No hay una madre

El bullicio de la calle se desvaneció cuando Ariadna, Víctor y Darcy cruzaron el umbral de La Musa, el calor del restaurante envolviéndolos como un abrazo.

Las mesas al aire libre seguían llenas, pero ellos eligieron una al fondo, cerca de una ventana con vistas a las luces navideñas que colgaban como guirnaldas en el barrio de las Letras.

Víctor bajó a Darcy al suelo, sus botas resonando mientras corría hacia el asiento junto a la ventana, el conejo de peluche gris colgando de su mano como un trofeo de guerra.

La habían alcanzado y eso hacía feliz tanto al padre como a la hija. Era una victoria que a ella la llenaba de orgullo, mientras que a Víctor lo dejaba frente a una Ariadna que huyó de su encuentro.

—¡Aquí, papá! —ordenó, trepando a la silla con una agilidad que desmentía su tamaño—. Quiero ver la tarta otra vez—no se había olvidado de la sabrosa tarta que había allí.

Ariadna se sentó frente a ellos, la bufanda gris deslizándose de su rostro mientras intentaba secarse las lágri
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