C3: Ella no es normal.

Desde que tenía memoria, Somali nunca encajó.

No era solo una sensación pasajera, un malestar común de la infancia o la adolescencia. Era una certeza. Desde que era niña, había sentido que su existencia se desarrollaba en una frecuencia diferente a la de los demás. Sus sentidos eran demasiado agudos, su instinto demasiado fuerte, su percepción del mundo demasiado intensa.

Los sonidos eran más nítidos para ella, los olores más penetrantes, las luces más cegadoras. Podía escuchar conversaciones en susurros al otro lado de la habitación, distinguir ingredientes en una comida con solo olerla, notar cambios imperceptibles en el comportamiento de la gente.

Pero eso solo la volvió extraña ante los ojos de los demás.

"Qué rara es."

"¿Cómo lo escuchó si no lo dije tan fuerte?"

"Ella no es normal."

Creció aislada, observando más que participando, escuchando más que hablando. Aprendió a fingir, a modular sus reacciones, a pretender que era como los demás. Pero en su interior, siempre supo que no pertenecía.

El único lugar donde encontró sentido fue en la ciencia. Si no podía entenderse a sí misma, al menos podía comprender la lógica del mundo que la rodeaba.

Por eso, cuando la oportunidad de trabajar en Delta-7 surgió, la tomó. No fue fácil. El laboratorio era un lugar de acceso restringido, reservado solo para las mentes más brillantes y las voluntades más implacables. Somali era ambas cosas.

Y así, después de años de esfuerzo, entró.

Pero nunca imaginó lo que encontraría dentro.

Pudo sobrellevarlo bien los primeros años, pero desde el primer día en que vio al Sujeto Alfa, sintió algo extraño en su interior. No era simple curiosidad científica ni el horror común de ver a un ser vivo encerrado. Era familiaridad.

Nunca había entrado a su habitación, nunca había estado lo suficientemente cerca para tocarlo, pero lo observaba desde detrás del vidrio reforzado del área de contención. Miraba, estudiaba… y sentía.

Sentía que lo conocía.

No podía explicarlo, pero cada vez que lo veía atado, cuando escuchaba sus gruñidos o veía sus heridas cerrarse solo para ser abiertas de nuevo… algo en su pecho se encogía de una manera que no podía ignorar, como si estuviera presenciando la tortura de alguien cercano. Alguien que alguna vez fue parte de ella.

La tortura en el laboratorio no era una simple serie de pruebas. Era una masacre repetida.

El Sujeto Alfa estaba expuesto a todas las armas imaginables, porque su cuerpo era el experimento definitivo.

Bombas. Lo encerraban en una cámara blindada, activaban explosivos de diferente potencia y luego entraban a ver qué tanto había resistido. A veces quedaba reducido a cenizas, pero siempre regresaba.

Descargas eléctricas. Querían saber si su regeneración se detenía con daño neurológico. Lo electrocutaban hasta que su cuerpo convulsionaba, pero su corazón jamás se detenía por completo.

Mutilaciones. Le cortaban extremidades. Patas, cola, orejas, lengua. Solo para ver cuánto tardaban en regenerarse. Algunas veces lo dejaban en ese estado por horas, solo por curiosidad mórbida.

Armas de fuego. Cada tipo de bala había sido probada en él. Desde plomo hasta tungsteno, desde venenos hasta balas diseñadas para fragmentarse dentro del cuerpo.

Fuego. Lo habían quemado vivo. Más de una vez.

Pero lo peor, lo más aterrador, era la indiferencia con la que se realizaban esas pruebas.

Para la mayoría de los científicos y soldados en Delta-7, él no era un ser vivo. Solo era un recurso. Un recurso valioso.

Somali no debía involucrarse. No debía sentir nada. Pero cuando lo veía allí, cubierto de sangre y cicatrices, con su respiración pesada y sus ojos dorados ardiendo en llamas, sentía un dolor en el pecho que no podía hacer caso omiso.

*****

Somali y el resto del personal vivían allí, a excepción de los altos mandos que no frecuentaban mucho aquel lugar. No existía la opción de entrar y salir con libertad. Era un mundo cerrado, un lugar hermético donde el sol era solo un recuerdo y la realidad se reducía a pasillos fríos, luces blancas artificiales y el zumbido interminable de las máquinas monitoreando cada experimento.

Y cierta noche, Somali no podía dormir.

Cada vez que cerraba los ojos, veía la imagen del Sujeto Alfa destrozado en la cámara de pruebas. Su carne desgarrada, el olor a sangre en el aire, sus ojos dorados ardiendo con un odio imposible de extinguir, era difícil de olvidar.

Después de horas dando vueltas en la cama y sintiendo que su mente se ahogaba en pensamientos oscuros, se levantó.

Sin saber por qué, sin siquiera decidirlo conscientemente, sus pies la llevaron a aquella habitación.

El pasillo estaba en penumbras, silencioso, excepto por el sonido lejano de la ventilación y el eco de sus propios pasos sobre el suelo pulido.

A esa hora no había pruebas, no había científicos tomando notas ni nadie supervisando. Solo el vidrio reforzado que separaba a la bestia de sus carceleros.

Cuando llegó a la zona de observación, su mirada se dirigió instintivamente a la habitación del Sujeto Alfa.

Y entonces lo vio.

No al lobo. No a la criatura encadenada que había visto ser torturada durante meses.

Sino a un hombre. Un hombre de cabello dorado.

Su cuerpo estaba parcialmente cubierto por las sombras, tendido sobre el suelo frío, con una gruesa cadena alrededor de su cuello. No podía ser real.

El corazón de Somali se desbocó. Sus manos se aferraron al vidrio. Su mente gritaba que esto no tenía sentido.

El Sujeto Alfa era un lobo, no un hombre. Pero ahí estaba. Respirando.

Somali sintió que su piel se erizaba con una sensación que no podía describir. Terror. Fascinación. Confusión.

No debería estar viendo esto. No debería siquiera considerar lo que su cerebro le decía, pero su cuerpo se movió antes de que pudiera detenerse. Entonces, colocó el código de la puerta y la abrió.

Luego, avanzó con pasos vacilantes, sintiendo el aire helado del cuarto envolverla. Por otro lado, el hombre no se movió.

Parecía dormido, o tal vez inconsciente.

—Oye… —murmuró ella, pero el hombre no respondió.

Somali se acercó un poco más. Su piel pálida tenía algo de sangre y su cabello dorado caía en mechones revueltos sobre su rostro.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó, sintiendo cómo su garganta se cerraba.

¿Quién era él? ¿Cómo había llegado ahí?

De pronto, el hombre abrió los ojos, a lo que Somali contuvo el aliento.

Aquellos iris eran dorados, iguales a los del Sujeto Alfa.

Él la miró con algo más que sorpresa. La miró como si la reconociera.

—Tú… —articuló él, a lo que el pecho de Somali se apretó con una fuerza inexplicable.

No. Esto no tenía sentido. Su instinto le gritó que algo estaba mal, que esto era imposible.

Se giró bruscamente, con la intención de correr hacia la puerta y llamar a sus superiores. Pero antes de que pudiera hacerlo, una mano firme la sujetó.

Una mano grande y fuerte cubrió su boca, impidiéndole gritar.

El contacto era ardiente, casi abrasador. Su piel contra la de él. Su respiración contra la de ella.

—Tú eres… —intentó decir algo, pero las palabras murieron en su garganta.

El corazón de Somali golpeaba su pecho con una violencia aterradora. No podía moverse. No podía pensar, y, por un instante, el tiempo se congeló. Pero luego reaccionó.

Con un movimiento desesperado, apartó su mano de su boca y se alejó de un salto. Se lanzó hacia la puerta, la cerró tras de sí y presionó el botón rojo. La alarma de emergencia rompió el silencio del laboratorio.

A los pocos minutos, los superiores llegaron corriendo.

—¿Qué ocurre, Dra. Haudenschild? —preguntó Henry que estaba acompañado de varios de sus colegas.

Somali apenas podía respirar. Todavía sentía la sensación de aquella mano sobre su piel.

—¡Hay un hombre ahí! —exclamó, señalando la habitación—. ¡No es el Sujeto Alfa! ¡Hay un hombre de cabello dorado dentro de la habitación!

Los superiores intercambiaron miradas antes de volverse hacia el vidrio. Pero lo único que vieron fue al lobo, en el mismo lugar de siempre. Encadenado.

—No… no puede ser —Somali retrocedió un paso—. ¡Estaba ahí! Lo vi. Habló. Me tocó. ¡Estaba ahí!

Henry suspiró con cansancio y se volvió hacia ella.

—Dra. Haudenschild, escuche —agregó—. ¿Usted sabe cuántas personas han trabajado en Delta-7 y han terminado viendo cosas que no existen?

Otro científico intervino, con una expresión de escepticismo.

—Ya hemos oído rumores extraños sobre usted, que tiende a ser una mujer algo… desequilibrada mentalmente.

En ese instante, Somali apretó los puños tan fuertes que sus nudillos se pusieron blancos.

—No estoy loca —se defendió, pues sabía de qué rumores hablaba.

—Evidentemente no se puede creer en rumores —agregó Henry—. Hemos revisado su expediente psiquiátrico. Usted pasó todas las pruebas, es una mujer sana y brillante. Pero si esto está afectándola… —la miró con severidad—. Si no tiene un estómago lo suficientemente fuerte para este trabajo, debería considerar presentar su renuncia.

El silencio cayó sobre aquel sitio y Somali los miró a todos, sintiendo una desesperación sofocante. Sabía lo que había visto, pero estaba claro que nadie le creería.

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