El rugido de los motores resonaba como un presagio en la noche calabresa, rompiendo el silencio ancestral de las montañas de Aspromonte. El eco reverberaba entre pinos centenarios y riscos afilados, como si la tierra misma anunciara la llegada de la muerte. Dentro de una vieja casa de campo, Dante Bellandi, ajustó su chaleco antibalas sobre el torso marcado por cicatrices de viejas batallas. Sus hombres, leales hasta la muerte, revisaban sus armas en un silencio ritual, donde cada clic del cargador era una oración sin dioses.
—¿Cuántos bastardi tienen en el perímetro? —preguntó sin apartar la mirada de los mapas esparcidos sobre la mesa, manchados de vino y sangre seca.
Fabio Moretti, su mano derecha, se inclinó hacia el mapa. Su dedo, tatuado con símbolos de la vieja guardia, se posó sobre un punto marcado en rojo.
—Treinta, tal vez más. Están armados hasta los dientes. Pero sabemos que ella está ahí —dijo con voz grave, la tensión marcando cada palabra—. Los drones confirmaron movimiento hace unas horas.
Dante asintió, apretando la mandíbula hasta que crujieron los dientes. Cada segundo era un latido de dolor. La imaginaba sola, herida, tal vez... No. No había espacio para el miedo. Ella era su esposa. Su vida. Y por ella, haría arder Calabria.
—No saben con quién están jugando —murmuró con frialdad—. Quiero que los rodeen. Nadie sale de allí con vida.
Fabio intercambió miradas con los hombres en la habitación. Sabían lo que significaba esa orden: una declaración de guerra abierta entre familias, un acto que podría desatar un infierno de sangre. Pero el respeto y el miedo pesaban más que la duda.
—Será hecho, Don Bellandi.
Dante levantó la vista, su mirada más afilada que cualquier cuchillo.
—No es una petición. Es una orden.
La tormenta que rugía afuera era un reflejo del caos que ardía en su pecho. Hacía apenas dos semanas, ella había dicho "Sí, acepto" bajo el cielo estrellado de Reggio Calabria. Ahora, era una pieza en un juego sucio. Pero Dante no era un hombre que jugara. Era un Bellandi. Y un Bellandi nunca se arrodilla.
—Preparénse —ordenó mientras deslizaba su Glock en la funda y alzaba la cabeza—. Esta noche, solo regresamos con ella... o no regresamos.
***
La camioneta avanzaba con precaución por el camino estrecho, bordeando un barranco cubierto de nieve. Dentro del vehículo, Svetlana estaba acurrucada en una esquina, con sus manos atadas y sus ojos clavados en el suelo. La opulencia de su vestido, manchado ahora con suciedad y lágrimas, era un recordatorio cruel de lo que significaba ser la esposa de alguien como Dante.
Uno de los hombres en el asiento delantero se giró hacia ella, con una sonrisa torcida que le heló la sangre.
—Tu marido vendrá por ti —dijo en un acento ruso cargado de burla—. Pero cuando lo haga, será demasiado tarde.
Ella alzó la vista y sus ojos azules centellearon con desafío a pesar del miedo que atenazaba su pecho.
—Dante te va a matar —escupió, su voz quebrada pero firme—. De eso, debes estar seguro.
El hombre soltó una carcajada ronca.
—No si lo mato yo primero.
La camioneta se detuvo abruptamente frente a una cabaña rodeada de hombres armados, todos con la frialdad en la mirada. Ella fue arrastrada fuera del vehículo, con sus pies descalzos hundiéndose en la nieve. El aire helado mordió su piel, pero el fuego de su determinación la mantuvo erguida.
Dentro de la cabaña, los captores discutían en voz baja, ajenos al sonido distante de motores que se acercaban. Ella cerró los ojos por un momento, rezando en silencio. Sabía que Dante iría a rescatarla.
***
Dante bajó del vehículo con la precisión de un depredador. El viento cortante no hizo mella en su concentración. Sus hombres se desplegaron rápidamente, tomando posiciones alrededor de la cabaña. El plan era claro: entrar, sacarla y eliminar cualquier amenaza.
—Fabio, lidera el flanco izquierdo. Ciro, cubre la retaguardia. No quiero sorpresas —ordenó, con una calma que ocultaba la tormenta en su interior.
El tiempo pareció detenerse mientras se preparaban. Dante ajustó el silenciador en su arma. Su mente estaba enfocada solo en una cosa: en ella. Recordó su sonrisa y la forma en que sus ojos brillaban cuando bailaba para él. Ese recuerdo fue suficiente para encender una furia imparable en su corazón.
—A mi señal —susurró.
El primer disparo fue silencioso, pero letal. Un guardia cayó al suelo antes de poder dar la alarma. Luego otro, y otro más. El equipo de Dante se movió con una precisión quirúrgica, eliminando a los enemigos uno por uno. Sin embargo, justo cuando pensaron que tenían el control, un estruendo sacudió la cabaña.
—¡Es una trampa! —gritó Fabio, mientras un grupo de hombres emergía desde la espesura del bosque, disparando con armas automáticas.
Dante sintió el impacto antes de verlo. Una bala pasó rozando su hombro, quemando la tela de su abrigo. Maldijo entre dientes, apretando los dientes contra el dolor. El caos lo envolvió, los disparos eran un torrente incesante y los gritos de sus hombres llenaron el aire.
—¡No retrocedan! —rugió y su voz fue un trueno que atravesó el estruendo de la batalla.
Avanzó entre el fuego cruzado, buscando desesperadamente una entrada hacia la cabaña. Los disparos rebotaban a su alrededor, pero su objetivo era claro. Cuando finalmente alcanzó la puerta trasera, la derribó de una patada, solo para encontrarse con una escena que hizo que su corazón se detuviera.
Ella estaba en pie, con una pistola apuntando directamente a su sien. Detrás de ella, un hombre alto y corpulento la sujetaba con fuerza. Tenía el rostro cubierto por una máscara de cuero.
—Un paso más, Bellandi, y la mato —dijo el hombre, con su voz baja y llena de veneno.
Dante alzó las manos, dejando caer su arma al suelo. Su corazón latía con tal fuerza que le dolía el pecho.
—Estoy aquí. Suéltala. Lo que quieras, lo tendrás, pero déjala ir.
El hombre soltó una carcajada amarga.
—¿Lo que quiera? Arrodíllate.
El tiempo pareció detenerse. Dante, por primera vez en su vida, sintió un miedo abrumador. No por él, sino por ella, quien lo miraba con los ojos llenos de lágrimas y una mezcla de amor y desesperación.
—Te lo prometí, ¿lo recuerdas? —dijo Dante, mirándola a los ojos.
Ella asintió con la cabeza, pero por más que le creía ciegamente, no podía negar que la realidad era otra, que la circunstancia era muy adversa.
—Suéltala —imploró, a la vez que comenzaba a arrodillarse—. Ella no tiene nada que ver con esto.
—Tiene mucho que ver, es tu esposa. La amas, y destruyéndola a ella, te destruyo a ti —comentó el enmascarado con rabia.
—Mi tienes, haz lo que quieras conmigo. Déjala ir —suplicó Dante.
De repente, de un movimiento raudo, ella movió su cabeza y golpeó al hombre, aprovechando un descuido de él. Pero el enmascarado no la soltó, y ambos comenzaron a forcejear. Un disparo resonó en el aire, cortando el aire como un cuchillo.
La mujer y el hombre abrieron los ojos con horror, pero antes de que Dante pudiera reaccionar, ambos cayeron al suelo.
—No —musitó él, sintiendo que le arrancaban el alma del cuerpo.
Siete meses antes…El crujido casi imperceptible de la grava helada al otro lado de las ventanas era un recordatorio constante del aislamiento que ofrecía Gambarie d’Aspromonte en pleno invierno. Dentro del estrecho pasillo de la villa Bellandi, Fabio Moretti, con sus hombros angulosos envueltos en un abrigo verde olivo que había visto días mejores, respiraba con dificultad. No por el frío, sino por la carga invisible que llevaba consigo. Su mano derecha, aún temblorosa por el encuentro que estaba por enfrentar, apretaba un llavero de bronce con el emblema de la familia, tan fuerte que los bordes le cortaban la piel.Al detenerse frente a la puerta de madera maciza, los dedos de Fabio rozaron el pomo con una vacilación palpable. Cerró los ojos un momento, dejando que la opresión en su pecho se aliviara, aunque fuera solo por un segundo. No había vuelta atrás. No para él, no para el plan que apenas comenzaba a gestarse.Empujó la puerta con lentitud, cuidando que no rechinara, y el ten
El salón principal de la villa Bellandi estaba bañado por la luz cálida de lámparas de araña de cristal de Murano, que lanzaban destellos dorados sobre las paredes de estuco envejecido y los suelos de mármol travertino. Las columnas de piedra, talladas con intrincados motivos renacentistas, se alzaban como silenciosos testigos del poder ancestral de la familia. El eco de las conversaciones flotaba en el aire, cargado de una tensión que ninguno de los invitados se atrevía a nombrar. Al otro lado de las puertas dobles de madera de nogal, un centenar de hombres aguardaban. Sabían lo que estaba por suceder. Él, sin embargo, no.Cada uno de los movimientos de Dante Bellandi parecía parte de un ritual heredado. Su andar era firme, calculado, como si el peso de los ojos ajenos no le importara, pero por dentro, una tormenta rugía. El eco de sus pasos en el mármol parecía marcar el compás de un destino ineludible.Fabio Mancini, la sombra fiel de su padre, se detuvo frente a él y extendió la m
El jet privado descendió lentamente, sus turbinas emitiendo un rugido profundo que se desvaneció al tocar tierra. A través de las pequeñas ventanillas ovaladas, el paisaje era un vasto lienzo de blanco inmaculado. Montañas distantes se alzaban como sombras difusas, y los árboles, desnudos y cubiertos de escarcha, salpicaban el horizonte como figuras congeladas en el tiempo. La pista de aterrizaje, ubicada en un aeródromo privado, estaba cubierta por una fina capa de nieve recién caída, y la iluminación tenue hacía que el lugar pareciera aún más aislado, como si estuviera en el fin del mundo.Dentro del avión, el ambiente era lujoso pero sombrío. Los asientos de cuero beige relucían bajo las luces cálidas, y las superficies de madera pulida reflejaban con discreción los tonos dorados del interior. Era un espacio diseñado para el confort extremo, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula opulenta.El hombre más robusto del grupo, con una
El rugido de un motor rompió el silencio gélido de la noche. Una camioneta negra, blindada y lujosa, se detuvo frente a la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad se alzaba como una fortaleza imponente, en medio de las 50 hectáreas que componían ese reino oculto, un santuario de secretos y traiciones. Invisible a los ojos de la policía, protegido por pactos secretos y lealtades compradas, era el corazón de la Ndrangheta, la mafia italiana.Dos hombres salieron primero del vehículo, con abrigos gruesos y armas visibles, observando todo con la atención de quien sabe que cualquier sombra puede ser una amenaza. Detrás de ellos, otros dos hombres flanqueaban a una mujer que temblaba de pies a cabeza. Svetlana, con las manos atadas, apenas llevaba ropa que le protegiera del invierno feroz. Su rostro, marcado por una mezcla de miedo y confusión, giraba constantemente, tratando de entender dónde estaba y por qué.Frente a ella, una mansión que se podía describir como un castillo
A las nueve de la mañana, Svetlana se encontraba sentada a la mesa en una de las cocinas de la villa Bellandi, con un plato de comida frente a ella, pues a petición de Fabio, la mujer que había sido designada para cuidarla, la había llevado a conocer el lugar para que se familiarizara. La casa, impregnada del aroma a especias y madera vieja, parecía tan opresiva como las cadenas invisibles que la mantenían allí. Giulia, una matrona de rostro severo, le instó a comer con un gesto de desdén, pero Svetlana ni siquiera se movió. No tenía apetito. Su mente estaba abrumada por la sensación de estar atrapada en un lugar desconocido, lejos de todo lo que alguna vez había conocido. Solo deseaba desaparecer, huir de allí, aunque sabía que eso era imposible.A lo lejos, una joven de su misma edad la observaba con curiosidad desde un rincón de la cocina, mientras su madre continuaba picando verduras con la destreza de quien lleva toda la vida haciéndolo.—Fiorella, deja de estar mirando a esa muc
Svetlana sintió cómo el pánico la invadía de nuevo. Giró la cabeza lentamente, y ahí estaba él. Era un hombre de veintitantos años de edad, de complexión atlética, alto, vestido de forma muy elegante, cabello oscuro y ojos penetrantes. Había entrado por una puerta que parecía surgir de la nada, oculta entre los arbustos.Sus ojos la observaban con una mezcla de intriga y diversión. Era como si estuviera disfrutando de aquel momento, como si quisiera ver qué haría ella a continuación.El miedo la paralizó, y sus manos perdieron fuerza. Antes de que pudiera reaccionar, su agarre se soltó y comenzó a caer. Pero no tocó el suelo.El hombre fue más rápido. Con un movimiento ágil, cruzó la distancia que los separaba y la atrapó en el aire. El impacto de su cuerpo contra el suyo le robó el aliento a Svetlana, y cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos.El mundo pareció detenerse.Él la sostuvo con firmeza, como si fuera lo más natural del mundo. Sus ojos, que momentos antes había
—¿Quien te envió? —preguntó Dante. No esperaba una respuesta, pero necesitaba ganar tiempo.El hombre simplemente avanzó, con movimientos metódicos, buscando un ángulo para disparar de nuevo.El ambiente en el dormitorio era denso, cargado de tensión. Dante se quedó detrás de la pesada cómoda, mientras sus sentidos se agudizaban. Escuchó el leve sonido de los pasos del intruso. El hombre, ágil como un felino, se movía calculando el siguiente ataque, pero Dante no era un novato; había pasado toda su vida preparándose para situaciones como esa.El atacante levantó su arma nuevamente, pero al apretar el gatillo, el sonido seco de un arma encasquillada rompió el silencio. La confusión momentánea del hombre fue todo lo que Dante necesitó. Sin dudarlo, salió de su posición y se lanzó sobre él como un rayo, impactándolo con toda la fuerza de su cuerpo.El golpe fue brutal, ambos hombres cayeron al suelo con un estruendo que hizo vibrar la habitación. La pistola del atacante salió disparada d
La habitación donde Svetlana estaba retenida era pequeña, pero decorada con un lujo sobrio que solo acentuaba la ironía de su situación. Las cortinas, de un blanco impoluto, contrastaban con la prisión que representaban, y la ventana, asegurada con rejas de hierro forjado, permitía el paso de una luz tenue que apenas suavizaba la frialdad del amanecer en Gambarie d’Aspromonte. Desde allí, se vislumbraba un paisaje montañoso cubierto de niebla, un recordatorio cruel de la libertad que le había sido arrebatada.Svetlana se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados con fuerza, tratando de sofocar la tormenta que rugía dentro de ella. Se detuvo frente a la cama, un mueble demasiado elegante para alguien tratado como un simple rehén, y se dejó caer. Las ganas de llorar la asfixiaban, pero no podía permitírselo; cada lágrima sería una concesión a sus captores, un signo de debilidad que no estaba dispuesta a mostrar.El crujido metálico de la cerradura la arrancó de sus pensamientos