La noticia se había esparcido como un reguero de pólvora mojada en gasolina. Una chispa bastó. Una llamada desde un sitio recóndito en Reggio Calabria, y el rumor corrió como alma que lleva el diablo.
Dante Bellandi estaba muerto.
Florencia fue la primera en reaccionar. Le siguieron Génova y Milán. Luego, en las callejuelas humeantes de Nápoles, los clanes de la Camorra compartieron la noticia entre susurros y carcajadas contenidas. Pero fue en Calabria donde el silencio se volvió espeso, donde la sombra de ese apellido aún tenía el poder de helar la sangre o encenderla.
—¿Estás seguro? —preguntó uno de los viejos patriarcas de Gioia Tauro, con sus dedos aferrados a un rosario ennegrecido por los años—. ¿Dante Bellandi ha caído?
—Eso dicen. Una bala en el pecho. No sobrevivió. Fueron los
La habitación era hermosa. Un santuario de lujo clásico, decorado al más puro estilo imperial ruso. El papel tapiz de damasco rojo y dorado abrazaba las paredes con una calidez engañosa, mientras unas cortinas de terciopelo burdeos colgaban pesadamente a ambos lados de una gran puerta de madera tallada, cerrada desde fuera. En las esquinas, molduras doradas dibujaban arabescos como en los salones de los antiguos palacios de San Petersburgo. Un candelabro de cristal colgaba del techo, lanzando reflejos sobre los espejos biselados y el suelo de madera oscura. Todo allí hablaba de refinamiento, de historia, de poder.Y, sin embargo, en el rincón más alejado, acurrucada como un animal herido, esa opulencia no significaba absolutamente nada.Svetlana se encontraba sentada sobre una alfombra persa, abrazando sus rodillas. Llevaba puesto un vestido de seda azul oscuro, arrugado por el peso de su cuerpo encogido. El cabello caía suelto sobre su rostro, enredado y apagado. No había maquillaje,
El cielo estaba cubierto por una manta gris, como si incluso el clima supiera que nada era real esa tarde.Caminaban por una de las calles principales de la ciudad, rodeados de vitrinas con ropa de diseñador, cafeterías boutique y flores frescas colgando de los balcones. Un lugar que, en cualquier otro contexto, habría sido idílico. Romántico incluso. Pero a su lado iba él. Nikolai. Su carcelero. Su pesadilla hecha carne.Svetlana llevaba un abrigo beige ajustado a la cintura y el cabello suelto, ondulado por el viento que soplaba desde el norte. Nadie sospecharía que estaba secuestrada. Nadie imaginaría que detrás de su mirada de hielo se escondía el deseo desesperado de gritar. Todo estaba perfectamente calculado. Demasiado perfecto. Como una coreografía ensayada hasta la extenuación.Nikolai caminaba a su lado con una sonrisa plácida y las manos en los bolsillos del abrigo largo de lana, como si fuese un esposo orgulloso paseando con su amada. Su andar era relajado, seguro. Dominan
—¡ALTO AL FUEGO O LE VUELO LOS PUTOS SESOS!El mundo se detuvo.—Mi sol —susurró Dante.Ahí estaba ella. Entre humo y ruinas. Con el vestido de novia roto, manchado de barro y sangre. Con el cabello suelto, deshecho. Ella estaba temblando con los ojos abiertos, llenos de miedo... de lágrimas.Y la pistola. Negra. Fría. Apretada contra su sien.La mano de Nikolai temblaba de rabia.—No… —Dante sintió que el suelo desaparecía.Detrás de Nikolai, varios hombres apuntaban a los suyos. A su madre, a su hermano pequeño...—¡BAJEN LAS ARMAS! —bramó Nikolai—. ¡AHORA!—¡BAJENLAS! —gritó Dante, con la voz rota.Todos obedecieron y el silencio cayó, más brutal que cualquier disparo.Nikolai sonrió con la boca torcida.—Mírame, Bellandi. Jaque mate, perro italiano.Dante no respiraba. Ella. Su sol. Su todo. Tenía una pistola apuntando a su cabeza.No podía moverse. No mientras ese hijo de puta la tuviera así. Ella lo miraba. Sin hablar. Pero sus ojos gritaban por ayuda. Las lágrimas trazaron surco
Tres meses antes…Fabio detuvo el paso frente a la puerta. Su mano temblaba, apretando el llavero de bronce con tanta fuerza que los bordes le cortaban la piel. Afuera, el silencio helado de Aspromonte era como un eco constante de lo que no se decía.Respiró hondo. No por el frío, sino por lo que estaba a punto de hacer.Empujó la puerta.Dentro, la luz de una lámpara apenas dibujaba la figura dormida de Dante. El hijo del líder. El heredero. El que nunca dormía realmente, ni siquiera cuando lo intentaba. Porque en su mundo, cerrar los ojos era dejar la espalda expuesta.—Señor… —susurró Fabio.Un segundo después, el clic metálico de una Beretta lo dejó congelado. Dante apuntaba directo a su sien, con los ojos entrecerrados y el cuerpo tenso.—¿Quién carajo eres? —gruñó, ronco.—Soy yo. Fabio. No dispare.Dante no bajó el arma. Sus manos temblaban, pero su mirada era firme.—¿Qué haces aquí? ¿Qué hora es?—Me mandaron a buscarlo. Tiene que venir conmigo. Ya.El silencio fue tan tenso q
El brillo de las velas se reflejaba en los ojos de los presentes cuando Dante se giró hacia ellos. No había más tiempo para dudas, no había más espacio para la fragilidad. Estaba rodeado de hombres que, aunque al servicio de la familia Bellandi, lo observaban con la esperanza de ver en él a un líder capaz de sostener el peso de la herencia.Dante respiró hondo, sintiendo cómo la mirada de cada uno de los hombres lo atravesaba como una espada afilada, evaluando, esperando. Se acercó lentamente al ataúd, sus pasos firmes pero cargados de un peso abrumador. Al llegar frente a él, sus ojos se clavaron en el rostro inerte de su padre, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. No estaba preparado, lo sabía, pero ya no había marcha atrás. El destino lo había alcanzado, y con él, la responsabilidad de un apellido que ni siquiera él comprendía completamente.Luego, sin apartar la vista del ataúd, su voz se alzó, firme pero cargada de la sombra de su padre. Algo en él parecía diferente, com
El jet privado descendió lentamente, cortando el aire con un rugido grave que se fue apagando al tocar tierra.Dentro del avión, el lujo contrastaba con la tensión que se respiraba. Los asientos de cuero beige brillaban bajo la luz cálida, y las superficies de madera reflejaban destellos dorados con sobriedad. Era un espacio diseñado para el confort absoluto, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula elegante.El hombre más corpulento del grupo, de barba rala y mirada gastada, se acercó a ella con movimientos mecánicos, como quien carga peso muerto a diario. La levantó sin esfuerzo. Su cuerpo, tan liviano, parecía más el de una muñeca que el de una mujer viva. La llevó hasta una camioneta negra que esperaba en el borde del andén. El motor emitía un ronroneo grave que se perdía en la madrugada helada.—Ábreme la puerta de atrás —gruñó el hombre.Uno de sus compañeros obedeció sin chistar. La acomodaron en el asiento trasero, cuidando que
El rugido de un motor cortó el aire gélido de la noche, anunciando la llegada de la camioneta negra, blindada y lujosa, que se detuvo ante la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad, imponente y aislada, se alzaba en medio de un mar de tierra, un reino de secretos y traiciones.Más allá de las puertas, la ‘Ndrangheta respiraba en las sombras.Los primeros en salir fueron dos hombres con abrigos gruesos, armados hasta los dientes, alertas a cualquier movimiento. Tras ellos, Svetlana, rodeada por otros dos, caminaba arrastrada, las manos atadas con fuerza, su cuerpo apenas cubierto por ropas que poco hacían contra el frío cortante del invierno. Su mente aún luchaba por procesar la confusión del momento.¿Qué diablos estaba pasando? Su respiración era irregular, el miedo y la incomprensión nublaban sus pensamientos. Aquello no podía ser real, pensó. La idea de que ese enfermo, ese psicópata, la hubiera atrapado por fin, flotaba en su mente, pero algo no cuadraba. Esa gente no
Unos cuantos minutos antes...A las nueve de la mañana, Svetlana se encontraba sentada a la mesa en una de las cocinas de la villa Bellandi, con un plato de comida frente a ella, pues a petición de Fabio, la mujer que había sido designada para cuidarla, la había llevado a conocer el lugar para que se familiarizara. La casa, impregnada del aroma a especias y madera vieja, parecía tan opresiva como las cadenas invisibles que la mantenían allí. Giulia, una matrona de rostro severo, le instó a comer con un gesto de desdén, pero Svetlana ni siquiera se movió. No tenía apetito. Su mente estaba abrumada por la sensación de estar atrapada en un lugar desconocido, lejos de todo lo que alguna vez había conocido. Solo deseaba desaparecer, huir de allí, aunque sabía que eso era imposible.A lo lejos, una joven de su misma edad la observaba con curiosidad desde un rincón de la cocina, mientras su madre continuaba picando verduras con la destreza de quien lleva toda la vida haciéndolo.—Fiorella, de