Capítulo 3

El jet privado descendió lentamente, sus turbinas emitiendo un rugido profundo que se desvaneció al tocar tierra. A través de las pequeñas ventanillas ovaladas, el paisaje era un vasto lienzo de blanco inmaculado. Montañas distantes se alzaban como sombras difusas, y los árboles, desnudos y cubiertos de escarcha, salpicaban el horizonte como figuras congeladas en el tiempo. La pista de aterrizaje, ubicada en un aeródromo privado, estaba cubierta por una fina capa de nieve recién caída, y la iluminación tenue hacía que el lugar pareciera aún más aislado, como si estuviera en el fin del mundo.

Dentro del avión, el ambiente era lujoso pero sombrío. Los asientos de cuero beige relucían bajo las luces cálidas, y las superficies de madera pulida reflejaban con discreción los tonos dorados del interior. Era un espacio diseñado para el confort extremo, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula opulenta.

El hombre más robusto del grupo, con una barba rala y una expresión de cansancio, se acercó a ella. Sus movimientos eran mecánicos, como si cargar cuerpos fuera una rutina. Con cuidado, pero sin delicadeza, la levantó en brazos. Svetlana seguía inconsciente, su cuerpo liviano y frágil comparado con el de él. La cargó hasta una camioneta negra que esperaba en el borde del andén, su motor emitiendo un ronroneo grave que se perdía en el frío aire de la madrugada.

—Ábreme la puerta de atrás —gruñó el hombre, y uno de sus compañeros obedeció sin decir palabra.

La colocaron sobre el asiento trasero, asegurándose de que su cabeza no golpeara nada. Luego, los otros hombres subieron: dos en la parte delantera y uno junto al conductor. La camioneta arrancó con un ligero chirrido de las ruedas sobre la nieve compactada, dejando atrás la soledad del aeródromo.

El trayecto fue un silencio tenso. Los únicos sonidos eran el ronroneo del motor y el ocasional crujir de la nieve bajo los neumáticos. El hombre en el asiento del copiloto bostezó ruidosamente.

—Estoy muerto de hambre —dijo, rompiendo el silencio. —¿Podemos parar a comprar algo?

El conductor, un hombre de mandíbula cuadrada y ojos helados, lo miró de reojo con evidente fastidio.

—¿Por qué no comiste en el avión?

—¿La comida del avión? —resopló el otro, burlón. —Eso era deprimente. Es entendible que la chica la tirara —Rió entre dientes, pero nadie más compartió la broma. La mirada severa del conductor lo hizo encogerse de hombros y mirar por la ventana.

—Hazlo rápido —dijo el conductor al cabo de unos minutos, deteniendo la camioneta junto a un pequeño establecimiento con luces cálidas y un letrero en ruso.

Dos hombres bajaron, incluyendo el que iba sentado al lado de Svetlana.

—No tarden —les gritó el conductor. —Ya vamos retrasados. Tenemos que entregar el paquete.

En la parte trasera, Svetlana comenzó a despertar. Pero esta vez, no abrió los ojos de inmediato. En cambio, permaneció inmóvil, con el cuerpo tenso y los sentidos alerta. El olor a cuero del asiento y la vibración del motor confirmaron lo que sospechaba: estaba en un vehículo. Escuchó las voces de los hombres al frente, intentando procesar cada palabra.

Cuando finalmente abrió los ojos, lo hizo con cuidado, enfocándose primero en el techo del auto. Notó que solo quedaban dos hombres, ambos en los asientos delanteros. Tenía que pensar rápido.

Con un movimiento decidido, tomó la manija de la puerta y la haló. La puerta se abrió con un suave clic que sonó como un trueno en el silencio.

—¡Diablos! —murmuró, y los dos hombres giraron la cabeza hacia ella.

—¡Idiota! —exclamó el copiloto, mirando hacia la puerta abierta. —¡Siempre debes activar los seguros!

Svetlana no esperó. Saltó del vehículo antes de que pudieran detenerla. Sus pies se hundieron en la nieve, pero no se detuvo. Comenzó a correr con todas sus fuerzas, sintiendo el aire helado quemándole los pulmones. Su respiración formaba nubes blancas frente a su rostro.

—¡Ve tras ella! —gritó el conductor, y el copiloto salió del auto de inmediato, siguiéndola.

Svetlana corría como una gacela, ágil y veloz, con un instinto de supervivencia que la impulsaba más allá de sus límites. A su alrededor, el paisaje era un desierto blanco interrumpido solo por árboles dispersos y pequeños letreros escritos en ruso. Al menos estaba segura de algo: seguía en el país.

El hombre que la perseguía era robusto y mucho más lento que ella, pero no se daba por vencido. A lo lejos, los otros dos hombres, alertados por el ruido, dejaron lo que estaban haciendo y se unieron a la persecución.

Svetlana vio un edificio que parecía ser un bar. Era pequeño y humilde, pero en ese momento era su única esperanza. Corrió hacia la puerta, empujándola con fuerza y tambaleándose hacia el interior.

—¡Ayuda! —gritó en ruso, con la voz cargada de desesperación. —¡Hombres! ¡Persiguen a mí! —dijo, usando algunas palabras en italiano. —Non so… no sé…

Tres hombres, sentados alrededor de una mesa, se giraron hacia ella. Uno de ellos, un hombre alto y de hombros anchos con una mirada intensa, se puso de pie de inmediato.

—¿Qué está pasando? —preguntó, con voz firme pero cautelosa.

—¡Aiuto! —suplicó Svetlana, temblando—. No sé dónde estoy. Ellos… ellos me persiguen —dijo en ingles.

Uno de los hombres entendió el idioma y le señaló un estante cercano.

—Escóndete ahí. Rápido.

Svetlana obedeció sin dudar, metiéndose detrás del estante mientras los tres hombres se preparaban para lo que venía. La puerta del bar se abrió de golpe, y los hombres que la perseguían entraron, sus rostros estaban marcados por el frío y la furia.

—Entréguennos a la chica y no les pasará nada —dijo uno de ellos, el más corpulento, mirando directamente al hombre que había ayudado a Svetlana.

—¿Qué chica? —respondió él, fingiendo ignorancia.

—No intenten engañarnos. La vimos entrar.

Unos de los hombres que intentaban protegerla, notó un anillo en la mano del que hablaba y reconoció el símbolo al instante. Se inclinó hacia el que los estaba enfrentando:

—Son de la Ndrangheta.

El hombre se tensó en el acto.

La decisión fue rápida.

Con un simple gesto, el tercer hombre señaló el estante donde Svetlana estaba escondida. Ella intentó resistirse cuando la encontraron, pero fue inútil. Los hombres la arrastraron hacia la salida mientras el resto del bar permanecía en un silencio aterrador, cada cliente fingiendo no haber visto nada.

El hombre que había intentado ayudarla se quedó mirando cómo desaparecían por la puerta y una ira ardiente se encendió en su pecho, junto con una sensación de impotencia que lo carcomía.

“¿Hasta cuando esos bastardos harán lo que se les da la gana?”, pensó, apretando los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos.

***

El cuarto de Dante era amplio, pero sombrío, con paredes cubiertas de madera oscura que absorbían la poca luz que entraba por las cortinas pesadas de terciopelo negro. El aire tenía un dejo a cuero y whisky, resabios de la botella que había abierto antes de que la noticia de su ascenso lo envolviera como un vendaval.

Sentado en un sillón de respaldo alto, Dante frotaba sus sienes, intentando darle sentido a lo que había sucedido en las últimas 24 horas. Una parte de él, la más sensata, sentía un miedo helado en el pecho; el peso del poder absoluto era abrumador. Pero otra parte, oscura y primitiva, no podía evitar deleitarse con la idea. Ahora era el capo, el hombre al que todos temerían. ¡Qué dulce y peligroso era ese poder, un arma afilada que podía destruir tanto como proteger!

Un golpe suave interrumpió su caótico flujo de pensamientos. Al principio, pensó ignorarlo, pero entonces escuchó la voz familiar que lo llamaba:

—Soy yo, hijo.

Se levantó rápidamente, sintiendo cómo el nudo de alerta en su estómago se tensaba. Abrió la puerta con un ademán firme. Del otro lado estaba su madre, Mirella, una mujer que, a pesar de sus años, mantenía una presencia imponente. Su cabello negro estaba recogido en un moño apretado, y sus ojos claros parecían perforar el alma de quien los miraba.

—¿Madre, qué sucede? —inquirió, tratando de mantener la voz calmada, pero el eco de su preocupación se filtró en las palabras.

Mirella entró sin esperar invitación y se detuvo junto al escritorio de caoba, observando el cuarto con una expresión crítica.

—Necesitamos hablar de algo muy importante, hijo.

Dante cerró la puerta y cruzó los brazos.

—Adelante.

Mirella tomó asiento, con la espalda recta y las manos entrelazadas sobre su regazo. Dante sintió un escalofrío al ver la seriedad en su rostro. Su madre rara vez mostraba vulnerabilidad, pero esa noche había algo más profundo en su mirada.

—Es sobre tu medio hermano —comenzó. Cada palabra pesada como una piedra lanzada a un lago tranquilo—. Enzo.

Dante se tensó al escuchar el nombre. Enzo, el niño de nueve años que había llegado a la casa por orden de su padre, un recordatorio de la infidelidad y un vínculo que había tensado la relación de Mirella con el patriarca de la familia.

—¿Qué ocurre con él? ¿Está en peligro? —preguntó, su mente saltando a las peores conclusiones.

Mirella sacudió la cabeza.

—No, pero tú podrías estarlo mientras él siga aquí.

El ceño de Dante se frunció. Dio un paso hacia ella, con su sombra proyectándose sobre la alfombra persa que cubría el suelo.

—No entiendo qué quieres decir, madre.

Mirella suspiró profundamente, como si estuviera reuniendo coraje para decir algo que había meditado durante días, tal vez semanas.

—Tu padre cometió un error al traer a ese niño aquí. Ahora que estás al mando, esa decisión podría costarte caro. Mientras él viva, siempre existirá la posibilidad de que alguien lo use contra ti... o peor, que él mismo se convierta en una amenaza.

Dante retrocedió como si las palabras lo hubieran golpeado.

—¿Estás sugiriendo lo que creo que estás insinuando? —su voz era un susurro incrédulo, cargado de rabia contenida.

Mirella levantó la barbilla, sus ojos sin un rastro de arrepentimiento.

—Solo insinúo lo que es más sensato para todos —dijo la mujer.

—¿Estás insinuando que elimine a mi hermano, a un niño inocente de nueve años? —Dante subió el tono de voz.

—Dicho de ese modo, suena perturbador, pero... sí. Creo que es lo mejor.

Dante dio un paso atrás, pasándose las manos por el cabello. La incredulidad luchaba contra el disgusto.

—¡Es un niño, madre! ¿Cómo puedes sugerir algo tan monstruoso?

—Porque conozco a la madre de ese niño —replicó Mirella con frialdad—. Olivia siempre quiso lo que yo tenía. Cuando no pudo deshacerse de mí, intentó con tu hermano mayor, porque estoy segura de que ella está detrás de lo que le sucedió a Gianluca. Y ahora, no me extrañaría que planee algo similar contigo. Solo tú te interpones en el ascenso de ese niño al poder.

—¿Estás diciendo que Olivia dio la orden para que asesinaran a Gianluca? —Dante sintió que la sangre le hervía—. ¿Y crees que yo voy a cometer fratricidio solo por una sospecha absurda? ¡Esto es una barbarie, madre! No pienso hablar más del tema.

Mirella se levantó, con su expresión endurecida por el orgullo y la frustración.

—Haces mal en subestimarla, Dante. Mientras tengas sangre Bellandi, ella no descansará hasta verte muerto.

—¡Sal de aquí! —apretó la mandíbula para no gritarle, pues, ante todo, era su madre y le debía respeto. Apuntó con su dedo hacia la puerta—. Ya he tenido suficiente por hoy.

—Dante, escúchame bien. ¿Quieres mantener el poder? ¿Quieres que tu linaje sobreviva? Entonces debes eliminar todas las amenazas posibles. Y no solo eso, también necesitas asegurar el futuro. Necesitas tener un heredero lo más pronto posible.

—¿Qué? No, madre, ya basta —Su voz se quebró levemente, revelando el peso que cargaba—. Ya he tenido suficiente por hoy. Por favor, madre, vete.

Mirella lo observó por un largo momento, como si quisiera insistir. Finalmente, asintió con frialdad.

—Piensa en lo que te he dicho, Dante. Antes de que sea demasiado tarde.

Salió con pasos medidos, dejando tras de sí un vacío sofocante. Cuando la puerta se cerró, Dante dejó escapar un suspiro de agotamiento. Volvió al sillón y se dejó caer, llevando las manos a su rostro. Por un instante, deseó poder ser otra persona, alguien que no tuviera que tomar decisiones que dividieran su alma en pedazos.

La nieve seguía cayendo, un manto blanco que cubría las cicatrices de un mundo en guerra. Pero en el corazón de Dante, la tormenta apenas estaba comenzando.

***

Un viento gélido barría las calles solitarias, susurrando entre los edificios de ladrillo ennegrecido mientras las sombras se extendían por los callejones. Tres figuras encapuchadas y envueltas en pesados abrigos caminaban con paso firme, deslizándose entre las sombras como espectros, sin hacer ruido. Sus botas marcaban el ritmo sobre el pavimento mojado, un eco sordo que rompía el silencio de la noche, pero sus movimientos eran meticulosos, calculados.

El grupo se detuvo ante una puerta de hierro forjado, oxidada por los años y parcialmente oculta por un grafiti borroso, la firma de aquellos que alguna vez marcaron territorio en ese rincón olvidado. Uno de ellos tocó tres veces, con un ritmo preciso, casi ritual. Un par de segundos después, la puerta se abrió con un crujido bajo. Al otro lado, un hombre alto, de rostro sombrío, los esperaba. Sus ojos oscuros, llenos de desconfianza y respeto, se encontraron con los de la mujer.

—Adelante —dijo, su voz grave y firme, un dejo de cautela en el aire.

El grupo cruzó el umbral sin intercambiar palabras, el frío exterior rápidamente reemplazado por la calidez de un interior más sombrío aún. Una de las figuras, la única mujer del grupo, retiró su capucha, revelando un rostro cuya belleza helada no podía ocultar el peligro que emanaba. Cabellos rubios como hilos de oro caían en cascada por sus hombros, y sus ojos grises, fríos y calculadores, recorrieron la habitación con precisión. Sus labios rojos, apenas curvados en una sonrisa controlada, no alcanzaban a suavizar la dureza de su mirada.

—Mi señora —el hombre que los había recibido hizo una ligera inclinación de cabeza, sus modales impecables reflejando un respeto que no nacía de la cortesía, sino del temor—. Es un honor que me permita su presencia esta noche.

—No estamos aquí por honor, Matteo —respondió la mujer, su voz suave pero cargada de una autoridad que desarmaba cualquier intento de resistencia—. Necesitamos discreción y resultados, no halagos vacíos.

Matteo asintió, el aire tenso entre ellos. No era un hombre fácil de intimidar, pero Olivia poseía algo que no muchos podían soportar. Su presencia, su poder, irradiaban una amenaza latente. Había una historia detrás de su nombre, una historia que todos conocían y respetaban.

—Dante siempre ha mostrado gran aprecio por su hermano. No necesita huir, no hay necesidad de un movimiento tan drástico —comentó Matteo, buscando aliviar el ambiente.

Olivia lo miró fijamente, evaluando cada palabra antes de responder. Sus ojos brillaron con una mezcla de dolor y determinación.

—Sé que Dante es leal, y que lo quiere, pero eso no cambiará el hecho de que su madre tiene el poder de manipularlo —admitió, el amargo reconocimiento de la situación cruzando su rostro—. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras su madre lo convierte en un peón. Y si él se alinea con ellos, será demasiado tarde para todos nosotros.

Matteo, aunque sabía que la mujer estaba hablando desde la experiencia, no pudo evitar fruncir el ceño ante la gravedad de la situación.

—No se preocupe, señora. Dante es joven, pero tiene la cabeza firme. No será fácil manipularlo.

Olivia dio un largo suspiro, como si el peso de sus palabras le aplastara el pecho. Miró a través de la ventana hacia las luces distantes de la ciudad, donde la vida seguía mientras ellos decidían su futuro.

—Lo sé —dijo finalmente, la voz más suave, pero con un toque de amargura—. Pero el amor de Dante por Enzo no nos garantiza nada. No puedo seguir esperando que la muerte se nos eche encima sin hacer nada. Después de todo lo que he sacrificado, ya no me queda tiempo para esperar.

Matteo asintió, comprendiendo el dolor tras esas palabras. La mujer había perdido más de lo que cualquier persona podría soportar, y no iba a permitir que su sacrificio fuera en vano.

—Deme tiempo, señora —dijo él, con una determinación que rivalizaba con la de ella—. Buscaré un lugar seguro para usted y para Enzo. Pero no puede tomar decisiones apresuradas. Podrían interpretarlo como una traición.

Olivia lo miró fijamente, una chispa de duda atravesó su mirada, pero luego su rostro se endureció, y su espalda se erguió con la firmeza de un comando.

—No voy a esconderme como una cobarde, Matteo. Eso no es lo que soy, ni lo que voy a hacer. Solo tenemos dos opciones.

Su voz era como el filo de una navaja, cortante y definitiva. Matteo sintió un escalofrío recorrer su columna, no porque tuviera miedo, sino por el respeto abrumador que le inspiraba aquella mujer.

—¿Cuáles son esas dos opciones, mi señora? —preguntó, aunque ya temía la respuesta.

Olivia esbozó una sonrisa fría, sin rastros de emoción, solo pura ambición.

—O morimos, o tomamos el control de la Ndrangheta.

El silencio que siguió a sus palabras fue ensordecedor, y Matteo no pudo evitar quedar sin habla. Olivia siempre había sido calculadora, cautelosa, pero esta noche había dado un giro radical a la conversación.

—¿Qué es lo que planea, señora? —su voz salió baja, reverente.

Olivia dio un paso hacia él, con un aire de absoluta seguridad en cada movimiento.

—Quiero hablar con el líder de la Camorra. Le tengo una oferta que no querrá rechazar.

La intensidad de su tono transmitía amenaza y promesas por igual. Matteo asintió lentamente, sintiendo el peso de las palabras. Esa noche, todo cambiaría.

Mientras Olivia se volvía a colocar la capucha, Matteo no pudo evitar sentir una mezcla de admiración y terror. La mujer no solo luchaba por sobrevivir, sino que estaba dispuesta a tomar el control del oscuro imperio que una vez la amenazó. Y no había vuelta atrás.

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