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C2: Bienvenido a tu jaula.

Los antiguos hablaban de un lobo nacido bajo el aliento de la luna. Un ser distinto a todos los demás, con un propósito que lo trascendía: proteger a su especie y restaurar el equilibrio de la tierra.

No era solo una bestia de colmillos afilados y fuerza sobrenatural. Era la encarnación de la voluntad de la naturaleza, un espíritu ligado a los bosques y montañas, al río y al viento. Su sangre no era solo lobuna, sino un eco de los dioses primordiales, aquellos que crearon el mundo antes de que la humanidad lo reclamara.

Sin embargo, los humanos nunca comprendieron.

Hubo un tiempo en que los lobos y los humanos compartieron el mundo sin necesidad de violencia. Los bosques eran vastos, los ríos corrían libres y el equilibrio se mantenía. Los lobos no eran simplemente depredadores: eran los guardianes de la vida misma.

Pero los humanos olvidaron su lugar. Se expandieron sin medida, talaron los bosques, secaron los ríos, mataron más de lo necesario. El equilibrio se rompió.

Cuando los lobos intentaron detenerlos, los humanos sintieron rabia. Y la rabia los llevó a la guerra.

Los humanos no sabían la verdad. No sabían que los lobos podían adoptar forma humana y caminar entre ellos sin ser detectados. Solo los veían como bestias salvajes que amenazaban su dominio. Y en su afán por protegerse, buscaron erradicarlos.

El Alfa Eterno se alzó para proteger a su gente. Durante siglos, luchó en cada batalla, resurgiendo cada vez que su especie era empujada al borde de la extinción. Nunca envejecía. Nunca moría.

Por eso los humanos comenzaron a temerle más que a ningún otro ser.

Los humanos sabían que un lobo normal era peligroso. Pero un lobo inmortal, un Alfa que había sobrevivido a siglos de guerra y persecución, era un desafío imposible… a menos que se usaran la estrategia adecuada.

Al principio, no creían en la leyenda del Alfa eterno, pero cuando intentaron matarlo, no pudieron. Se regeneró, una y otra vez, protegiendo a los suyos.

Tenían que atraparlo, tenían que hallar una manera. Por lo tanto, su persecución no fue una cacería común. No bastaban los fusiles, las trampas o las redes convencionales. Necesitaban algo diseñado específicamente para una criatura como él.

Los científicos y militares pasaron años recopilando información sobre su paradero, basándose en leyendas, avistamientos esporádicos y testimonios de los pocos que habían logrado verlo y sobrevivir para contarlo. Sabían que no podían enfrentarlo directamente. No tenía poderes mágicos, pero su velocidad, su fuerza y su regeneración lo convertían en un enemigo imbatible en combate cuerpo a cuerpo.

Así que idearon una trampa. No una que lo matara, sino que lo debilitara lo suficiente para capturarlo.

En lo más profundo del bosque, los humanos usaron un cebo irresistible: sangre de su propia especie.

Sabían que el Alfa eterno jamás ignoraría la presencia de otro lobo herido. Utilizando la sangre de un lobo que habían capturado, lograron atraer al inmortal hasta el lugar en donde lo esperaban.

Todo estaba cuidadosamente preparado. El suelo había sido rociado con un veneno especial, diseñado con compuestos extraídos de la misma biología lobuna, que no lo mataría, pero sí ralentizaría su capacidad de regeneración.

En cuanto el lobo dorado entró en la zona, los explosivos se activaron. No eran simples bombas, sino cargas sónicas diseñadas para aturdir sus sentidos hipersensibles. El rugido ensordecedor hizo que el lobo cayera sobre sus patas, aturdido.

Aun así, peleó.

A pesar del veneno debilitándolo, a pesar del sonido que destrozaba sus oídos, se lanzó contra sus atacantes con la furia de un dios caído.

Uno. Dos. Tres soldados fueron destrozados en segundos. Pero ellos estaban preparados.

Las redes se dispararon desde las sombras. No eran redes comunes, sino hechas de una aleación reforzada con plata y un compuesto que quemaba su piel con el contacto. Aunque no podía morir, la agonía era real.

Luchó con todas sus fuerzas, tratando de desgarrar la malla con sus garras, pero cada corte que esa red le provocaba se regeneraba más lento que el anterior.

Entonces, llegó el golpe final.

Una jeringa, tan grande como un puñal, fue clavada en su cuello. Dentro contenía un sedante experimental, una mezcla de neurotoxinas modificadas específicamente para su fisiología. Su mente comenzó a nublarse. Sus extremidades se sintieron pesadas.

Su visión se tornó borrosa mientras caía al suelo, jadeante.

Lo último que vio antes de perder el conocimiento fueron los ojos fríos de un soldado humano que lideró la emboscada.

—Bienvenido a tu jaula, bestia.

Y así, el lobo eterno fue capturado. No por la fuerza, sino por la astucia. No porque fuera débil, sino porque los humanos lo habían estudiado hasta encontrar su única vulnerabilidad: la misericordia.

Lo arrastraron, lo encadenaron, lo llevaron a las profundidades del Laboratorio Delta-7.

Y allí comenzó su verdadera tortura.

Los humanos sabían que no podían matarlo. Así que decidieron hacer algo peor.

Lo convirtieron en su conejillo de indias.

Día tras día, probaban sobre él las armas más destructivas jamás creadas. Armas de fuego, explosivos, toxinas diseñadas para desgarrar la carne y romper los huesos. Cada vez que su cuerpo se regeneraba, lo destruían de nuevo. No querían solo estudiarlo. Querían crear la forma definitiva de erradicar a su especie.

El Alfa Eterno, la criatura destinada a salvar a los suyos, ahora era la herramienta más valiosa para aprender cómo destruirlos por completo.

Los lobos que aún quedaban en el mundo lobuno sabían lo que le había sucedido. Muchos quisieron ir al mundo humano a rescatarlo. Pero el Laboratorio Delta-7 no era una fortaleza común. Era una jaula construida específicamente para contener a cualquier criatura que fuese encerrada allí.

El lugar estaba enterrado bajo toneladas de concreto y acero. Vigilado por soldados, protegido por tecnología humana. Los lobos eran poderosos, pero no lo suficiente como para enfrentarse a todo un ejército.

Y así, los meses pasaron.

El Alfa Eterno seguía atrapado en su infierno personal. La criatura que nunca pudo morir estaba destinada a vivir su peor agonía una y otra vez.

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