Capítulo 2

El salón principal de la villa Bellandi estaba bañado por la luz cálida de lámparas de araña de cristal de Murano, que lanzaban destellos dorados sobre las paredes de estuco envejecido y los suelos de mármol travertino. Las columnas de piedra, talladas con intrincados motivos renacentistas, se alzaban como silenciosos testigos del poder ancestral de la familia. El eco de las conversaciones flotaba en el aire, cargado de una tensión que ninguno de los invitados se atrevía a nombrar. Al otro lado de las puertas dobles de madera de nogal, un centenar de hombres aguardaban. Sabían lo que estaba por suceder. Él, sin embargo, no.

Cada uno de los movimientos de Dante Bellandi parecía parte de un ritual heredado. Su andar era firme, calculado, como si el peso de los ojos ajenos no le importara, pero por dentro, una tormenta rugía. El eco de sus pasos en el mármol parecía marcar el compás de un destino ineludible.

Fabio Mancini, la sombra fiel de su padre, se detuvo frente a él y extendió la mano con una solemnidad casi teatral. En su palma descansaba un anillo de oro blanco, adornado con un diamante negro que brillaba con una oscuridad propia. No era un simple adorno; era el símbolo de la "Corona de Sangre", el legado inquebrantable de la 'Ndrangheta.

—Éste es tu destino ahora —murmuró Fabio, su voz grave resonó como un eco antiguo. En su mirada se reflejaba una mezcla de determinación y resignación, como si entendiera mejor que nadie el peso invisible de ese anillo.

Dante tragó saliva. Su mano tembló al extenderse hacia el anillo. El frío del metal le recorrió la piel como una advertencia silenciosa. Podía sentir el miedo aferrándose a su pecho, una sombra que no podía disipar. Su corazón latía tan fuerte que temía que los demás pudieran oírlo.

Los pasos de Fabio resonaron de nuevo, acompañados por el crujido discreto del cuero de su chaqueta. Su mano, fuerte y decidida, se posó sobre el hombro de Dante.

—És la hora, Don Dante —dijo con voz inquebrantable. Aunque pretendía ofrecer apoyo, el peso de la responsabilidad era innegable.

Dante asintió, aunque cada fibra de su ser gritaba en protesta. Dio un paso hacia adelante, mecánico, como si sus piernas se movieran sin su consentimiento, atravesando el pasillo que lo separaba del gran salón. A su alrededor, los hombres de la familia, vestidos de negro, lo escoltaban con rostros imperturbables, contrastando con el caos que lo devoraba por dentro.

Las imponentes puertas de nogal, grabadas con el escudo familiar, aguardaban. Al otro lado, Dante sabía que lo esperaban miradas cargadas de expectativa, hambre de liderazgo y una seguridad que él no sentía capaz de ofrecer.

El sudor perló su frente y una sensación de asfixia lo envolvió. “Respira”, se ordenó, pero el aire se sentía denso, pesado. Pensó en su padre, Vittorio Bellandi, un hombre cuya sola presencia imponía respeto. Pero Dante no era Vittorio. Nunca lo había sido.

Fabio, percibiendo su vacilación, apretó su hombro con más fuerza.

—Tranquilo, Don. Todo está bajo control.

Palabras vacías. “No tienes ni idea”, pensó Dante, pero no lo dijo en voz alta. No podía permitirse parecer débil, aunque su deseo más profundo era salir corriendo.

El silencio cayó como un manto cuando los guardias se prepararon para abrir las puertas. Dante respiró hondo, pero el pánico lo paralizó en el último instante. Negó con la cabeza y dio un paso atrás.

—No puedo —susurró, la voz apenas un eco roto. Se giró, alejándose de las puertas.

Fabio lo siguió, sus ojos oscuros buscando los de Dante.

—No hay vuelta atrás, Don —afirmó con firmeza, pero con un destello de comprensión en su mirada—. Esta es tu herencia. La familia te necesita. Si no eres tú, ¿quién entonces?

Las palabras no calmaron su ansiedad. Dante deseaba que todo fuera un mal sueño, uno del que pudiera despertar y volver a ser simplemente él, sin el peso de un imperio manchado de sangre.

Mientras su mente debatía, las puertas seguían cerradas, y el destino lo esperaba con impaciencia al otro lado.

Un asentimiento casi imperceptible bastó para que Fabio ordenara abrir las puertas. Pero antes de que se abrieran del todo, Dante retrocedió de nuevo, el pánico borrando cualquier rastro de resolución.

El pasillo se sintió más estrecho. Las luces doradas proyectaban sombras que danzaban como fantasmas de su propio miedo. Giró sobre sus talones, el corazón golpeándole el pecho con violencia.

—No puedo hacerlo —murmuró para sí mismo, pero el eco lo traicionó, amplificando su debilidad.

Antes de que pudiera huir, Fabio se interpuso, su presencia imponente bloqueando el paso.

—Don Dante —su voz era un ancla en medio de la tormenta—, ¿está bien?

Dante exhaló con fuerza, como si ese aliento pudiera liberar la presión que lo asfixiaba.

—Necesito algo de beber —susurró.

Fabio asintió y llamó a Matteo, otro hombre de confianza.

—¡Agua para el Don!

Uno de los guardaespaldas desapareció rápido y regresó con un vaso de cristal lleno de agua. Dante lo tomó con ambas manos temblorosas, bebiendo a sorbos ansiosos, buscando en ese líquido la fuerza que le faltaba. Pero el nudo en su garganta seguía allí, inamovible, como el destino que lo esperaba del otro lado de esas puertas.

Fabio lo observó en silencio, con los ojos entrecerrados, evaluando cada fibra del alma de su joven capo. Finalmente, se inclinó hacia él, su voz bajó una octava, volviéndose más íntima pero no menos firme.

—Don Dante —dijo—, usted es Dante Bellandi, el único heredero de un linaje que ha comandado con mano de hierro la famiglia Bellandi por generaciones. Su padre, que descanse en paz, fue un hombre rudo y despiadado, pero no estamos aquí para repetir su historia. Usted tiene algo que él nunca tuvo: un corazón que late no solo por el poder, sino por su sangre, por la famiglia. Eso lo hace más fuerte que cualquier hombre que haya llevado este apellido. Es el momento de rugir, don Dante. Usted es un león. Deje que el mundo escuche su rugido.

Las palabras se hundieron en el alma de Dante, encendiendo algo que había estado dormido durante demasiado tiempo. La angustia dio paso al coraje. Sus hombros se enderezaron y su rostro, pálido hasta entonces, adquirió un leve rubor que denotaba determinación. Las enseñanzas de su padre y el peso del apellido Bellandi ya no eran cadenas, sino un estandarte que estaba dispuesto a levantar.

Giró la cabeza hacia Fabio, y aunque no dijo nada, el asentimiento fue suficiente. Su voluntad estaba clara. Fabio sonrió apenas, un gesto breve pero cargado de orgullo.

—¡Abran las puertas! —proclamó Fabio, su voz firme y resonante.

El sonido de los cerrojos corriéndose fue como un rugido que anunciaba el fin de una era y el inicio de otra. Las puertas se abrieron con un crujido solemne, revelando el enorme patio de la villa donde más de un centenar de hombres esperaban. El aire fresco, cargado con el aroma del mar Tirreno y del tabaco recién encendido, estaba impregnado de una tensión palpable.

Muchos de los presentes tenían rostros sombríos. Había pesar y preocupación en sus miradas, pero también alivio. La muerte de Vittorio Bellandi, el hombre cuya sombra había cubierto sus vidas durante décadas, era un hecho reciente, y las cicatrices de su liderazgo cruel y sanguinario estaban lejos de sanar.

En un rincón, Fabio murmuró con un hilo de voz:

—Espero que hayamos hecho lo correcto.

Bajó la cabeza en señal de respeto, aunque el ligero temblor en sus manos delataba su ansiedad. Miró de reojo a Dante, con una mezcla de reprobación y advertencia. Sabía lo que habían hecho y las posibles consecuencias que eso traía. En su mente, un pensamiento era claro: por nada del mundo podían permitir que la verdad saliera a la luz.

En el centro del patio, Dante dio un paso adelante. Su mirada recorrió los rostros de los hombres reunidos, buscando en cada uno de ellos la chispa de fe que necesitaba para confirmar que estaba donde debía estar. Una ligera brisa agitó su abrigo negro de corte italiano, haciéndolo parecer más alto, más imponente. Y entonces, con una voz clara y firme, comenzó a hablar.

A un costado del salón principal de la villa, el ataúd de Vittorio Bellandi descansaba sobre un imponente pedestal de mármol blanco que parecía resplandecer bajo la tenue luz de los candelabros de bronce. Una tela negra con bordados dorados cubría el féretro, dándole un aire solemne y misterioso. El ambiente olía a cera derretida y a incienso, mezclándose con el aroma del vino tinto servido en copas de cristal. Los murmullos, apenas audibles momentos antes, se desvanecieron de golpe cuando las enormes puertas del salón se abrieron con un crujido profundo.

Dante, el hijo del difunto, apareció en el umbral con su figura alta y elegante. Vestía un impecable traje negro a medida, y su mirada penetrante reflejaba el peso de un linaje y una responsabilidad abrumadora. Cada paso resonaba con una autoridad que apenas comenzaba a descubrir en sí mismo, mientras las miradas de los capos y soldados reunidos en el otro extremo del salón lo escrutaban con severidad.

Al otro extremo del salón, las mujeres de la famiglia observaban la ceremonia con discreción, sus rostros velados por mantillas negras.

Dante se posicionó frente al ataúd y respiró hondo. Las palabras de Fabio, ahora su mano derecha y consigliere más leal, aún resonaban en su mente: él era un león y debía rugir.

Fabio, un hombre de cabello plateado y mirada incisiva, se colocó a su lado. Su voz grave rompió el silencio con autoridad.

—Comencemos —dijo, haciendo un leve gesto con la mano para que los hombres se acercaran más.

Uno a uno, Fabio fue presentándolos. Los nombres se sucedían como piezas de un rompecabezas que Dante debía armar sin demora, aunque cada uno parecía más pesado que el anterior.

—Hugo D'Angelo. Encargado de nuestros asuntos en Gioia Tauro.

—Don. —D'Angelo, un hombre de rostro curtido y manos ásperas, inclinó la cabeza en señal de respeto.

Dante mantuvo la mirada fija en él, asintiendo apenas.

—Nico Rossetti. Nuestro enlace en Siderno.

—A sus órdenes, don Dante. —El hombre, de complexión robusta y una cicatriz que cruzaba su mandíbula, habló con un tono firme.

La ceremonia continuó, cada nombre fue una carga más sobre los hombros de Dante, quien aunque intentaba mantener la compostura, el peso de la herencia de su padre y la magnitud de la organización que ahora lideraba eran innegables. Algunos de los hombres le eran familiares, pero otros le parecían completos extraños, y en sus ojos veía tanto desconfianza como lealtad condicionada.

Cuando Fabio se disponía a presentar a otro grupo de hombres, Dante levantó una mano. Su expresión se endureció y sus labios se curvaron en una línea tensa.

—Me gustaría dejar el resto para después —interrumpió Dante, su voz profunda resonó con una mezcla de cansancio y melancolía—. Quiero darle una despedida digna a mi padre antes de seguir con esto.

El silencio en la sala fue casi palpable. Todos los presentes entendieron el peso de esas palabras. Fabio inclinó la cabeza con respeto.

—Como usted lo desee, don Dante.

Dante volvió la mirada hacia el ataúd, sintiendo el nudo en su pecho crecer. Su padre había sido un titán, un hombre cuya sombra era casi imposible de superar. Ahora todo recaía sobre él, y la presión era abrumadora.

***

Svetlana despertó lentamente, como si emergiera de un sueño profundo y turbio. Al principio, no distinguía el límite entre la realidad y la pesadilla. Parpadeó varias veces, tratando de enfocar la vista, pero una sensación opresiva de desorientación la mantenía aturdida. Había un zumbido bajo, constante, que parecía llenar el aire. ¿Un motor? ¿Un generador? No podía estar segura.

El frío del suelo metálico bajo sus manos le hizo estremecerse. Intentó moverse, pero su cuerpo se sentía pesado, torpe. Fue entonces cuando un torrente de imágenes inundó su mente: los hombres, sus manos rudas arrastrándola, el vehículo oscuro, las voces guturales hablando un italiano que no entendía. El miedo la golpeó como una ola.

—¡Auxilio! —gritó en ruso, con la voz ronca y desgarrada. Las palabras rebotaron en las paredes del pequeño espacio, amplificando su desesperación. Se levantó tambaleante, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Corrió hacia la puerta, golpeándola con ambas manos.—¡Déjenme salir! ¡Por favor! ¡Alguien!

El cuarto era estrecho, con apenas espacio para moverse. Las paredes estaban cubiertas de un panelado de madera brillante, casi lujoso, pero eso no suavizaba su claustrofobia. Una pequeña mesa fija y un asiento acolchado estaban sujetos al suelo. Las ventanas eran diminutas, redondas, con persianas opacas que impedían ver el exterior. Sobre una repisa había una botella de agua y un vaso, perfectamente alineados, como si alguien hubiera dispuesto todo con precisión quirúrgica.

Intentó abrir la puerta de nuevo, esta vez tirando del pomo con todas sus fuerzas. Nada. Estaba atrapada. Miró alrededor, buscando algo, cualquier cosa que pudiera usar como arma, pero no había nada más que ese lujo frío y calculado.

El sonido de un cerrojo girando la sacó de su frenesí. La puerta se abrió, y un hombre entró. Era alto, con hombros anchos que parecían ocupar todo el marco. Vestía de negro, su camiseta ajustada dejaba al descubierto músculos que parecían esculpidos en piedra. Su rostro, inexpresivo, irradiaba una severidad que hacía que el aire se volviera más denso.

Svetlana retrocedió instintivamente, su espalda chocando contra la pared metálica. El frío se le clavó como un puñal.

El hombre dejó un plato sobre la mesa y salió sin mirar atrás, cerrando la puerta tras de sí con un sonido seco que resonó en el pequeño espacio. Svetlana se quedó inmóvil, su respiración entrecortada, sus piernas temblando tanto que apenas podía mantenerse de pie. Cuando el eco de la puerta se desvaneció, giró hacia el plato. Era comida sencilla: un poco de pan, queso y frutas. Sin pensarlo demasiado, lo agarró y lo lanzó con toda su fuerza hacia la puerta cerrada.

—¡Déjenme salir! —volvió a gritar ella, golpeando la puerta. Lágrimas comenzaron a correr por su rostro. Estaba desesperada, aterrada, sintiendo que se desmoronaba.

Una voz masculina la hizo congelarse. Era grave, llena de una calma inquietante, y parecía venir de ninguna parte.

—Basta de gritar —habló alguien en un precario ingles—. Nadie vendrá a ayudarte. Estás muy lejos de casa, rusa. Guarda tus fuerzas. Las vas a necesitar.

Svetlana detectó un acento italiano en el hombre y miró en todas direcciones, buscando al dueño de aquella voz. Su mente corría en círculos, tratando de entender. Entonces lo vio: una pequeña bocina incrustada en una esquina del techo, junto a una cámara que giraba ligeramente hacia ella.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó en un ingles pulcro, con un hilo de voz, las lágrimas cayendo sin control.—¿Por qué me hacen esto? ¿Qué van a hacerme?

No hubo respuesta. Solo el zumbido del motor y el silencio que seguía siendo más aterrador que cualquier palabra. Svetlana cerró los ojos, tratando de no pensar en lo peor, pero su mente no le daba tregua. Imágenes horribles de trata de personas, venta de órganos y otras atrocidades llenaron su cabeza.

De pronto, una breve sacudida la hizo tambalearse. La voz de una azafata resonó por el sistema de altavoces, pidiendo a todos que se aseguraran durante la turbulencia. Esa confirmación la hizo darse cuenta de algo: estaba a bordo de un avión.

—Me están sacando del país —susurró en su lengua natal, llevándose las manos a la boca. Una ola de pánico la invadió, y su mente se llenó de pensamientos oscuros. Se dejó caer al suelo, abrazándose las rodillas, temblando—. ¿Por qué a mí? —sollozó, mirando hacia el techo, como si implorara una respuesta divina. Pero no hubo consuelo, solo el sonido constante de su respiración entrecortada.

Un olor acre comenzó a filtrarse bajo la puerta, un humo blanco que llenaba el espacio con rapidez. Svetlana trató de ponerse de pie, pero sus piernas no respondieron. El mundo a su alrededor comenzó a girar, y su visión se nubló.

Antes de caer inconsciente, una última pregunta cruzó su mente: ¿Sobreviviré a esto?

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