Esmeralda Salvatierra
Mi corazón estaba hecho trizas, lleno de una rabia que no sabía cómo calmar. Cada vez que intentaba buscar ayuda, cada vez que levantaba la voz pidiendo justicia para mi padre, lo único que recibía era un rechazo tras otro. La gente que había estado a nuestro lado en las buenas y en las malas ahora nos daba la espalda. Estaba convencida de que le habían tendido una trampa. Mi padre, el hombre que había dedicado toda su vida a esa empresa, que se había ganado el respeto con honestidad y trabajo duro, ahora estaba en prisión. Lo acusaban de fraude, de robarle a su socio, de desfalcar los fondos de una empresa en la que había invertido su alma y su corazón. Las pruebas que presentaban en su contra eran todas fabricadas, y cada intento de demostrar su inocencia parecía más inútil que el anterior. Además de los amigos de mi padre también los abogados m rechazaban. Cuando llegué a casa, el sonido extraño me hizo detenerme en seco. Al principio, pensé que se trataba de los sollozos de mi madrastra, Mariel. La situación de mi padre la había dejado desesperada, pero pronto me di cuenta de que los sonidos no eran de llanto. Eran gemidos. Mi corazón se aceleró, y sin pensarlo, me dejé guiar por el sonido hasta la habitación de Mariel. Abrí la puerta con cuidado, y lo que vi me dejó helada. La escena que se desplegó ante mis ojos era más devastadora de lo que jamás hubiera imaginado. Mariel estaba en la cama con un hombre, y no era cualquier hombre; era mi novio, Edward, el mismo que me había prometido amor y apoyo mientras enfrentaba la tormenta del arresto de mi padre. Mi respiración se cortó, y por un momento, me quedé paralizada, sin poder procesar la traición que tenía frente a mí. —Oh, Mariel, eres una diosa —decía Edward, su voz llena de una admiración que parecía burlarse de todo lo que había creído. —No, cariño, tú eres mejor. Ya estaba harta del viejito de Rodolfo. Necesitaba a un hombre de verdad como tú —respondió Mariel con una frialdad que helaba el aire. Luego, añadió—: Ahora debes irte. Debo fingir que soy la pobre esposa de Rodolfo Salvatierra y que estoy sufriendo al ver a ese viejo tras las rejas. Y tú debes volver con Esmeralda. Dime, ¿ella es tan buena como yo en la cama? Edward se echó a reír. —Esmeralda es una piedra. No tiene comparación contigo —dijo él con desdén, como si mi dignidad y mi amor fueran nada. Es un miserable porque ni siquiera me he acostado con él aunque me ha insistido varias veces. No pude contener la furia que me invadía. Empujada por un cóctel de ira y desesperación, irrumpí en la habitación sin más preámbulo. El jarrón con agua que encontré en la mesa se convirtió en el vehículo de mi furia. Lo levanté con manos temblorosas, pero determinadas, y lo lancé con toda la fuerza que pude reunir. El agua se desbordó en un chorro frío y violento, empapando a Edward y a Mariel. —¡Miserables! —grité, mi voz temblando con cada palabra. La rabia se filtraba en cada sílaba mientras los miraba, mi corazón palpitando con un ritmo frenético. Mariel trató de recomponerse, sus ojos reflejando una mezcla de enojo y vergüenza. Edward, con el cabello chorreando agua, apenas podía esconder su remordimiento. —¡Cómo osas! —exclamó Mariel, tratando de cubrirse con una sábana mientras se levantaba de la cama. Su intento de mantener la compostura solo la hacía parecer más ridícula. —¡Malditos traidores! —mi voz retumbaba en la habitación, cargada de rabia y desdén—. Siempre supe que tú, Mariel, solo estabas con mi padre por su dinero. Claro, con un hombre que te dobla la edad, todo tiene sentido. Y tú, Edward, eres una basura humana, un miserable. Mariel, aún envuelta en la sábana, intentó mantener la compostura, pero la verdad se reflejaba en su rostro pálido. Edward, con su expresión de arrepentimiento, no sabía dónde esconderse. —No puedes correrme, Esmeralda. Soy la legítima esposa de tu padre —dijo Mariel con un tono de desafío, intentando mantener su autoridad a pesar de la humillación.—¿Y qué dirá tu hermanita, quién me ama como a una madre? —¡Cariño, yo puedo explicarte! —dijo Edward, tratando de acercarse a mí con una mano levantada en señal de calma, pero sus intentos solo agravaban mi furia. —¡Lárguense los dos, antes de que pierda la paciencia! —grité con la voz temblando de indignación. Mi corazón palpitaba con fuerza, y mi mente estaba clara en una sola cosa: no podía seguir soportando esta traición. No había espacio para más palabras, solo para una demanda clara y contundente. Ambos comenzaron a vestirse apresuradamente, sus movimientos torpes reflejaban la desesperación. Los miré con una mezcla de repulsión, esperando que se fueran de una vez por todas, para que el eco de sus mentiras y traiciones se desvaneciera con su partida. Al bajar las escaleras, me di cuenta de que Perla estaba allí, sentada en un rincón con su rostro surcado por la preocupación. Mi corazón se hundió al ver su expresión, y me acerqué a ella con una urgencia desesperada. La abracé con fuerza, buscando consolarla, pero también encontrar consuelo en su abrazo. Perla era la que más había sufrido cuando mamá murió y papá cayó en el alcoholismo hace tantos años. Apenas recordaba a mamá, pues era muy pequeña cuando ella se fue. Había nacido ciega y los doctores explicarle que era muy complicado que vuelva a ver. Mi madre se suicido cuando yo a penas tenía diez años y Perla tres años. Hace más de trece años. De un día para otro ella entro en depresión y acabo con su vida. Jamás nadie nos explico el motivo. Tras la muerte de mi madre mi padre cayó en una terrible y pocos años después conoció a la infeliz de Mariel. Desde que la conocí intuí que ocultaba algo. —¿Qué pasa? ¿Ya vino papá? —su voz temblaba con una mezcla de esperanza y miedo. —Tranquila, hermanita —le respondí, abrazándola con más fuerza, intentando darle un poco de calma y seguridad en medio de este caos. Su cuerpo temblaba entre mis brazos, y pude sentir el peso de su desesperanza. —Quiero que papá regrese, Esme. Promete que lo traerás de vuelta. Promete que él no se irá como mamá. Sus palabras eran un ruego que resonaba en mi corazón. Miré a Perla, sus ojos llenos de una esperanza frágil que me rompía el alma. —Lo prometo, Perla —le dije, con una voz firme a pesar de mi propio dolor—. Haré lo que sea necesario para que papá regrese. No voy a permitir que se vaya como mamá. Haré todo lo que esté en mis manos para traerlo de vuelta a casa. Perla asintió, sus lágrimas se mezclaban con la esperanza en sus ojos. Sabía que no podía fallarle. Ella necesitaba creer en mí, y yo debía ser la fuerza que ella necesitaba en medio de esta tormenta.Decidí optar por un vestido corto de tono rojo: moderno, pero con un toque de elegancia. La elección era estratégica; necesitaba proyectar una imagen de confianza y determinación mientras me dirigía al restaurante donde me reuniría con el señor Edmundo Del Valle. Era un hombre millonario y temido, con grandes influencias en el mundo empresarial, conocido por su siniestra arrogancia. Sabía que él se hospedaria en ese hotel y posiblemente bajaría a a cenar allí, era mi única oportunidad porque él no deseaba verme. Me dirigí a una mesa reservada y esperé con una mezcla de impaciencia y ansiedad. Los minutos pasaban lentamente hasta que finalmente alguien llegó. Sin embargo, no era Edmundo, sino Alessandro, su hijo mayor. Alessandro apareció con una presencia dominante y una actitud de desdén que me resultaba familiar. Su cabello oscuro y su mirada azul intensa emanaban una aura siniestra.Recordé esos días de nuestra infancia, cuando me sentía tontamente enamorada de él, pero cuando cr
Al día siguiente, me desperté temprano. La noche había sido larga y llena de pensamientos angustiantes, pero sabía que no podía permitirme rendirme. La imagen de Alessandro y su actitud despiadada seguía presente en mi mente, pero también lo estaba el dolor que sentía por mi padre y por lo que estaba en juego. Me preparé con rapidez, eligiendo un conjunto sencillo pero profesional. No podía permitirme perder tiempo; cada minuto contaba en esta situación crítica. Mientras me vestía, trataba de aclarar mi mente y enfocarme en las posibles soluciones. Había que encontrar una manera de enfrentar el desafío que Alessandro representaba y, al mismo tiempo, salvar a mi padre y a nuestra empresa. Cuando bajé a desayunar, Perla ya estaba sentada a la mesa, comiendo con calma. La imagen de su rostro sereno contrastaba con la tormenta de emociones que sentía por dentro. Me acerqué y me senté a su lado, intentando enfocar mi mente en algo positivo. Además de mi hermana, me di cuenta de que la
Cuando llegué a la clínica con Perla, la urgencia de la situación me mantenía en un estado de pánico constante. La rapidez con la que la atendieron me dio algo de alivio, pero el peso de la preocupación seguía oprimiéndome. Me senté en la sala de espera, mis lágrimas fluyendo sin cesar, mientras observaba a los médicos y enfermeras moverse con eficiencia para cuidar de mi hermana. El mundo parecía haberse desmoronado a mi alrededor. Las cuentas de la familia estaban congeladas, no tenía acceso a nuestros fondos, y me sentía completamente sola. No había amigos a quienes recurrir, y las personas que alguna vez habrían estado dispuestas a ayudarme se habían alejado, ya sea por miedo o por desinterés. Miré el reloj, sintiendo cada minuto como una eternidad. Perla apenas tenía dieciséis años, y el hecho de que estuviera enferma en medio de toda esta crisis me hizo sentir aún más desesperada. No podía evitar preguntarme cómo había llegado a este punto. La angustia de no poder proporciona
Me encontraba al lado de Perla, quien descansaba en la cama mientras me preparaba para el evento. Mi vestido blanco caía elegantemente sobre mi cuerpo, un contraste inesperado con la tensión y la tristeza que sentía por dentro. Alessandro había sido sorprendentemente amable en todo esto. Nos había ofrecido alojamiento en su mansión y contratado a una enfermera experimentada para cuidar de Perla y ayudarla a adaptarse a su nueva situación. —Seguramente te ves hermosa —me dijo mi hermana con una sonrisa, sus ojos llenos de admiración a pesar de su debilidad. —Muchas gracias, cariño —respondí, tratando de sonreír en medio de la presión y el dolor. Una vez lista, bajé las escaleras con el vestido y el peinado en su lugar. La mansión, ahora parecía más fría y distante, contrastando con la calidez que alguna vez había conocido. Al llegar a la ceremonia, me encontré con un grupo de personas que no conocía, pero mi atención se centró en Alessandro y el juez al lado del altar. Alessandr
Ya Perla estaba tranquila en su habitación, durmiendo plácidamente mientras la enfermera se mantenía a su lado, vigilándola con atención. Yo, en cambio, estaba en la habitación de huéspedes que había solicitado a los sirvientes, decidida a evitar cualquier contacto con ese miserable. Me estaba quitando el vestido, cuando de repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe. Alessandro entró tambaleándose, claramente embriagado. Su andar errático y su aliento a alcohol eran evidentes, lo que me hizo sentir un escalofrío de incomodidad. —¿Qué haces aquí? Vete a tu habitación, miserable —le lancé con desdén, intentando mantener la calma a pesar de la furia que sentía. —Eres mi esposa y debes dormir conmigo —dijo, su tono cargado de arrogancia. Unió sus labios a los míos, besándome a la fuerza. Su aliento a alcohol era nauseabundo y me mareaba, pero la intensidad de su beso me dejaba paralizada. Intenté resistirme, pero sus labios estaban implacables Sus manos se deslizaron co
Estaba segura de que Mariel era la responsable del encarcelamiento de mi padre. Sin embargo, sabía que ella era demasiado inútil para trabajar sola; debía tener un cómplice, y ese seguramente era Edward. Por eso me dirigí a la oficina a verlo. Ese miserable no solo era mi novio; él también trabajaba en el departamento de finanzas. Entré a la oficina y lo encontré sentado en su escritorio, con una expresión de sorpresa en su rostro al verme. — La recién casada me visita, qué honor —dijo, con una sonrisa cínica que no logró ocultar el desprecio. — No seas cínico, Edward. Sé perfectamente que tú estuviste involucrado con el desfalco —respondí, con firmeza y sin ocultar mi enojo. Él arqueó una ceja, aparentemente divertido por mi acusación. — Primero me eres infiel y ahora me acusas de fraude sin evidencia. Ya no pareces la misma mojigata de siempre —dijo, con un tono de desdén. — Irás a la cárcel si no colaboras conmigo. Sé que Mariel y tú planearon todo esto para apoderarse d
La cena estaba cargada de tensión cuando el señor Edmundo, a pesar de su formalidad, intentaba mantener una conversación agradable. Su esposa, la señora Catalina, no ocultaba su desdén hacia mí. La velada tomó un giro incómodo cuando ella lanzó un comentario hiriente. El odio de Catalina no era de ahora. Ella siempre me había odiado. —Alex, se suponía que te casarías con Estefanía, una mujer de nuestra posición —se quejaba la señora Catalina con una frialdad cortante—. ¿Qué hizo esta muchacha para embaucarte? No me digas que cometiste la sandez de embarazarla. Mi corazón latía rápido ante el reproche. Decidida a no quedarme callada, le respondí con firmeza: —Yo no soy ninguna cualquiera, señora. Alessandro se puso de pie, visiblemente molesto. Su voz era dura y decidida. —Lo que yo haga es mi asunto, mamá. Esmeralda y yo estamos casados, y tienen que aceptarlo —dijo con hostilidad—. No voy a seguir escuchando estas acusaciones. La señora Catalina se quedó en silencio, sor
Me aparté de Alessandro con un tirón, tratando de despejar mi mente. Me dirigí al vino con ansias, necesitaba el valor líquido para soportar su presencia sin lanzarle a la cara todo lo que pensaba de él. No tolero a este hombre y la forma en que se atrevió a golpear a Andrés, mi mejor amigo, me revolvía por dentro. Mientras todos estaban distraídos en la fiesta, subí rápidamente hacia mi habitación. Quería descansar un momento; además, mis tacones se estaban convirtiendo en una tortura. —La fiesta es abajo —dijo Alessandro, entrando en mi habitación sin pedir permiso. Su rostro no mostraba ni una pizca de felicidad. —Estoy cansada y no tengo ganas de fingir con tus invitados. Déjame descansar —respondí, tratando de mantener la calma. —¡Tú no te mandas sola! Si no bajas, me encargaré de tu amiguito —su tono era amenazante. Me levanté furiosa de la cama y me acerqué a él, la rabia invadiéndome. —Toca a Andrés y te asesinaré, imbécil —dije con firmeza. —¿Prefieres que te toq