UNA DOLOROSA DESILUCIÓN

Semanas más tarde.

—Señora Elizabeth, aquí está la cena. —La mucama dejó el plato sobre la mesa. De repente, al ver lo que tenía enfrente, Elizabeth sintió que el estómago se le revolvía. Sacudió la cabeza y tomó el tenedor, dispuesta a dar el primer bocado.

Pero… se levantó de golpe y corrió al baño con unas fuertes náuseas. No era la primera vez en la semana que le ocurría. Mientras se limpiaba la boca frente al espejo, un pensamiento la golpeó de lleno: su periodo había desaparecido hace un par de meses.

¿Acaso era lo que imaginaba? Sin dudarlo, pidió una prueba en la farmacia y, al ver el resultado, las lágrimas nublaron su vista. Tanto tiempo esperando ese milagro y, por fin, ahí estaba. Lo que había anhelado con ansias se reflejaba en el casete.

«Positivo»

Saltó de alegría y se abrazó el vientre, sin poder creerlo. En ese preciso instante, la puerta de la mansión se abrió. Samuel acababa de llegar del trabajo y, al verla dando brincos, frunció el ceño.

—Hola, mi amor. ¿Por qué tan feliz? —Dejó el portafolio en el suelo, mientras Elizabeth, con los ojos llenos de lágrimas, se acercaba a él y extendía las manos frente a sus ojos.

—Mi amor, tengo algo muy importante que decirte.

Samuel, fingiendo sorpresa, tomó el casete entre sus manos. Al ver el resultado de la prueba, esbozó una sonrisa.

—¿Es… es cierto esto, Elizabeth? —preguntó con un matiz melancólico en la voz. La miró a los ojos, y ella, emocionada, le sonrió con ternura.

—Sí, mi amor, sí. ¡Vamos a ser padres! —gritó, radiante de felicidad.

—¡Qué alegría! —Samuel la abrazó y la levantó en el aire—. Me haces tan feliz, mi amor. ¡Por fin vamos a ser padres!

—Estoy tan feliz, Samuel. ¡Por fin!

Mientras Elizabeth celebraba aferrada a su pecho, la expresión de Samuel cambió a sus espaldas. Su mirada se volvió sombría y calculadora, como si todo estuviera saliendo según lo planeado.

La euforia de ambos llenó la mansión, celebraban con fervor el milagro que tanto habían esperado. Sin embargo, el insistente timbre de la puerta interrumpió el momento.

Elizabeth se separó de su esposo y lo miró, confundida.

—¿Quién podrá ser?

Abrió la puerta y, al ver el rostro de Altagracia, su felicidad fue completa.

—¡Hermana! Qué alegría verte aquí.

Se lanzó a sus brazos y la apretó con fuerza, incapaz de ocultar su emoción.

Altagracia correspondió el abrazo, pero, a espaldas de su hermana, dirigió una mirada amenazante a Samuel.

—He venido a visitarte, hermanita. —Altagracia entró y miró fijamente a su cuñado con desdén—. No sabía que ya habías llegado, Samuel.

—¿Cómo estás, Altagracia? —contestó él con indiferencia.

Elizabeth los miró a ambos, sintiendo su dicha completa. Tomándolos de la mano, exclamó con entusiasmo:

—Vamos a celebrar. Le pedí a Jacinta que preparara una cena especial.

Altagracia frunció ligeramente el ceño, mostrando confusión.

—¿Celebrar qué?

—Hermana, estoy embarazada —soltó Elizabeth, con los ojos brillando de emoción.

Altagracia sonrió con nerviosismo, fingiendo alegrarse por ella.

—Te felicito, Elizabeth.

En medio de esa felicidad forzada, los tres se sentaron a cenar mientras conversaban sobre los planes para el futuro con la llegada del bebé.

—Bueno, yo misma preparé el postre. Voy a traerlo. —Elizabeth sonrió encantada y se levantó de la mesa.

—Gracias, mi amor. —Samuel le tomó la mano y le dio un beso cariñoso.

Ella, aún envuelta en su alegría, salió corriendo hacia la cocina. Mientras preparaba los postres, no podía dejar de sonreír. Compartir la noticia con las dos personas que más amaba la llenaba de felicidad.

Colocó los tres platillos sobre una bandeja y regresó al comedor.

Al llegar, su esposo y su hermana habían desaparecido.

«Qué raro… ¿A dónde se fueron?» se preguntó.

Sigilosa, comenzó a buscarlos por toda la casa, aún con la bandeja en las manos. Le resultaba extraño que ambos hubieran desaparecido al mismo tiempo.

Entonces, un sonido proveniente del fondo del pasillo, justo en el despacho de Samuel, captó su atención.

¿Eran jadeos?

Elizabeth se llevó una mano a la boca y se quedó inmóvil junto a la puerta entreabierta. Lo que vio al otro lado rompió por completo su corazón. ¡No podía creerlo!

Altagracia estaba aferrada al cuello de su esposo, besándolo con pasión. Sus labios húmedos apenas chistaban en el aire, y los jadeos intensos confirmaban la traición. Pero eso no fue lo que más la impactó.

—Y dime, ¿cuándo te vas a deshacer de la estúpida de mi hermana, mi amor? —susurró Altagracia con voz seductora, acariciando el dorso de Samuel.

—Muy pronto —respondió él con frialdad—. Ahora que está embarazada del imbécil de Xavier Montiel, será mucho más fácil deshacerme de ella… y de él.

—Es increíble, mi amor. —Altagracia no se apartaba de su cuello—. Y dime, cariño, ¿cómo hiciste para que quedara embarazada de ese idiota?

Cada palabra que Elizabeth escuchaba era un puñal directo al pecho, desgarrándola por dentro.

—Fue muy sencillo —confesó Samuel con desdén—. Solo la drogué y pagué a los hombres de Montiel para que me ayudaran a meterla en su cama. Y, por lo visto, la muy zorra no perdió el tiempo. Él cayó redondo.

—Y pensar que durante tanto tiempo la muy estúpida se tomaba anticonceptivos creyendo que eran vitaminas —Altagracia soltó una carcajada llena de sorna, mientras Samuel la sujetaba del rostro para besarla con desenfreno.

Elizabeth se mordió los labios, incapaz de emitir una sola palabra. Sacudió la cabeza, intentando disipar las frases que aún resonaban en el aire. Su mente se nubló. El hijo que esperaba… no era de su esposo. Y el dolor de la traición, perpetrada por las personas que más amaba, le atravesó el alma como un puñal ardiente.

Las manos le temblaron, y la bandeja de postres cayó abruptamente al suelo. El estruendo del acero contra el piso rompió el silencio, haciendo que Samuel y Altagracia se sobresaltaran y giraran la cabeza hacia la puerta.

Esta se abrió de golpe.

Con los ojos llenos de lágrimas y el pecho ardiendo de furia, Elizabeth irrumpió en el despacho, dispuesta a enfrentarlos.

—¡¡Malditos traidores!!

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