, huir de allí, aunque sabía que eso era imposible.
A lo lejos, una joven de su misma edad la observaba con curiosidad desde un rincón de la cocina, mientras su madre continuaba picando verduras con la destreza de quien lleva toda la vida haciéndolo.
—Fiorella, deja de estar mirando a esa muchacha y ayúdame —gruñó su madre, sin levantar la vista de la tabla de cortar—. Hoy debemos preparar un festín para los invitados del signore Dante.
Fiorella, al escuchar el nombre de Dante, no pudo evitar sonreír. Había crecido viéndolo convertirse en el hombre que ahora era, y desde niña había estado secretamente enamorada de él. Ahora, verlo convertido en el amo y señor de todo aquello despertaba en ella sueños que solo se atrevía a imaginar en silencio.
—Deja de fantasear, Fiorella, y ayúdame —la reprendió su madre nuevamente, con un tono que destilaba tanto autoridad como resignación.
Tomando una zanahoria, Fiorella comenzó a pelarla mecánicamente, pero su mirada seguía fija en la chica rubia que se negaba a probar bocado.
—¿Quién será ella? —preguntó en voz alta, sin esperar realmente una respuesta.
—Escuché que la trajeron para el signore Dante —soltó su madre, con la indiferencia de quien sabe demasiado y prefiere no indagar.
—¿Una puta? —espetó Fiorella con una risa burlona y despectiva. La mirada fulminante de su madre hizo que se le borrara la sonrisa de los labios.
—Es una muchacha que trajeron de Moscú para comprometerla con Dante —aclaró con frialdad. La noticia golpeó a Fiorella con incredulidad.
—¿Qué? ¡Eso no puede ser cierto! —exclamó, lanzando una mirada venenosa hacia Svetlana, quien permanecía inmóvil, mirando el plato de comida con desdén—. Habiendo tantas italianas hermosas aquí, ¿traen una extrajera?
Giulia se retiró un momento para atender un asunto, no sin antes advertirle a Svetlana que no hiciera nada estúpido.
—¿Adónde vas? —inquiró la madre de Fiorella a su hija, con un tono cortante, al notar que ella dejaba su lugar en la cocina—. ¡Ven acá, Fiorella! Deja en paz a esa muchacha —añadió, con una mezcla de autoridad y frustración, pero su voz no tuvo el impacto deseado.
Fiorella ya había dejado la zanahoria a medio pelar y avanzaba con decisión hacia la mesa donde Svetlana seguía sentada, inmóvil, con el rostro pálido y la mirada perdida. Cada paso de Fiorella resonó en el suelo de baldosas frías, y Svetlana, como si sintiera el peso de esa presencia, se tensó. Apenas alzó los ojos cuando la joven se detuvo frente a ella.
Fiorella la escudriñó de pies a cabeza, con descaro, como si quisiera medirla, comprender qué tenía de especial aquella chica para haber sido traída de tan lejos.
Svetlana se removió incómoda en su asiento. No estaba acostumbrada a ese tipo de escrutinio.
—Así que... tú eres el nuevo juguete del jefe —dijo Fiorella al fin, dejando caer las palabras con una mezcla de burla y resentimiento mientras se sentaba frente a Svetlana, como si cada movimiento estuviera calculado para intimidarla.
Svetlana la observó, conteniendo la respiración por un instante, pero no dejó que la inseguridad se reflejara en su rostro. Con una serenidad que apenas lograba sostener, preguntó:
—¿Quién eres?
Fiorella alzó las cejas, sorprendida por el tono firme de Svetlana, aunque detrás de aquel desafío intuyó una fragilidad que la hacía aún más detestable para ella.
—Soy Fiorella —respondió, recargando los codos sobre la mesa y entrelazando las manos como si evaluara a Svetlana desde un lugar de autoridad.
Svetlana volvió a removerse en su silla, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. No soportaba la forma en que esa muchacha la miraba, como si la estuviera desnudando con los ojos. La hostilidad acumulada desde que había llegado comenzó a aflorar.
—Estoy aquí en contra de mi voluntad. No quiero estar aquí —dijo Svetlana de repente, con un tono cortante, esperando que con esas palabras la dejaran en paz.
Fiorella ladeó la cabeza, estudiando cada reacción de Svetlana, su expresión cambiando a una mezcla de curiosidad y diversón.
—¿Acaso ya viste al signore? —preguntó Fiorella, con una falsa inocencia que apenas ocultaba el brillo de burla en sus ojos.
Svetlana negó con la cabeza, sintiendo cómo su incomodidad se transformaba en una especie de presentimiento sombrío. La sonrisa que apareció en los labios de Fiorella fue como la de un gato jugando con su presa, lenta y maliciosa.
—Es una persona... complicada —dijo Fiorella, con un tono grave que contrastaba con la ligera curva de sus labios—. Cuando lo veas, no te vayas a asustar. Pero tengo que advertirte que es despiadado.
Las palabras de Fiorella cayeron como cuchillos en el aire entre ellas, y Svetlana sintió cómo su corazón comenzaba a acelerarse.
—No lo mires nunca a los ojos —continuó Fiorella, sacudiendo la cabeza con teatralidad, como si lamentara el destino de Svetlana—. Ojalá hubiera podido advertir a esa pobre chica...
Svetlana parpadeó, atrapada entre el miedo y la curiosidad.
—¿A quién? —preguntó en un susurro, inclinándose ligeramente hacia adelante.
Fiorella bajó la voz, como si el peso de lo que iba a revelar fuera demasiado peligroso incluso para pronunciarlo en voz alta.
—A la que trajeron antes que a ti —hizo una pausa, deleitándose en el pánico que se reflejaba en el rostro de Svetlana—. Ella no sabía lo malvado que él es. Por solo mirarlo sin que él le hubiera dado permiso, la mandó a matar en medio del jardín.
Svetlana sintió que el aire se volvía más denso a su alrededor. Tragó saliva, intentando contener el temblor de sus manos.
—No... —murmuró, negando con la cabeza.
Pero Fiorella no había terminado. Se inclinó hacia Svetlana, acercando su rostro al de ella para que sus siguientes palabras se quedaran grabadas.
—No sin antes dejar que varios de sus hombres se divirtieran un rato con ella. ¿Sabes a lo que me refiero?
El terror en los ojos de Svetlana fue evidente. Su cuerpo entero se tensó como si esperara un golpe inminente. Fiorella se recostó de nuevo en su silla, satisfecha con la reacción que había provocado.
Svetlana sintió como si el suelo bajo sus pies se desmoronara. Su mente trabajaba a toda velocidad, buscando una salida, cualquier cosa que la alejara de ese lugar y del hombre del que Fiorella hablaba.
—Ayúdame a escapar —dijo de repente, sus palabras salieron en un hilo de voz cargado de desesperación.
Fiorella alzó una ceja, fingiendo sorpresa ante la súplica, pero en el fondo disfrutaba del poder que ahora tenía sobre aquella chica aterrada. Miró a ambos lados, como si realmente estuviera considerando la petición.
—Eso es imposible —respondió, inclinándose hacia Svetlana con un tono casi conspirativo—. Solo te digo que trates de nunca mirarlo a la cara, quédate quieta, no muevas ni un músculo cuando estés en su presencia y, quizás, solo quizás, no te haga daño.
Fiorella hizo una pausa teatral antes de continuar.
—A él le gusta divertirse... rompiendo a jovencitas como tú.
Cada palabra era como una cuerda que apretaba el nudo de miedo en el pecho de Svetlana.
—Por favor... ayúdame a escapar de aquí —repitió Svetlana, esta vez con lágrimas asomándose en sus ojos y su voz quebrándose bajo el peso de su desesperación.
Fiorella negó lentamente con la cabeza, sin perder esa sonrisa que ahora parecía más cruel.
—No puedo ayudarte. Lo siento. Haz lo que te dije y estarás bien. Aunque, si logras salir por aquella puerta —señaló con el dedo hacia una puerta lateral—, y corres lo más rápido que puedas, llegarás al jardín. Si logras burlar a los hombres de Dante, quizá puedas llegar a la reja y escapar.
Fiorella se levantó con una calma que contrastaba con el caos interior de Svetlana y se dirigió de regreso a sus quehaceres. Pero mientras caminaba, su sonrisa se amplió. Había disfrutado demasiado de aquel pequeño juego de psicoterror.
Desde su lugar en la cocina, la madre de Fiorella la observó con una mirada cargada de desaprobación. Sabía que su hija podía ser cruel cuando quería, pero optó por no decir nada. Había demasiado trabajo por delante, y no podía permitirse distracciones.
Svetlana, por su parte, quedó sola en la mesa, con el pánico creciendo dentro de ella. Cada palabra de Fiorella resonaba en su mente, como un eco que no podía silenciar. Miró a su alrededor con el corazón latiendo frenéticamente en su pecho. Sus ojos escudriñaron cada rincón, y aunque su instinto le gritaba que quedarse quieta era más seguro, la adrenalina y el miedo fueron más fuertes. No lo pensó dos veces. Sus pies parecían moverse por sí solos mientras cruzaba el umbral de la puerta que le habían señalado.
Una vez del otro lado, respiró hondo, como si con ello pudiera recobrar el coraje que sentía desvanecerse con cada paso. Corrió, corrió lo más rápido que pudo. El aire frío de la mañana golpeó su rostro, avivando su coraje. Pero al llegar al jardín, su carrera se detuvo bruscamente al avistar a un guardia.
Se apretó contra la pared, con el pecho subiendo y bajando al ritmo frenético de su respiración. Miró a su alrededor desesperadamente, buscando otra vía, otro escape que no estuviera vigilado. Entonces lo vio: un sendero estrecho que serpenteaba entre los arbustos. Sin pensarlo dos veces, se deslizó por ese camino, rogando en silencio que nadie la viera.
Cuando finalmente llegó a un lugar solitario, una sensación de alivio y pánico la invadió al mismo tiempo. Corrió de nuevo, sin rumbo, sin dirección, solo con la esperanza de encontrar una salida. Pero la propiedad era inmensa, un laberinto interminable de arbustos perfectamente recortados y senderos de grava. Cada rincón parecía idéntico al anterior, y el recuerdo de la verja que había visto la noche anterior se desdibujaba con cada paso que daba.
Svetlana estaba desorientada, pero no podía detenerse. Su vista se topó con un muro de ladrillos a lo lejos, y por un instante, la esperanza iluminó su rostro. A medida que se acercaba, evaluó la superficie: no era tan alto, apenas un par de metros, y parecía escalable. La audacia se apoderó de ella. Si lograba pasar al otro lado, quizá tendría una oportunidad real de escapar.
Con agilidad, comenzó a trepar. Sus dedos se aferraron con fuerza a los bordes irregulares del ladrillo, y sus pies buscaron puntos de apoyo firmes. El frío del muro atravesó la fina tela de su ropa, pero no se permitió flaquear. Cuando alcanzó la cima, se impulsó con un último esfuerzo y saltó al otro lado.
El impacto de sus pies contra el suelo la hizo tambalearse, pero lo que vio al alzar la mirada la dejó sin aliento. Era un jardín como ninguno que hubiera visto antes.
A su alrededor, rosas rojas de una intensidad casi irreal florecían en arbustos perfectamente cuidados. Una fuente magnífica se erguía en el centro, con un cisne de mármol blanco descansando en medio de las aguas cristalinas. Los rayos del sol caían directamente sobre cristales incrustados en la fuente, descomponiéndolos en destellos de colores que bailaban por todo el espacio.
Por un instante, Svetlana se quedó inmóvil, olvidando su miedo, su urgencia, todo. Era como si hubiera cruzado a otro mundo. Las flores vibraban con tonos tan vivos que parecían sacados de un sueño, y el murmullo del agua al caer le ofrecía una calma que no había sentido desde que la llevaron allí.
Amaba los cisnes. Desde pequeña los había considerado un símbolo de gracia y libertad. Por un segundo, solo un segundo, se permitió imaginar que ella era como aquel cisne, elegante y libre, lejos de todo peligro. Pero el momento fue efímero.
Se obligó a regresar a la realidad. Miró a su alrededor, buscando una puerta, una salida, algo que la ayudara a continuar con su huida. Pero no había nada. Era un jardín cerrado, un espacio privado, aparentemente inaccesible desde el exterior.
Suspiró con frustración y giró sobre sus talones, decidida a volver a trepar el muro. Era su única opción. Comenzó a trepar de nuevo, pero justo cuando sus manos encontraron el borde superior, un sonido la hizo detenerse en seco.
—¿Vas de entrada o de salida?
La voz, profunda y cargada de una curiosidad casi burlona, resonó en el aire como un trueno en el silencio del jardín.
Svetlana sintió cómo el pánico la invadía de nuevo. Giró la cabeza lentamente, y ahí estaba él. Era un hombre de veintitantos años de edad, de complexión atlética, alto, vestido de forma muy elegante, cabello oscuro y ojos penetrantes. Había entrado por una puerta que parecía surgir de la nada, oculta entre los arbustos.Sus ojos la observaban con una mezcla de intriga y diversión. Era como si estuviera disfrutando de aquel momento, como si quisiera ver qué haría ella a continuación.El miedo la paralizó, y sus manos perdieron fuerza. Antes de que pudiera reaccionar, su agarre se soltó y comenzó a caer. Pero no tocó el suelo.El hombre fue más rápido. Con un movimiento ágil, cruzó la distancia que los separaba y la atrapó en el aire. El impacto de su cuerpo contra el suyo le robó el aliento a Svetlana, y cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos.El mundo pareció detenerse.Él la sostuvo con firmeza, como si fuera lo más natural del mundo. Sus ojos, que momentos antes habían
—¿Quien te envió? —preguntó Dante. No esperaba una respuesta, pero necesitaba ganar tiempo.El hombre simplemente avanzó, con movimientos metódicos, buscando un ángulo para disparar de nuevo.El ambiente en el dormitorio era denso, cargado de tensión. Dante se quedó detrás de la pesada cómoda, mientras sus sentidos se agudizaban. Escuchó el leve sonido de los pasos del intruso. El hombre, ágil como un felino, se movía calculando el siguiente ataque, pero Dante no era un novato; había pasado toda su vida preparándose para situaciones como esa.El atacante levantó su arma nuevamente, pero al apretar el gatillo, el sonido seco de un arma encasquillada rompió el silencio. La confusión momentánea del hombre fue todo lo que Dante necesitó. Sin dudarlo, salió de su posición y se lanzó sobre él como un rayo, impactándolo con toda la fuerza de su cuerpo.El golpe fue brutal, ambos hombres cayeron al suelo con un estruendo que hizo vibrar la habitación. La pistola del atacante salió disparada d
La habitación donde Svetlana estaba retenida era pequeña, pero decorada con un lujo sobrio que solo acentuaba la ironía de su situación. Las cortinas, de un blanco impoluto, contrastaban con la prisión que representaban, y la ventana, asegurada con rejas de hierro forjado, permitía el paso de una luz tenue que apenas suavizaba la frialdad del amanecer en Gambarie d’Aspromonte. Desde allí, se vislumbraba un paisaje montañoso cubierto de niebla, un recordatorio cruel de la libertad que le había sido arrebatada.Svetlana se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados con fuerza, tratando de sofocar la tormenta que rugía dentro de ella. Se detuvo frente a la cama, un mueble demasiado elegante para alguien tratado como un simple rehén, y se dejó caer. Las ganas de llorar la asfixiaban, pero no podía permitírselo; cada lágrima sería una concesión a sus captores, un signo de debilidad que no estaba dispuesta a mostrar.El crujido metálico de la cerradura la arrancó de sus pensamientos
Svetlana se abalanzó hacia la puerta en cuanto escuchó el eco distante de unos pasos apagándose en el pasillo. Giró el picaporte con ansias desesperadas, solo para encontrarse con la cruel realidad: estaba encerrada una vez más. Resopló con frustración, golpeó la madera maciza con el puño cerrado y maldijo su mala suerte en ruso, sus palabras impregnadas de una rabia contenida.—Проклятие! —gruñó, apretando los dientes.Con el corazón latiendo desbocado, sus ojos claros recorrieron la habitación con una mezcla de desesperación y determinación. Notó una ventana en la pared opuesta, su única esperanza de escape. Se apresuró hacia ella, pero al intentar abrirla descubrió que estaba sellada herméticamente, con cerraduras de seguridad que parecían burlarse de su impotencia.—¡Demonios!—vociferó, y su voz rebotó en las paredes elegantes, pero frías como la situación que la atrapaba.Se dejó caer al suelo, abatida, las piernas dobladas bajo su cuerpo tembloroso. Las lágrimas brotaron sin cont
Svetlana estaba sentada en el borde de la ventana, sus delgadas piernas colgaban con despreocupada elegancia, pero su mente estaba lejos, perdida en un rincón de Moscú donde aún podía escuchar la risa de su hermanita y percibir el aroma de la nieve fundiéndose en las aceras. La luna llena iluminaba su rostro pálido, enmarcando su silueta como si fuera un cuadro impresionista.Recordaba la sensación del barniz frío bajo sus zapatillas de punta, la adrenalina recorriéndola segundos antes de entrar al escenario, la melodía elevándola más allá del mundo terrenal. Giselle. Odile. Esmeralda. Personajes que le habían permitido escapar tantas veces… pero allí, entre estas paredes de lujo y mármol, no había escape posible.El sonido de la puerta al abrirse la sacó abruptamente de su ensimismamiento.Se giró de inmediato y su mirada azulada se encontró con la de Giulia, que avanzaba con paso firme, seguida de dos hombres trajeados.—¿Qué pasa? —inquirió al instante, pero apenas tuvo tiempo de re
El frío de la mañana la despertó. Svetlana abrió los ojos lentamente, sintiendo la pesadez en sus párpados. Durante unos segundos, su mente flotó en una nebulosa de confusión, desorientada por la penumbra de la habitación y el leve aroma amaderado que impregnaba las sábanas. Miró el techo y su corazón dio un vuelco. Lo reconoció de inmediato. Era la habitación de Dante.Un escalofrío le recorrió la espalda cuando giró la cabeza y lo vio a su lado, dormido, su respiración profunda y acompasada. Su pecho desnudo se alzaba y descendía con una calma irritante. El pánico la golpeó de lleno. ¿Qué había pasado la noche anterior? Su cuerpo se tensó mientras un torrente de recuerdos la asaltaba. Fragmentos dispersos, conversaciones, su propio cansancio venciendo su resistencia… Pero cuando bajó la vista y vio su ropa intacta, exhaló un suspiro de alivio. Nada había sucedido.Con movimientos cautelosos, se deslizó fuera de la cama, asegurándose de no hacer ruido. Su instinto le decía que debía
Svetlana caminaba por el largo pasillo, sumida en la confusión y las dudas. Las altas columnas adornadas con detalles dorados parecían cerrarse sobre ella, como si la mansión misma quisiera aprisionarla en su laberinto de sombras y secretos. Sus pasos resonaban en el silencio, y su mente bullía con preguntas. ¿Era verdad lo que Dante había dicho? ¿Podía irse cuando quisiera o todo era una artimaña más en su juego de control?El hombre que la escoltaba se mantenía impasible, con la vista al frente y una postura rígida. Pero antes de llegar a su destino, una figura apareció en el camino. Fiorella, con aires de superioridad, bloqueó el paso. Sus ojos oscuros la recorrieron de arriba abajo, cargados de desdén.Svetlana la miró fijamente, sintiendo un ardor de rabia encenderse en su pecho. No pudo evitar que las palabras escaparan de sus labios con dureza:—Mentirosa.Fiorella arqueó una ceja y cruzó los brazos sobre su pecho.—¿Disculpa? ¿Me hablas a mí? —su tono fue seco, teñido de burla.
El viento helado silbaba sobre las colinas, arrastrando consigo el aroma a tierra húmeda y pino fresco. La chimenea crepitaba en un rincón, llenando la estancia con un resplandor dorado que proyectaba sombras en las paredes. Aun así, el frío de Aspromonte se filtraba por cada rendija, calando en los huesos como un recordatorio del peligro que acechaba afuera.Svetlana avanzó con cautela, sus pies apenas rozaban el suelo. Con cada paso, su corazón martilleaba con fuerza desmedida, un tamborileo implacable que resonaba en sus oídos. Sabía que estaba siendo observada. Lo sentía en cada terminación nerviosa, en la piel que se erizaba bajo la mirada de Dante.Él estaba sentado al otro lado de la mesa, con el ceño fruncido y los dedos tamborileando sobre la superficie de roble envejecido. Su postura relajada era engañosa; cada fibra de su cuerpo exudaba una tensión contenida, una amenaza silenciosa, pero también... algo más. Algo que la hacía sentir vulnerable de un modo nuevo e inexplicabl