El corazón le latía con fuerza, y las manos le sudaban. Era la quinta prueba de embarazo que Elizabeth se hacía en el año, y su mayor temor era volver a ver un resultado negativo.
—Elizabeth, cariño, pase lo que pase, estoy contigo. Enséñame la prueba, me estoy muriendo de la curiosidad.
Samuel la observaba con ansiedad, sus ojos expectantes buscaban respuesta en los de ella. Elizabeth, con un nudo en la garganta, abrió las manos y dejó al descubierto el casete. Pero en cuanto lo vio, el mundo se le vino abajo. Sus lágrimas brotaron sin control, rodando por su rostro como si fuesen un río incontenible.
«Negativo».
—No sirvo para tener hijos, Samuel… Nunca voy a ser madre. Casi llego a los treinta… Me quiero morir… No sirvo para nada.
Samuel, sintiendo el dolor de su esposa como propio, se arrodilló frente a ella y la estrechó contra su pecho, dándole consuelo, mostrándole todo su amor.
—No te preocupes, cariño. No te culpes. Si no podemos tener un hijo de forma natural, podemos adoptar.
—¡Quiero tener un hijo! —gritó Elizabeth, con desesperación—. ¡Quiero ser madre! Mi hermana me ha recomendado unas vitaminas para fortalecer mi fertilidad. Buscaré ayuda, Samuel, te lo juro. Pero tendremos un hijo. ¡Voy a ser madre!
Elizabeth no podía con tanto dolor dentro de sí. Se acurrucó contra el pecho de su esposo y lloró hasta que sintió que sus costillas iban a quebrarse. La esperanza de ser madre parecía haber muerto definitivamente.
Samuel no soportaba verla así. Sacó un pañuelo de su bolsillo y con ternura secó sus lágrimas.
—No llores, mi amor, te lo ruego. Tendremos un hijo, confía en mí. Ahora, ven… Ponte el vestido más hermoso que tengas, arréglate, ponte aún más preciosa de lo que ya eres. Vamos a salir a cenar.
Elizabeth lo fulminó con la mirada.
—¿Cenar? ¿Vamos a celebrar que no somos padres?
Samuel se puso de pie y le extendió la mano, invitándola a levantarse.
—No digas eso, mi amor. —Acarició su mejilla con dulzura y le dedicó una sonrisa cálida—. Necesitas distraerte. Tendremos una noche inolvidable.
En el famoso Steakhouse de la ciudad, un mesero impecablemente vestido se acercó con la carta en mano.
—Mesero, tráigame el mejor vino de la casa. —Miró a su esposa con una sonrisa cómplice.
Elizabeth le devolvió la sonrisa, sintiendo el calor de su amor en cada gesto.
—ebo retocarme el maquillaje, debo tener los ojos hinchados. Se dirigió al tocador.
Samuel tomó un par de copas y sirvió el vino con calma. Sin embargo, en la de su esposa añadió un toque especial. Cuando le dijo que esa noche sería inolvidable, lo decía en serio.
La cena transcurrió en medio del ambiente de risas. Después de unas copas, Elizabeth dejó atrás el dolor de no poder tener hijos.
—Samuel, cariño… —Elizabeth extendió su mano bajo la mesa, buscando el contacto de su esposo—. Samuel…
Él levantó la mirada, notando la súbita vacilación en su voz.
—Dime, amor, ¿qué pasa?
Elizabeth parpadeó varias veces, como si intentara enfocar la vista.
—No… no me siento bien. Creo que no debería beber más… —Se llevó una mano a la sien—. Me siento mareada…
Samuel se levantó de inmediato y rodeó la mesa hasta su lado. Tomó su mano con aparente preocupación y la ayudó a incorporarse.
Apenas sus cuerpos se encontraron, Elizabeth se desplomó en sus brazos. Desmayada.
Justo como Samuel lo había planeado.
***
En un lujoso hotel, Xavier se movió bruscamente en la cama y sintió un bulto cálido a su lado. Frunció el ceño, encendió la lámpara principal y, al ver lo que tenía junto a él, se incorporó de golpe. La sangre le subió de inmediato a la cabeza y un ardor furioso le recorrió el cuerpo.
—¿Quién demonios es esta mujer?
La miró de arriba abajo y un escalofrío le recorrió la espalda.
Llevaba un sensual conjunto rojo de encaje que realzaba su figura perfecta, natural, casi irreal. Sus labios, pintados de rojo intenso, hacían juego con su tono de piel.
«Mínimo es una prostituta», pensó con desprecio.
Sin molestarse en cubrirse más de lo necesario, marcó el código de la puerta y salió al pasillo semidesnudo, gritando con furia.
—¿Quién la trajo? —Su voz retumbó con autoridad mientras sus hombres se miraban entre sí, desconcertados—. ¿Quién metió a esa puta en mi cama? ¡Yo no pedí ningún maldito servicio esta noche!
Ninguno de sus hombres respondió, ni siquiera Dante, su mano derecha, quien frunció el ceño sin comprender del todo lo que estaba sucediendo.
—Señor, ¿a qué se refiere?
Xavier lo fulminó con la mirada.
—Dime, Dante, ¿has traído a una prostituta esta noche? Porque yo no pedí nada.
—No, por supuesto que no, señor. ¿Qué está pasando?
—Que hay una mujer desnuda en mi cama —gruñó Xavier, cada palabra cargada de furia.
Los hombres se miraron entre sí, aún más confundidos. Xavier sacudió la cabeza, irritado, y regresó a la habitación. Fuera quien fuera esa mujer, debía sacarla de allí de inmediato.
Se acercó a la cama y la tomó del brazo, sacudiéndola con firmeza para despertarla. La mujer abrió los ojos lentamente, y, en cuanto su mente pareció conectar con su cuerpo, un cambio inmediato se apoderó de ella.
Su respiración se volvió pesada, su piel se erizó y un calor abrasador la recorrió. Sus pezones se endurecieron, y su cuerpo comenzó a responder de una manera que no comprendía.
—Amor… ¿qué pasa? ¿Dónde estamos? —ella preguntó confundida, sintiendo una necesidad urgente e incontrolable.
Xavier tensó la mandíbula y desvió la mirada de su piel expuesta.
—Váyase. No he solicitado sus servicios —dijo con frialdad, señalando la puerta sin atreverse a mirarla de nuevo.
Pero la mujer negó con la cabeza, confusa.
—No… esposo… yo…
Elizabeth parpadeó, su visión seguía borrosa, pero su cuerpo ardía. Miró a Xavier, o más bien, miró el prominente bulto bajo el bóxer, y, sin poder evitarlo, se relamió los labios.
Xavier apretó los dientes, sintiendo que perdía el control. La desconocida estaba completamente desnuda frente a él.
—Le advertí que se fuera —gruñó, sujetándola del brazo con la intención de sacarla de la habitación.
Pero Elizabeth no lo veía como un extraño, en su mente alterada, ese hombre imponente y furioso era su esposo.
—Samuel… por favor… —murmuró con voz entrecortada, aferrándose a su pecho.
Xavier se quedó helado. ¿Samuel? ¿Su subordinado astuto?
Su mandíbula se tensó cuando sintió sus manos recorriendo su torso desnudo. El calor que emanaba su cuerpo era abrasador, su piel parecía encendida y su aroma…
Xavier cerró los ojos un segundo, respirando hondo.
—Cariño, hazme tuya, siento ¡Oh, por favor! Siento que me estoy quemando. —Elizabeth trataba de alcanzarlo para tocarlo.
—No me llame cariño, váyase, no me gustan las prostitutas
—Eres un chico rudo, me gusta —Elizabeth, consumida por el deseo inmenso que atravesaba su cuerpo, y las ganas de ser poseída, siguió actuando como si fuera un juego.
Xavier la miró de arriba abajo, tragó entero, y enloquecido por la necesidad que también se encendió en su interior, tomó a Elizabeth del brazo y quiso sacarla a la fuerza.
—Váyase, por favor. —Xavier seguía insistiendo, pero Elizabeth no dejaba de seducirlo.
Xavier sintió que iba a explotar. El aire se le hizo espeso, su cuerpo se tensó. Estaba demasiado excitado, demasiado consumido por la sensación adictiva que esa mujer desconocida emanaba. Esto es muy extraño, nunca le han faltado mujeres, pero nunca había sentido que alguna lo atrajera de esta manera.
—Cariño, mírame… —Elizabeth jadeó deseosa—. Te deseo demasiado. No me dejes así… hazme tuya de una vez por todas.
Elizabeth se colgó de su cuello, sus labios buscaron los suyos con hambre desesperada, besándolo en contra de su voluntad.
Eso fue demasiado para él. Las caricias, la excitación desbordante de Elizabeth, su entrega descarada…
Cedió.
La tomó con fuerza, dominado por una pasión irrefrenable. Esa noche la hizo suya.
Con lujuria, con deseo, con la intensidad de un hombre que siempre se había negado al contacto con desconocidas. Pero Elizabeth no actuaba como una cualquiera. Y no supo en qué momento terminó en sus brazos.
***
Xavier abrió los ojos de golpe. Recordó lo que había pasado la noche anterior y resopló con enojo. Giró la cabeza y se retorció.
No había sido un sueño.
A su lado, dormía plácidamente la mujer con la que se había acostado. Estaba completamente desnuda. Pero lo que más le perturbó fue su expresión. No era la de una prostituta satisfecha con su pago. Era la de una mujer inocente, ajena al desastre en el que se había metido.
—Mierda… —susurró, pasando una mano por su rostro.
Se levantó de inmediato, sacó una camiseta y un pantalón de tela suave, y salió de la habitación a buscar a Dante. Necesitaba investigar quién era realmente esa mujer para asegurarse de que no fuera una espía enviada por el enemigo.
Semanas más tarde. —Señora Elizabeth, aquí está la cena. —La mucama dejó el plato sobre la mesa. De repente, al ver lo que tenía enfrente, Elizabeth sintió que el estómago se le revolvía. Sacudió la cabeza y tomó el tenedor, dispuesta a dar el primer bocado.Pero… se levantó de golpe y corrió al baño con unas fuertes náuseas. No era la primera vez en la semana que le ocurría. Mientras se limpiaba la boca frente al espejo, un pensamiento la golpeó de lleno: su periodo había desaparecido hace un par de meses.¿Acaso era lo que imaginaba? Sin dudarlo, pidió una prueba en la farmacia y, al ver el resultado, las lágrimas nublaron su vista. Tanto tiempo esperando ese milagro y, por fin, ahí estaba. Lo que había anhelado con ansias se reflejaba en el casete.«Positivo»Saltó de alegría y se abrazó el vientre, sin poder creerlo. En ese preciso instante, la puerta de la mansión se abrió. Samuel acababa de llegar del trabajo y, al verla dando brincos, frunció el ceño.—Hola, mi amor. ¿Por qué
—¡¡Malditos traidores!!Elizabeth apretó los puños con furia. Un torbellino de emociones la sacudía por dentro: el amor se transformaba en odio, y el dolor en un deseo incontenible de venganza. Se acercó a su esposo y lo miró directo a los ojos.—¡Maldito traidor! ¿Desde cuándo me engañas con mi hermana, Samuel? —Su voz tembló, llena de desilusión.Samuel la observó con frialdad. Ya no era el hombre que ella había amado, no el que creyó conocer. Mientras tanto, Altagracia, con total descaro, se acomodó sobre el escritorio con una sonrisa burlona, disfrutando del espectáculo.—Elizabeth, querida… No es lo que imaginas —mintió Samuel con absoluto descaro.—Ah, ¿no? —Los ojos de Elizabeth recorrieron el rostro de su hermana y luego el de su esposo, como si tratara de hallar alguna pizca de humanidad en ellos—. ¿Cómo pudieron?Samuel se encogió de hombros con indiferencia, apartándose de su camino. Encendió un cigarrillo con una calma insultante antes de responder:—La culpa es tuya, Eliz
Samuel no dudó ni un minuto en soltar con fuerza a Elizabeth, y ella cayó de rodillas frente a Xavier. Levantó la mirada y el hombre la observaba fijamente a los ojos. Extendió su mano y la ayudó a ponerse de pie de nuevo.Cada acto de Samuel lo llenaba más de odio en su contra.—Muy bien, señor, ha sido un muy buen trato. —Samuel le extendió la mano a su jefe, pero este la dejó en el aire.—¡Lárgate! —espetó Xavier, furioso. Samuel se encogió de hombros indiferentemente y salió de la oficina sin decir nada.Una lágrima se deslizó por la mejilla de Elizabeth. Miró fijamente a los ojos del jefe de su esposo, Xavier avanzaba lentamente hacia ella, y Elizabeth notó la pistola en su cintura. Sintió que estaba siendo arrastrada al infierno, lo que le heló la sangre. Aun así, hizo un esfuerzo por levantar la cabeza, apretó los puños y lo miró con desprecio.Secó la lágrima de su mejilla y gritó, furiosa:—¡¡También me largo!! No tengo nada que hacer aquí.Xavier se quedó en silencio, miránd
La cabeza de Elizabeth giraba sin control, y el dolor en su cuello era consecuencia de la incomodidad con la que durmió. Miró a su alrededor; parecía que ya había amanecido. Se había quedado dormida después de llorar casi toda la noche.De repente, la puerta de aquella oscura habitación se abrió de golpe, y la luz del día inundó el espacio, deslumbrando sus pupilas. Se cubrió el rostro con el brazo, sintiendo cómo el calor le quemaba la piel.—¡Levántate!Elizabeth reconoció al instante esa oscura voz, y se levantó de un solo salto.—¡Ah! ¿Entonces has vuelto? ¡Te voy a denunciar con la policía, maldito secuestrador! ¡Mira en las condiciones en que me tienes! ¿Tienes idea de cuánto tiempo pasarás en la cárcel cuando se enteren de que me has secuestrado? Te vas a hundir —Elizabeth se paró frente a él, reprochándole furiosa.Xavier se cruzó de brazos y, con una expresión seria, la miró.—Vamos, debes desayunar. No es bueno que pases hambre en tu estado.—No voy a desayunar. No tengo ape
Alondra quedó completamente atónita ante la escena aterradora que se desarrollaba ante sus ojos. En un arranque de desesperación, gritó y salió corriendo, temiendo ser la siguiente víctima. Mientras tanto, aquellos hombres que antes felicitaban a Samuel abandonaron el lugar como si nada hubiera sucedido.Xavier, asqueado, sacó un paño de su bolsillo y limpió su arma. Luego, levantó la mano y se dirigió a su hombre de confianza.—¡Dante! Diles a los guardias de seguridad del club que limpien este desastre y dejen todo en orden; los clientes importantes no tardarán en llegar. —Sí, señor.A Elizabeth apenas le temblaban los labios; estaba tan aterrorizada que no podía articular palabra. Su rostro, manchado por la sangre de su esposo, reflejaba el horror de la situación, mientras el frío de la escena penetraba en sus huesos.—Regresa al auto —le ordenó Xavier, pero ella apenas podía moverse. Con cuidado, él tomó su mano y la condujo de regreso, subiendo tras ella. Respiró hondo y luego l