Ariadna Valdés estaba de pie en la habitación 412 del Hospital St. Mary, el cuerpo aún débil pero firme mientras doblaba una manta blanca con manos temblorosas. La luz grisácea de Londres se filtraba por la ventana, bañando las cunas vacías de Eric y Marc, que ya estaban listas para ser trasladadas.

Camila estaba a su lado, empaquetando pañales y ropa de bebé en una maleta pequeña, sus movimientos rápidos pero cuidadosos, mientras Ricardo revisaba las correas de las sillas de viaje en el pasillo. Ariadna respiró hondo, el aire cargado de antiséptico y recuerdos, y dejó la manta en una pila junto a la cama. Estaba empacando sus cosas, lista para dejar atrás esta ciudad que le había dado tanto dolor y tan duras respuestas.

Una enfermera entró con una carpeta en la mano, rompiendo el silencio con el crujido de sus pasos.

—Señora Valdés, aquí están los papeles de alta —dijo, su voz suave mientras le entregaba una pluma—. Todo está en orden para usted y los bebés. El doctor Harris les dese