Mi adorable mafioso
Mi adorable mafioso
Por: Scarlett Summers
Preludio

—¡ALTO AL FUEGO O LE VUELO LOS PUTOS SESOS!

El mundo se detuvo.

—Mi sol —susurró Dante.

Ahí estaba ella. Entre humo y ruinas. Con el vestido de novia roto, manchado de barro y sangre. Con el cabello suelto, deshecho. Ella estaba temblando con los ojos abiertos, llenos de miedo... de lágrimas.

Y la pistola. Negra. Fría. Apretada contra su sien.

La mano de Nikolai temblaba de rabia.

—No… —Dante sintió que el suelo desaparecía.

Detrás de Nikolai, varios hombres apuntaban a los suyos. A su madre, a su hermano pequeño...

—¡BAJEN LAS ARMAS! —bramó Nikolai—. ¡AHORA!

—¡BAJENLAS! —gritó Dante, con la voz rota.

Todos obedecieron y el silencio cayó, más brutal que cualquier disparo.

Nikolai sonrió con la boca torcida.

—Mírame, Bellandi. Jaque mate, perro italiano.

Dante no respiraba. Ella. Su sol. Su todo. Tenía una pistola apuntando a su cabeza.

No podía moverse. No mientras ese hijo de puta la tuviera así. Ella lo miraba. Sin hablar. Pero sus ojos gritaban por ayuda. Las lágrimas trazaron surcos de ceniza en su rostro.

—¿Esto es lo que querías, mi amor? —susurró Nikolai, rozando con el cañón su piel—. ¿Flores blancas? ¿Una boda de ensueño? Yo te habría dado esto y más.

Ella cerró los ojos y una lágrima gruesa resbaló por su mandíbula.

—¡Suéltala! —rugió Dante—. ¡A mí, cabrón! ¡Mátame a mí!

—¿Matarte? —Nikolai rió, seco, desquiciado—. No, Bellandi. Ya te dije que esa opción no existe. 

Ella jadeó, quebraba, sus piernas temblaban.

Dante dio un paso. Los rusos apuntaron. Uno de ellos directamente al pecho de Enzo.

—¡NO! —gritó la despavorida madre, abrazando al niño—. ¡No le disparen, por favor!

—Ni un puto movimiento más —sentenció Nikolai, apretando más el arma contra la sien de ella—. O los mato a todos. Uno por uno.

Dante se quedó quieto con los puños cerrados y la rabia asfixiándolo.

—Ella jamás va a ser tuya —escupió Dante.

—Tampoco era tuya. Y aun así la secuestraste —devolvió Nikolai—. No somos tan distintos, infeliz.

El aire pesaba. Como si el mundo estuviera conteniendo el aliento.

Un paso en falso, y todo volaba por los aires.

Ella lo miró. Solo a él.

Y en esa mirada, todo desapareció.

—No dejes que me lleve —susurró—. Prefiero morir aquí… contigo.

A Dante se le quebró algo por dentro. El corazón, el alma… la puta vida entera.

Temblaba. De rabia. De amor. De miedo.

—¡Suéltala! —rugió, avanzando—. ¡Tómame a mí! ¡Mi vida, mi imperio, lo que quieras! ¡Pero suéltala!

Nikolai ladeó la cabeza, con esa sonrisa torcida que helaba la sangre.

—¿Tu vida? Ya la tengo. ¿Tu imperio? Hoy lo hicimos cenizas. Solo me faltaba arrancarte lo más valioso.

Dante se adelantó con el pecho agitado, como si su corazón quisiera salirse para protegerla.

—¡Llévame! ¡Hazme m****a si quieres! ¡Pero a ella no!

Nikolai lo miró con deleite. No burla. No desprecio.

Placer enfermo.

—¿A ti? —soltó una risa seca—. ¿Qué placer me daría hacerte a ti, lo que quiero hacerle a ella? —Y le pasó la lengua por la cara a ella.

Dante crujió los puños. Duro. Sentía los huesos. Dio otro paso.

Nikolai movió el arma. Más presión contra su cabeza.

—Ni un centímetro más —gruñó.

—¡Maldito seas! —bramó Dante, pero se detuvo.

El helicóptero rugió sobre el cielo roto, agitando el humo espeso, levantando pétalos muertos, tierra y cenizas. El fuego en la pérgola ardía como un mal presagio. Dante caminaba entre cadáveres y ruinas, con los ojos clavados en ella. En su sol.

Dos hombres la sujetaron con violencia. Nikolai abrió la puerta del helicóptero, sonriendo como un maldito demonio.

Dante ya no pensaba. Solo rugía.

—¡Suelta a mi mujer, hijo de puta!

Su voz se quebró. Feroz. Rota. Dolorosa.

Entonces la vio.

Una pistola, tirada entre las rosas muertas. Medio enterrada. Como una señal. Como una última carta.

Dante se lanzó. Rodó. Tomó el arma y cuando estuvo a punto de halar del gatillo...

¡BANG!

Un disparo lo impactó.

La pistola cayó.

Un círculo de sangre se abrió en su pecho, tiñendo la camisa de rojo.

—¡NOOOOOOOOO! —gritó ella, desgarrando el aire.

Quiso correr hacia él, pero Nikolai la empujó al helicóptero como si fuera un saco de carne.

Dante cayó al suelo, con los dientes apretados por el dolor que sentía, estaba bañado en sangre, sintiendo cómo la vida se le escapaba. Pero sus ojos seguían en ella. Solo en ella.

La vio golpeando la puerta del helicoptero, llorando y gritando.

—¡Dante! ¡DANTE!

El helicóptero despegó entre gritos, viento y polvo.

Y en el suelo, bajo un cielo que se volvía gris como si llorara con ellos, Dante Bellandi sangraba.

—Mi sol… —susurró, antes de perder la conciencia.

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