Capítulo 3

El jet privado descendió lentamente, cortando el aire con un rugido grave que se fue apagando al tocar tierra.

Dentro del avión, el lujo contrastaba con la tensión que se respiraba. Los asientos de cuero beige brillaban bajo la luz cálida, y las superficies de madera reflejaban destellos dorados con sobriedad. Era un espacio diseñado para el confort absoluto, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula elegante.

El hombre más corpulento del grupo, de barba rala y mirada gastada, se acercó a ella con movimientos mecánicos, como quien carga peso muerto a diario. La levantó sin esfuerzo. Su cuerpo, tan liviano, parecía más el de una muñeca que el de una mujer viva. La llevó hasta una camioneta negra que esperaba en el borde del andén. El motor emitía un ronroneo grave que se perdía en la madrugada helada.

—Ábreme la puerta de atrás —gruñó el hombre.

Uno de sus compañeros obedeció sin chistar. La acomodaron en el asiento trasero, cuidando que su cabeza no golpeara. Luego subieron los demás: una al frente, junto al conductor y dos junto a ella. La camioneta arrancó con un chirrido suave, alejándose del aeródromo como un fantasma negro en la noche oscura.

El trayecto se desarrolló en un silencio tenso. Solo se escuchaba el ronquido del motor y el crujido de los neumáticos sobre el suelo plagado de rocas.

—Estoy muerto de hambre —soltó el copiloto con un bostezo—. ¿Podemos parar a comprar algo?

El conductor, un hombre de mandíbula marcada y ojos fríos como cuchillas, lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué no comiste en el avión?

—¿La comida del avión? —bufó el otro con sarcasmo—. Era deprimente. Es entendible que la chica la haya tirado.

Soltó una risa, pero murió en sus propios labios al ver que nadie la compartía. El conductor resopló.

—Hazlo rápido —dijo tras unos minutos, deteniéndose frente a una tienda iluminada por un letrero el italiano.

Los dos hombres junto a Svetlana bajaron.

—No tarden —gruñó el conductor—. Ya vamos tarde. Tenemos que entregar el paquete.

Detrás, Svetlana comenzó a despertar. No abrió los ojos de inmediato. Se mantuvo inmóvil, con los sentidos alerta. El olor a cuero, la vibración del motor… estaba en un vehículo. Escuchó voces, y reconoció algunas palabras en italiano.

Abrió los ojos con lentitud. Observó el techo primero. Dos hombres quedaban. No podía dudar.

Se incorporó de golpe, llevó la mano a la manija y la jaló.

Clic.

El sonido fue un trueno en medio del silencio.

—¡Diablos! —el copiloto giró hacia ella con ojos desorbitados—. ¡Siempre debes activar los seguros! —le dijo al conductor.

Svetlana no esperó. Saltó. Sus pies tocaron el suelo y el frío le mordió las piernas. Corrió. Corrió como si su vida dependiera de ello. Porque así era.

—¡Ve tras ella! —gritó el conductor.

El copiloto salió disparado. Era más grande, más lento. A lo lejos, los otros dos hombres salieron de la tienda al escuchar el escándalo y se sumaron a la persecución.

El paisaje era un océano negro, interrumpido por árboles dispersos y señales en italiano. Ya no estaba en Rusia. Maldición.

Divisó un edificio pequeño. Un bar. Corrió hacia él como si fuera una iglesia.

Empujó la puerta.

—¡Ayuda! —gritó en ruso, jadeando—. ¡Hombres! ¡Persiguen a mí! —añadió en un torpe italiano—. Non so… no sé…

Tres hombres alrededor de una mesa alzaron la vista. Uno de ellos, de hombros anchos y expresión desconfiada, se puso de pie.

—¿Qué está pasando? —preguntó con voz firme.

—Aiuto! —suplicó Svetlana, temblando—. They’re after me... please...

Uno de los hombres entendió el inglés. Le señaló un estante.

—Ahí. Escóndete. ¡Ya!

Svetlana no dudó. Se metió detrás del mueble justo cuando la puerta se abrió de golpe.

Tres hombres irrumpieron. El viento los acompañaba como un presagio.

—Entréguennos a la chica y nadie saldrá herido —dijo el más grande, su voz áspera y directa.

—¿Qué chica? —respondió el hombre del bar, cruzando los brazos.

—No juegues conmigo. La vimos entrar.

Uno de los clientes notó el anillo en la mano del que hablaba. Lo reconoció al instante. Se inclinó hacia el que lideraba la defensa.

—Son de la ‘Ndrangheta.

El ambiente se tensó como una cuerda a punto de romperse.

La decisión fue inmediata.

Con un simple gesto, el tercer hombre señaló el estante.

La encontraron. Svetlana forcejeó, se revolvió, pero fue inútil. La arrastraron hacia la puerta bajo la mirada gélida de los demás clientes, que fingían no haber visto nada.

El hombre que había intentado protegerla apretó los puños.

No dijo nada.

Pero su mirada ardía.

«¿Hasta cuándo estos cabrones van a hacer lo que se les da la gana?», pensó, sintiendo la rabia subirle por la garganta como una ola.

***

La villa Bellandi dormía, o al menos eso parecía. Afuera, los jardines se extendían como sombras largas bajo la luna, recortando con elegancia los cipreses, las estatuas y la fuente central, que susurraba con un hilo de agua constante. Dentro, el mármol blanco reflejaba apenas la luz cálida de unas pocas lámparas encendidas. Todo era silencio. Todo era espera.

Fabio estaba en el despacho, de pie junto a la ventana abierta. El aire olía a lavanda, a madera encerada y a pólvora vieja. La habitación aún conservaba el aroma a cigarro de Vittorio, como si el antiguo jefe se negara a irse del todo. Fabio no lo echaba de menos. No era de esos hombres. Su lealtad ya tenía nuevo dueño.

Al fondo, la puerta se abrió con un leve chirrido. Un hombre robusto, con camisa negra y barba de días, cruzó el umbral con paso firme.

—Fabio —murmuró con un asentimiento seco.

—¿Ya está hecho? —preguntó sin volverse, con la mirada fija en la fuente.

—Sí. Ya la tienen. Vienen camino a Calabria. —La voz del hombre se mantuvo baja, apenas un susurro en el aire cargado de tensión—. Tal como pediste. Nadie vio. Nadie se dio cuenta.

Fabio cerró los ojos por un instante. No fue alivio lo que cruzó por su rostro. Fue satisfacción. Una que se permitió apenas un segundo antes de girarse lentamente hacia su interlocutor.

Una sonrisa ladeada se dibujó en sus labios.

Su plan para ganarse la confianza de Dante, ya estaba en marcha.

—Excelente. —Avanzó con paso sereno hasta el escritorio de roble y se sirvió un dedo de whisky, el bueno, el que Vittorio guardaba para las grandes ocasiones—. Quiero que el señor Dante reciba su regalo lo más pronto posible.

El hombre frunció el ceño, cruzando los brazos.

—No lo entiendo… ¿Por qué ella? ¿Qué tiene esa mujer? ¿Qué la hace tan especial?

Fabio alzó la vista, sus ojos se oscurecieron con una mezcla de nostalgia y cálculo.

—Porque él no la ha olvidado desde el primer instante en que la vio.

Tomó un sorbo del whisky, dejando que el fuego bajara lento por la garganta.

—Fue en Moscú, hace dos años, en el evento especial de navidad en el teatro Bolshoi. Ella bailaba esa noche con la compañia de ballet ruso. Él quedo cautivado desde el primer instante que la vio.

Se apoyó en el borde del escritorio, con la mirada clavada en la nada.

—Ese día intentó conocerla, pero tuvimos que regresar a Italia de emergencia, pues fue la noche que encontraron a...

Se hizo un silencio tenso al recordar ese funesto día.

—Es usted muy considerado, al darsela de regalo.

—Sí —Fabio sonrió con un dejo de tristeza—. Decidí traerla como un obsequio para él, porque los hombres como Dante no piden lo que quieren. Lo toman. Yo solo le estoy facilitando el trabajo. 

El hombre lo observó un momento.

—¿Y si a ella no le gusta el signore? ¿Si lo odia por esto?

—Que lo odie —dijo, dejando el vaso sobre la mesa con un leve clac—. Las grandes historias de amor surgen del odio más visceral. Que grite, que lo desafíe, que lo rompa si quiere. Al menos sentirá algo. Lo único que me importa es que Dante obtenga algo que ha deseado por mucho tiempo.

Guardaron silencio. Afuera, un trueno lejano rompió la calma del cielo. La tormenta aún no había llegado, pero estaba en camino.

Como ella.

Como el destino.

***

El cuarto olía a whisky y a cuero. Dante se había dejado caer en el sillón como si el peso del mundo lo empujara hacia el infierno. Se frotó las sienes, buscando un respiro entre pensamientos que no lo dejaban en paz.

Líder.

La palabra lo trastocaba un poco.

Un trono manchado de sangre, y él sentado sobre él.

Escuchó un golpe en la puerta. Breve. Sutil. Pero suficiente para romper la tensión que le apretaba el pecho.

—Soy yo, hijo —dijo la voz.

Dante se puso de pie como un resorte. Ese tono no traía calma. Traía tormenta. Abrió la puerta. Ahí estaba ella. Mirella. Majestuosa como una reina destronada que aún no se daba por vencida.

—¿Qué pasa, madre? —intentó sonar firme.

Ella entró sin pedir permiso. Como siempre.

—Tenemos que hablar.

Él cerró la puerta. No preguntó más. No hacía falta. Cuando Mirella hablaba así, era porque el infierno estaba por desatarse.

Dante se sentó, con la espalda recta y la mirada afilada.

—Es sobre Enzo —disparó ella.

—¿Qué hay con él? ¿Está bien?

—Él, sí. Tú... no tanto mientras él siga aquí.

Dante frunció el ceño.

—No te sigo.

—Tu padre cometió un error trayéndolo. Y tú estás cometiendo otro manteniéndolo bajo este techo. Ese niño es un riesgo.

—¿Estás insinuando...? —Se detuvo. No quería ponerlo en palabras.

—Estoy diciendo lo que nadie más tiene los ovarios de decirte.

Dante sintió como si las palabras le hubieran dado una bofetada.

—¡Tiene nueve años!

—Y es el hijo de Olivia. ¿O ya olvidaste de lo que es capaz esa mujer? Gianluca está muerto por su culpa. Y si no haces algo, tú serás el próximo.

—¿Tienes pruebas? ¿O solo estás diciendo cosas cargadas de veneno por el odio que sientes hacia ella? —gruñó.

—Tengo instinto —dijo ella—. Si no puedes matarlo, al menos aléjalo. Hazlo desaparecer.

—¿Cómo puedes hablar así de un niño? —preguntó en voz baja, con la mirada fija en ella, como si buscara en sus ojos una explicación menos cruel—. Es... mi hermano.

—Es una amenaza —insistió Mirella—. No ahora, tal vez, pero lo será.

Dante bajó la vista por un instante, y cuando volvió a hablar, lo hizo con un peso que le oprimía el pecho.

—Nunca haría algo así. Él es mi sangre. Ya no quiero seguir hablando del tema.

—Entonces hablemos de lo siguiente —sentenció—. Necesitas un heredero. Y lo necesitas ya.

Él bufó.

—¿Ahora también vas a elegir quién debe estar en mi cama?

—Quiero asegurarme de que tu apellido no se muera contigo —replicó ella, sin inmutarse.

Dante ladeó la cabeza, con una sonrisa torcida cargada de ironía.

—Está Enzo, ¿recuerdas? Él también es un Bellandi —soltó él, con un aire de sarcasmo.

Mirella palideció un segundo... y luego estalló.

—¡Prefiero que me arranquen el corazón antes que ver al hijo de esa mujerzuela tomando las riendas del clan Bellandi! —espetó, con una furia tan cruda que por un segundo, Dante creyó ver a la loba que su madre había sido en su juventud—. No se te ocurra volver a insinuar que ese mocoso tiene derecho a liderar.

Dante se quedó en silencio. Lo que había dicho no era más que un dardo envenenado, pero Mirella lo tomó como una traición personal. Como si al mencionar a Enzo, le hubiese escupido en la cara.

Ella dio un paso más, y con la voz helada, peligrosa, habló:

—Piensa, Dante. Antes de que te dejen sin nada que proteger. Ni nombre ni trono ni vida.

Y sin esperar respuesta, se giró. Salió con la misma elegancia con la que arrastraba sus amenazas, como una reina que no necesitaba permiso para marcharse.

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