CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 2

Roxanne Meyers

Ahogada en el sufrimiento, salí corriendo por los pasillos de la compañía, incapaz de pronunciar palabra. El dolor que me atravesaba era indescriptible, como si me desgarraran por dentro. No podía asimilar lo que mi amado esposo me había hecho. Andrew, el hombre que había sido mi todo, mi vida entera, me había traicionado. Pero no, no dejaría que mi matrimonio se acabara así.

Al llegar a casa, me derrumbé sobre nuestra cama, hundiendo el rostro en su almohada, todavía impregnada con su aroma. El olor familiar me envolvió, y el llanto comenzó a brotar de lo más profundo de mi ser. Lloré hasta perder la noción del tiempo, hasta que el agotamiento me venció y me sumergió en un sueño oscuro y doloroso.

Horas después, cuando la noche ya había caído, me desperté con los ojos hinchados y la cabeza pesada, como si el llanto hubiese dejado una resaca imborrable. Me levanté con lentitud, tambaleante, y fui hacia las escaleras con una débil esperanza de que Andrew ya hubiera llegado. Y efectivamente, él estaba en casa… pero no estaba solo.

No podía creer lo que escuchaba.

—Andrew, ¿qué vas a hacer entonces? —preguntó ella, con voz nerviosa.

—Ya te lo dije —respondió mi esposo, con tono cansado—, debo pagarle esa m*****a deuda o ese imbécil va a matarme.

Me quedé congelada al escuchar esas palabras, incapaz de moverme.

—¿Cómo vas a pagarla? Si tienes la compañía en ruinas, todo el dinero lo perdiste. ¡Eres un completo  idiota Andrew! —Samara se cruzó de brazos y sacudió la cabeza en negación.

Mi mente daba vueltas, me sentía extraña porque no reconocía a mi marido ¿Qué más me estaba ocultando Andrew? Cuando Samara dijo eso, un duro nudo se atravesó en mi garganta ¿acaso hablaban de mi compañía?

—¡Cállate! —gruñó Andrew, furioso—. Y apúrate a buscar la m*****a caja fuerte de Roxanne. Ahí guarda las escrituras de esta casa y todo nuestro patrimonio. Si no le pago al imbécil de Salvatore antes de medianoche, me va a matar.

—Eres un completo idiota —replicó Samara, con un tono de desprecio—. ¿Cómo se te ocurre hacer un trato con un mafioso?

Me llevé las manos a la boca, sintiendo que el aire me faltaba. Cada palabra que salía de los labios de mi esposo era una nueva puñalada. No solo me estaba traicionando, ¡me estaba robando! Y para colmo, tenía deudas con un mafioso. El horror de la verdad me golpeaba sin piedad. En mi desesperación por escapar de esa escena asfixiante, tropecé con una mesa decorativa. El jarrón que estaba sobre ella cayó al suelo, rompiéndose con un estruendo que llenó la sala. Andrew y Samara se giraron bruscamente hacia mí.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras me daba cuenta de que ya no podía retroceder. Inspiré profundamente, tratando de mantener la compostura, y bajé lentamente las escaleras, pero solamente unos pocos escalones.

—¡Malditos desgraciados! —grité, con la voz rota por la ira y el dolor—. ¿Cómo se atreven? ¿Realmente pensaron que nunca los descubriría?

Andrew me miró, sorprendido, con esa máscara de falsa inocencia que siempre había usado tan bien. Comenzó a subir las escaleras hacia mí, con una tranquilidad perturbadora, como si todo fuera un malentendido.

—Mi amor, llegaste temprano. Samara ha venido a casa a verte. ¿Cómo te fue en el doctor?

Andrew era un verdadero actor, un falso y traidor.

—¿A ti qué te importa? —le respondí, con la voz temblorosa—. ¿Cuánto tiempo llevas engañándome con Samara? Dímelo, ¿cuándo pensabas decirme que ya no me amabas?

Andrew rodó los ojos, y levantó sus manos.

—¿Engañarte? Estás equivocada, mi amor. ¿Acaso estás enferma? —sus palabras eran como cuchillas afiladas, cada una de ellas diseñada para cortarme, para dejarme completamente indefensa ante su crueldad.

Miré a Samara, y vi cómo apenas podía contener la burla que luchaba por salir. Se tapó la boca con una mano y soltó un leve resoplido, disfrutando de mi dolor.

—Pues sí, aunque te duela, querida prima. —Su voz era venenosa—. He estado saliendo con tu esposo desde hace un año, porque tú no lo haces sentir un verdadero hombre.

Su confesión, aunque ya lo sabía, me atravesó como un puñal. Comencé a bajar un par de escalones más mientras Samara subía, acortando la distancia entre nosotras. La miré directo a los ojos, desafiándola, y sacudí la cabeza con incredulidad.

—A ti, que te lo di todo. Que te ayudé cuando más lo necesitabas... ¿así me pagas, Samara? Con una traición. No lo puedo creer. ¿Qué va a pensar tu madre?

—Pues que soy mejor que tú, ¡estúpida! —espetó Samara con desprecio. En un movimiento repentino, me agarró del cabello con fuerza, tirando sin piedad.

El dolor me recorrió el cuero cabelludo, pero no me quedé quieta. Con la misma furia, la agarré también del cabello, y ambas comenzamos a pelear allí, en las escaleras. Andrew nos miraba desde  unos escalones más abajo, indiferente, apenas moviendo la cabeza como si estuviera disfrutando el espectáculo, como si internamente estuviera apostando quién saldría victoriosa.

—¡Suéltame, idiota! —grité mientras tiraba con fuerza de su cabello, pero Samara no aflojaba, aferrada a mí con la misma rabia. Parecíamos dos animales salvajes, golpeándonos, arañándonos con furia, en un grotesco enfrentamiento alimentado por el dolor, la traición y el odio.

—¡Andrew, ayúdame! —gritó Samara en medio de la pelea, justo cuando logré morderle la mano con toda mi fuerza. Andrew, en su patética indiferencia, decidió intervenir. Me agarró con brusquedad del brazo, torciéndolo con tal fuerza que mi pie se dobló en el esfuerzo, haciéndome soltar un grito de dolor.

Pero, a pesar de todo, lo que más me hería era su mirada: vacía, desprovista de cualquier emoción, como si nada de esto le importara realmente.

—Imbécil, ¿estás de parte de tu amante? Entonces vete con ella. Esta es mi casa; ¡lárguense los dos! —señalé la puerta con furia, mientras mi prima se arreglaba el cabello despreocupadamente, y él, simplemente me miraba con asombro.

—¿Tu casa? Estás completamente loca, querida. Esta no es tu casa; aquí no eres nadie.

Sus palabras me golpearon como un martillo. Todo a mis pies se desvaneció, y no lograba comprender lo que estaba diciendo. Y él prosiguió con su descaro.

—Sí, tu casa está embargada, al igual que tu compañía y todo lo nuestro.

—No, ¿de qué hablas? ¿Qué hiciste, Andrew? —le grité, comenzando a golpear su pecho en un intento desesperado por hacerle sentir el dolor que me causaba, pero lo único que conseguía era lastimar mis propias manos. Él no se inmutaba, su rostro permanecía impasible.

Las lágrimas brotaron de mis ojos, ahogadas en una profunda desilusión. Estaba esperando a un hijo tan deseado en el marco de nuestro matrimonio, pero ahora, al quedarme sin nada, no sabía qué iba a hacer con esa vida que crecía dentro de mí. Caí sentada sobre el escalón, incapaz de seguir de pie, y acaricié mi vientre con ternura y desesperación.

—¿Por qué ahora, cuando precisamente estoy embarazada? —pregunté, mientras mi voz temblaba de angustia.

—¿Qué? —respondió, sorprendido, como si la idea de que pudiera estar embarazada nunca hubiera cruzado por su mente, como si mi estado fuera solo una carga en medio de su traición.

Con manos temblorosas, saqué la imagen de la ecografía de mi bolsillo y se la lancé a los pies. Andrew la recogió y, al darse cuenta de que llevaba una vida dentro de mí, sus ojos se llenaron de ira.

—Entonces, ¿es cierto que la fecundación in vitro hizo efecto? —preguntó frustrado

—¡Sí! —respondí entre sollozos, consciente de que, en el fondo, él no quería a este hijo. —vas a ser padre—solté

—Claro que no, estúpida. Ese hijo no es mío; es de un donante.

—Pero tú fuiste quien propuso la fecundación in-vitro, no yo. Ahora, ¿qué voy a hacer? —me lamenté. Mientras tanto, mi prima, sorprendida por la noticia del embarazo, subió los escalones hasta llegar a mi lado.

—¿Qué vas a hacer? —resopló con ironía —¡Pues nada! No harás nada, porque no voy a permitir que nazca ese mocoso. —En ese instante, sentí cómo sus manos me empujaron, haciéndome caer por las escaleras. No pude evitarlo; mis piernas se enredaron en los escalones, y comencé a rodar, golpeando mi cabeza con cada peldaño. El dolor era insoportable, abrumador.

¿Sería ese mi final? No lo sabía, pero el tormento físico y mental que experimentaba estaba destrozando mi corazón. Aunque sabía que no podían notarlo, yo los escuchaba, cada una de sus crueles palabras.

—¿La mataste? —preguntó Andrew

—La matamos, querrás decir —replicó mi prima, su tono frío y despectivo. —¿Dónde están las cámaras de seguridad de la mansión? —preguntó con una indiferencia escalofriante. Mi cuerpo, sumido en el dolor, parecía un lastre, pero mis oídos permanecían alertas.

—En el sótano. Tenemos que movernos; de lo contrario, ese maldito de Salvatore nos acabará —respondió Andrew, su voz temblaba con un temor que me heló la sangre.

Un escalofrío recorrió mi espalda al darme cuenta de que no solo estaba tirada en el suelo, completamente inmóvil, sino que también me dejaban a merced de un desconocido, de un mafioso. Una lágrima se deslizó por la comisura de mis ojos, y en ese momento, la oscura realidad me golpeó: aunque era mejor morir en ese momento, debía ser fuerte para mi bebé, pero el dolor me invadió, y perdí completamente la conciencia.

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