La mañana en Reggio Calabria amaneció despejada, con el sol derramando su luz dorada sobre los extensos jardines de la Villa Bellandi. Una suave brisa mecía las copas de los árboles, y el canto de los pájaros se filtraba entre los setos perfectamente podados, creando una atmósfera engañosamente tranquila. Era difícil imaginar que, en otra parte de la ciudad, el mundo de Dante Bellandi se estaba derrumbando.Pero allí, en la villa, la calma reinaba.Los Ivanov estaban instalados en la casa que Dante les había asignado, un lugar espacioso y elegante que estaba a la altura de su estatus, con todas las comodidades posibles. Nada les faltaba. Sin embargo, la hospitalidad no siempre venía con una sonrisa.Aquel desayuno se había dispuesto en el jardín, donde una mesa de hierro forjado, cubierta con un mantel de lino blanco, esperaba con una vajilla fina, frutas frescas, pan caliente y una variedad de quesos y embutidos locales. Todo parecía salido de una postal italiana.A la mesa ya estaba
La tensión en la sala era asfixiante.Dante se encontraba en la gran mesa de roble macizo de su despacho, rodeado de los líderes de los clanes aliados. El aire olía a tabaco, cuero y un leve rastro de whisky caro, pero sobre todo a peligro.Los hombres estaban inquietos, furiosos. Y con razón.Perder un cargamento de esa magnitud no era solo una cuestión de dinero, era un golpe directo a la reputación de Dante Bellandi.El primero en hablar fue Salvatore Ricci, de San Luca, su voz fue profunda y cargada de desconfianza.—¿Qué demonios está sucediendo, Dante?Dante se mantuvo impasible, apoyando los codos sobre la mesa y entrelazando los dedos con calma estudiada.—No tengo la más mínima idea.—Primero lo de Enrico y ahora esto… —comentó Giancarlo Ravetti, de Limbadi, su mandíbula tensa.Dante exhal&oacu
Ya pasaba de la medianoche y sobre la mesa de cristal descansaban dos botellas de whisky, la segunda más vacía que llena. Dante no solía beber hasta perderse en la embriaguez, pero esa noche lo necesitaba.El ardor del alcohol aún le quemaba la garganta. Su cuerpo, normalmente tenso y controlado, estaba pesado, aturdido. Por primera vez desde que asumió el liderazgo del clan, sentía que el control se le escurría entre los dedos.Mierda.Se restregó la cara con ambas manos, soltando un suspiro frustrado. Nada de lo que hacía parecía suficiente. Siempre había tenido una solución, siempre había tenido una estrategia, pero ahora… era como estar atrapado en un laberinto sin salida.Con movimientos torpes, se levantó del sillón de cuero, tambaleándose ligeramente. El alcohol hacía estragos en su equilibrio, pero no en su maldita cabeza. Sus pensamientos seguían ahí, clavándose como espinas en su piel. Dolían.Llegó hasta la cama y se dejó caer con pesadez, el colchón se hundió bajo su cuer
El rugido de los motores resonaba como un presagio en la noche calabresa, rompiendo el silencio ancestral de las montañas de Aspromonte. El eco reverberaba entre pinos centenarios y riscos afilados, como si la tierra misma anunciara la llegada de la muerte. Dentro de una vieja casa de campo, Dante Bellandi, ajustó su chaleco antibalas sobre el torso marcado por cicatrices de viejas batallas. Sus hombres, leales hasta la muerte, revisaban sus armas en un silencio ritual, donde cada clic del cargador era una oración sin dioses.—¿Cuántos bastardi tienen en el perímetro? —preguntó sin apartar la mirada de los mapas esparcidos sobre la mesa, manchados de vino y sangre seca.Fabio Moretti, su mano derecha, se inclinó hacia el mapa. Su dedo, tatuado con símbolos de la vieja guardia, se posó sobre un punto marcado en rojo.—Treinta, tal vez más. Están armados hasta los dientes. Pero sabemos que ella está ahí —dijo con voz grave, la tensión marcando cada palabra—. Los drones confirmaron movimi
Siete meses antes…El crujido casi imperceptible de la grava helada al otro lado de las ventanas era un recordatorio constante del aislamiento que ofrecía Gambarie d’Aspromonte en pleno invierno. Dentro del estrecho pasillo de la villa Bellandi, Fabio, con sus hombros angulosos envueltos en un abrigo verde olivo que había visto días mejores, respiraba con dificultad. No por el frío, sino por la carga invisible que llevaba consigo. Su mano derecha, aún temblorosa por el encuentro que estaba por enfrentar, apretaba un llavero de bronce con el emblema de la familia, tan fuerte que los bordes le cortaban la piel.Al detenerse frente a la puerta de madera maciza, los dedos de Fabio rozaron el pomo con una vacilación palpable. Cerró los ojos un momento, dejando que la opresión en su pecho se aliviara, aunque fuera solo por un segundo. No había vuelta atrás. No para él, no para el plan que apenas comenzaba a gestarse.Empujó la puerta con lentitud, cuidando que no rechinara, y el tenue respla
El salón principal de la villa Bellandi estaba bañado por la luz cálida de lámparas de araña de cristal de Murano, que lanzaban destellos dorados sobre las paredes de estuco envejecido y los suelos de mármol travertino. Las columnas de piedra, talladas con intrincados motivos renacentistas, se alzaban como silenciosos testigos del poder ancestral de la familia. El eco de las conversaciones flotaba en el aire, cargado de una tensión que ninguno de los invitados se atrevía a nombrar. Al otro lado de las puertas dobles de madera de nogal, un centenar de hombres aguardaban. Sabían lo que estaba por suceder. Él, sin embargo, no.Cada uno de los movimientos de Dante Bellandi parecía parte de un ritual heredado. Su andar era firme, calculado, como si el peso de los ojos ajenos no le importara, pero por dentro, una tormenta rugía. El eco de sus pasos en el mármol parecía marcar el compás de un destino ineludible.Fabio Mancini, la sombra fiel de su padre, se detuvo frente a él y extendió la ma
El jet privado descendió lentamente, sus turbinas emitiendo un rugido profundo que se desvaneció al tocar tierra. A través de las pequeñas ventanillas ovaladas, el paisaje era un vasto lienzo de blanco inmaculado. Montañas distantes se alzaban como sombras difusas, y los árboles, desnudos y cubiertos de escarcha, salpicaban el horizonte como figuras congeladas en el tiempo. La pista de aterrizaje, ubicada en un aeródromo privado, estaba cubierta por una fina capa de nieve recién caída, y la iluminación tenue hacía que el lugar pareciera aún más aislado, como si estuviera en el fin del mundo.Dentro del avión, el ambiente era lujoso pero sombrío. Los asientos de cuero beige relucían bajo las luces cálidas, y las superficies de madera pulida reflejaban con discreción los tonos dorados del interior. Era un espacio diseñado para el confort extremo, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula opulenta.El hombre más robusto del grupo, con una
El rugido de un motor rompió el silencio gélido de la noche. Una camioneta negra, blindada y lujosa, se detuvo frente a la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad se alzaba como una fortaleza imponente, en medio de las 50 hectáreas que componían ese reino oculto, un santuario de secretos y traiciones. Invisible a los ojos de la policía, protegido por pactos secretos y lealtades compradas, era el corazón de la Ndrangheta, la mafia italiana.Dos hombres salieron primero del vehículo, con abrigos gruesos y armas visibles, observando todo con la atención de quien sabe que cualquier sombra puede ser una amenaza. Detrás de ellos, otros dos hombres flanqueaban a una mujer que temblaba de pies a cabeza. Svetlana, con las manos atadas, apenas llevaba ropa que le protegiera del invierno feroz. Su rostro, marcado por una mezcla de miedo y confusión, giraba constantemente, tratando de entender dónde estaba y por qué.Frente a ella, una mansión que se podía describir como un castillo m