MI LUNA BUSCA VENGANZA
MI LUNA BUSCA VENGANZA
Por: Yaz Salo
C1: El Alfa Eterno.

El Laboratorio Delta-7 no era un sitio común. Oculto en las profundidades de la ciudad humana, bajo toneladas de concreto y acero, albergaba uno de los secretos mejor guardados del mundo: el lobo inmortal.

Los científicos no conocían su nombre, solo lo llamaban Sujeto Alfa. No sabían que no era solo un lobo, sino una criatura más antigua que sus propias civilizaciones.

Los guardias del laboratorio se jactaban de haber atrapado a la bestia más peligrosa de la historia, el lobo de la leyenda, el Alfa eterno, el salvador de su especie. Pero en lugar de liderar a su pueblo, ahora yacía en una habitación de cuatro paredes blancas, sometido a pruebas que lo destruían una y otra vez… solo para verlo sanar, solo para comprobar lo que ya sabían: no podían matarlo.

El frío de la habitación era insoportable y el hedor a sangre y pólvora impregnaba el aire. En el centro, sujeto con cadenas de acero reforzadas con plata, yacía el lobo de la leyenda.

Su pelaje dorado estaba cubierto de llagas abiertas, cicatrices que, aunque se cerraban rápidamente debido a su inmortalidad, volvían a desgarrarse con cada nueva prueba. Habían intentado de todo: balas bendecidas, fuego, venenos, desmembramientos, entre otras cosas. Pero, aunque lo mutilaran, aunque lo redujeran a un amasijo de carne destrozada, siempre se regeneraba.

La puerta se abrió con un chirrido metálico y entró un grupo de científicos y militares con batas blancas. Por su parte, la Dra. Somali Haudenschild, graduada de una de las mejores universidades del país, con estudios en maestría y doctorado, observaba la escena detrás del vidrio que la separaba de aquel cuarto. Hasta entonces, nunca había tenido contacto directo con el lobo eterno. Tenía el deber de analizar las pruebas como investigadora de campo, pero desde la distancia.

El científico principal, un hombre de nombre Henry, con ojos fríos y una cicatriz en la mejilla, se cruzó de brazos frente a la criatura.

—Hora de la siguiente prueba.

Uno de los investigadores de campo, colega de Somali, asintió y sacó una jeringa llena de un líquido oscuro. La aguja perforó el grueso cuello del lobo sin resistencia. Somali observó con el estómago revuelto cómo el veneno se extendía por su cuerpo, pero el lobo no se movió.

Sin embargo, minutos después, su respiración se volvió irregular. Sus músculos se tornaron rígidos y su hocico se abrió en un gruñido gutural. Sus garras arañaron el suelo, y sus ojos, dorados como el sol, buscaron a los presentes.

Somali sintió un estremecimiento cuando la mirada del lobo se posó en ella. No fue una mirada vacía ni animal. Fue una mirada consciente. El lobo no podía verla a través del vidrio ya que de su lado estaba polarizado, pero Somali sí podía verlo a él.

—¿Cómo puede seguir con vida después de todo esto? —preguntó uno de los militares, con voz entre la fascinación y el horror.

—Como le he comentado, no puede morir. Lleva meses aquí y le hemos hecho de todo, pero sencillamente la muerte huye de él —respondió Henry, sacando un arma y apuntando al lobo—. Pero eso no significa que no pueda sentir dolor.

Disparó.

La bala de plata impactó en la frente de la criatura y esta murió al instante. Sin embargo, después de unos minutos, la herida empezó a cerrarse y su cuerpo se sacudió con violencia, volviendo de la muerte otra vez.

Somali apretó los dientes, tratando de no dejarse llevar por su impulso de querer detenerlo todo. Había visto este espectáculo incontables veces. Sabía que el lobo se curaría en cuestión de minutos, pero la brutalidad seguía pareciéndole inhumana.

Segundos después, el científico bajó el arma con una sonrisa de satisfacción.

—Continúen con las pruebas. Quiero saber hasta dónde podemos llevarlo.

Los militares salieron de la habitación para entrar al cuarto donde estaba Somali, con el propósito de ver al lobo a través del vidrio, y dejaron a los investigadores encargados de estudiar la regeneración del lobo.

Somali era una doctora muy capaz, aunque todavía trabajaba como investigadora de campo. Meses atrás, tenía el propósito de ascender a otro puesto algún día, ya llevaba tres años trabajando allí y tenía esperanza de que lo consideraran. Pero, a esas alturas, no sabía si estaba dispuesta a seguir soportando todo lo que veía.

De pronto, la mujer escuchó a un par de investigadores que continuaban dentro del cuarto.

—Carga lista. Disparen.

El comando se dio sin emoción. Solo otro día en el laboratorio, solo otra prueba en la interminable tortura del Sujeto Alfa.

El eco del disparo retumbó en la cámara de pruebas. La bala, diseñada con la más alta tecnología militar, perforó su piel endurecida, rasgó carne y destrozó parte de su costado. Su cuerpo se estremeció y su respiración se cortó por un breve instante.

Luego, la herida comenzó a cerrarse.

Primero, la sangre dejó de brotar. Luego, los tejidos desgarrados se unieron de nuevo, como si un hilo invisible cosiera su carne. No quedaba cicatriz. No quedaba evidencia de la herida.

—¿Vieron eso? —Henry sonrió, deleitándose en la visión de lo imposible—. No importa cuántas veces lo matemos, siempre regresa.

Los militares que observaban desde sus posiciones se removieron inquietos. No importaba cuántas veces lo presenciaran: la regeneración del lobo era algo que desafiaba toda lógica, algo antinatural.

Mientras tanto, allí, en el centro de la cámara, el Sujeto Alfa permaneció encadenado. Humillado.

Somali, por su parte, sintió un nudo en la boca del estómago.

Había anhelado tanto un puesto superior en ese laboratorio, pero ya ni siquiera sentía que perteneciera a ese ambiente tan sanguinario. Era una laboratorista, no una carnicera. Se había unido al equipo con la esperanza de trabajar en el desarrollo de curas, en la exploración de la biología avanzada… pero lo que estaba presenciando no era ciencia. Era tortura.

De pronto, su mirada se deslizó hasta el lobo de pelaje dorado. Este alzó la cabeza, dejando al descubierto sus ojos. No había súplica en ellos, no había miedo. Solo odio.

Un odio antiguo. Un odio que se había acumulado por siglos de persecución, traiciones y masacres. Era un recordatorio de lo que los humanos habían hecho. Un recordatorio de lo que algún día él haría. Sin embargo, Somali pensaba que sus demás compañeros y sus jefes no podían darse cuenta de ese odio en sus pupilas. Solo ella.

—Dra. Haudenschild —la voz de Henry la sacó de su trance—. Tome los registros de regeneración.

Ella parpadeó, alejándose de esos ojos dorados que la quemaban.

Asintió con rigidez y caminó hasta la consola de control, obligándose a moverse, a actuar como si nada dentro de ella se hubiera roto.

Sus dedos teclearon sobre la pantalla digital, revisando los datos. Cada vez que lo herían, la regeneración seguía el mismo patrón. No importaba si le arrancaban un pedazo de carne, si le disparaban a quemarropa, si lo dejaban sangrar en el suelo por horas. Su cuerpo se reparaba como si el daño nunca hubiera existido.

Los números lo confirmaban.

—Su capacidad de regeneración sigue intacta —reveló Somali, a lo que tragó saliva. Ninguna arma. Ningún veneno. Ningún desmembramiento. Nada acababa con su vida.

Él era realmente inmortal. Y Somali empezó a preguntarse… Si algún día sería él quien los observará a todos desde arriba.

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