CAPÍTULO 5

—Me llamo Salvatore Gianluca —le dije en un tono bajo, intentando crear algún vínculo—. Fui quien te encontró el día de tu accidente.

Apenas reaccionó. Solo se limpió la nariz, apartando su mano de la mía con un gesto que sentí como rechazo. Un minuto después, su voz, frágil y rota, susurró:

—¿Por qué no me dejaste morir? No tengo ninguna razón para seguir viva, y… no fue un accidente, intentaron asesinarme.

Su confesión me golpeó como un puñetazo al estómago. Le había salvado la vida, y lo que ella deseaba era lo contrario. No tenía sentido, sin embargo, una ola de ira me invadió. ¿Cómo podían haber atentado contra ella? especialmente conociendo su estado

—Lo siento mucho, Roxanne —respondí con cuidado, buscando las palabras adecuadas antes de decir lo realmente importante—. No sé exactamente qué ocurrió ese día, pero hice lo que tenía que hacer: llevarte al hospital. Mi deber es cuidarte.

—¿Y quién es usted, acaso? No tiene ningún deber conmigo. No lo conozco —me espetó con frialdad—. Aunque… su rostro se me hace familiar…

Sonreí, casi con sorna. Era cierto, no tenía ni idea de quién era yo, y en el fondo me complacía tener la oportunidad de decírselo finalmente.

—Bueno, fui a tu casa porque el perro de tu esposo me debe mucho dinero —le expliqué, sin prisas—. Quise cobrarle, pero él ya no estaba. Y en lugar de él, te encontré a ti, tirada en un charco de sangre… así que te traje conmigo.

Vi cómo su rostro palidecía al procesar mis palabras. Giró lentamente la cabeza para mirarme, y su expresión se volvió gélida.

—¿Y qué pretendía con eso? —preguntó con sarcasmo.

No pude contenerme. La verdad, por cruda que fuera, siempre había sido mi aliada. No me gustaba disfrazar la realidad.

—Bueno —admití sin rodeos—, pensé en pagarme contigo la deuda.

Su reacción fue inmediata. Una carcajada amarga escapó de sus labios, dura y vacía, como si sus emociones la desgarraran por dentro.

—¿De verdad crees que, al salvarme, mi esposo va a correr a mis brazos? A pagar su deuda ¡ja! —dijo, cargada de amargura—. Te lo aseguro: por él, bien podrías haberme dejado morir. Porque no le importo en lo absoluto.

Su confesión fue un golpe directo. Sabía que tenía razón. Ya había descubierto todo lo que necesitaba saber sobre su historia. Su esposo era un traidor despreciable que la había dejado por su propia prima. A pesar de todo, tenía que pensar rápido. No podía permitir que se me escapara así. No ahora… no ahora que ella tenía algo muy importante para mí.

La suavidad ya no era una opción.

—No me importa lo que digas —le respondí, acercándome más, con la voz cargada de firmeza—. Estás aquí, y debes pagarme la deuda del imbécil de Thompson.

Roxanne sacudió la cabeza con incredulidad, apretando los puños con frustración.

Me acerque un poco más a ella y cuando lo hice, me miró fijamente, y sus ojos se clavaron en los míos como si, de repente me reconociera.

—Sus ojos… usted es… usted es el hombre de la clínica de fertilidad —resopló, confundida—. ¿Y cómo pretendes que te pague esa deuda? —soltó con desdén—. Si no tengo ni dónde caerme muerta. Mi marido se llevó todo, mi empresa está en quiebra, no tengo un solo centavo. Puede matarme si quiere.

Una chispa se encendió en mis ojos ante su desafío. Esta era mi oportunidad, la clave de mis intenciones. Quería un hijo, y su vientre era la promesa de esa deuda, aunque ella aún no lo supiera. Su esposo lo había vendido todo, incluso su alma. Pero cuanto más tiempo pasaba cerca de Roxanne, más crecía esa obsesión. No podía apartarme de su lado; la necesitaba cerca, asegurándome de ser yo quien cuidara de ese pequeño: mi descendencia.

—Tengo una propuesta para ti —dije, cruzando una pierna y mirándola fijamente. A pesar de todo lo que estaba ocurriendo, no podía ignorar su belleza. Roxanne, en medio de su vulnerabilidad, irradiaba algo que me atraía, algo que no podía controlar.

Ella inhaló profundamente, manteniendo una compostura que casi admiré. Y con un toque de ironía en su voz, me preguntó:

—¿Y cuál es su propuesta?

La mirada que me lanzó era desafiante, pero detrás de esa fachada de indiferencia, podía sentir su incertidumbre. Sabía que lo que estaba por decir cambiaría todo.

—Debes pagarme la deuda

—¡Eso lo se! —espetó furiosa —pero, la pregunta es ¿Cómo puedo pagarla?

Encogí los hombros, complacido por la casualidad, y la miré con una sonrisita socarrona.

—Ya me estás pagando—mire su vientre, y ella, con sorpresa se llevó las manos en esa dirección, su rostro palideció, y me miró fijamente

—No entiendo absolutamente nada—respondió confundida mientras protegía su vientre con las manos.

—Ese hijo que estás esperando, es mío, y yo lo quiero para mi —respondí con firmeza, sonriendo friamente.

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