—¡¡Malditos traidores!!
Elizabeth apretó los puños con furia. Un torbellino de emociones la sacudía por dentro: el amor se transformaba en odio, y el dolor en un deseo incontenible de venganza. Se acercó a su esposo y lo miró directo a los ojos.
—¡Maldito traidor! ¿Desde cuándo me engañas con mi hermana, Samuel? —Su voz tembló, llena de desilusión.
Samuel la observó con frialdad. Ya no era el hombre que ella había amado, no el que creyó conocer. Mientras tanto, Altagracia, con total descaro, se acomodó sobre el escritorio con una sonrisa burlona, disfrutando del espectáculo.
—Elizabeth, querida… No es lo que imaginas —mintió Samuel con absoluto descaro.
—Ah, ¿no? —Los ojos de Elizabeth recorrieron el rostro de su hermana y luego el de su esposo, como si tratara de hallar alguna pizca de humanidad en ellos—. ¿Cómo pudieron?
Samuel se encogió de hombros con indiferencia, apartándose de su camino. Encendió un cigarrillo con una calma insultante antes de responder:
—La culpa es tuya, Elizabeth. Dejaste de atenderme como esposo, nuestras noches se volvieron frías y aburridas. Ya no me dabas buen sexo, así que tuve que recurrir a Altagracia… ella sí sabe cómo hacerlo.
Altagracia pasó junto a su hermana con altivez y la empujó sin reparo antes de acercarse a Samuel, tomándolo del brazo con posesión.
Elizabeth sintió que su mundo se desmoronaba. Su pecho se comprimía, cada palabra era un puñal directo a su alma. El dolor era tan profundo que, por un instante, creyó que iba a morir.
—Eres una estúpida, hermanita. Mientras tú te obsesionabas con tener un hijo, yo le daba placer a tu esposo. —Altagracia la recorrió con la mirada de arriba abajo y deslizó una mano por el brazo de Samuel con descaro.
—¡No! Por favor… esto no puede ser. —Elizabeth negó con desesperación, su voz se quebraba entre sollozos—. No es mi culpa… Yo te amo, Samuel. Siempre te he amado y he estado para ti de manera incondicional. ¿Por qué me haces esto? Y… dime la verdad… ¿Es cierto que me entregaste a otro hombre?
Samuel exhaló una bocanada de humo y la observó con frialdad. No había compasión en su mirada, ni rastro del amor que alguna vez le juró.
—Elizabeth, si realmente me amas y quieres una oportunidad conmigo, debes darle ese heredero a mi jefe, Xavier Montiel. Él es el padre… y esa será tu mayor prueba de amor.
Se acercó y rozó su mejilla húmeda de lágrimas, pero Elizabeth le dio un manotazo, apartándolo con asco. Su mundo se desmoronaba ante sus ojos; era como estar atrapada en una pesadilla sin fin.
—¡Ni muerta! No voy a entregarle mi hijo a nadie. ¡Esto no puede estar pasando!
Samuel la sujetó del brazo con fuerza, obligándola a mirarlo.
—Cariño, si me amas, harás lo que te pido. No tienes opción.
—¡No! —gritó ella con desesperación, sintiendo la sangre hervirle en las venas—. Voy a abortar este hijo, no lo voy a tener. ¡No te voy a dar nada!
La expresión de Samuel se oscureció. Sus facciones se tornaron maquiavélicas y, sin piedad, apretó su brazo con brutalidad.
—No tienes opción, Elizabeth.
—¡Claro que la tengo! — Trató de correr hacia la puerta, pero antes de alcanzarla, sintió cómo un muro de fuerza la retenía. Escapar no sería tan fácil.
Samuel y Altagracia no le dieron tregua. Mientras Elizabeth luchaba desesperadamente por su vida, la ataron de pies y manos, sacándola de la mansión sin que la empleada se percatara. La subieron al baúl del auto como si fuera un simple objeto.
Samuel condujo durante una hora. Cuando finalmente se detuvo y abrieron el baúl, Elizabeth sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El pánico se apoderó de ella al reconocer el lugar: la compañía Montiel, la empresa del mafioso más grande de la ciudad utilizada para encubrir sus negocios oscuros. Su mente dibujó una imagen aterradora del jefe de su esposo, un delincuente violento que mata sin pestañear.
El trayecto hasta la oficina fue eterno. Samuel, sin pedir permiso ni anunciarse, irrumpió en el despacho de Xavier Montiel, rodeado por los hombres del mafioso. Con un empujón, lanzó a Elizabeth frente a él.
Xavier alzó la vista con molestia.
—¿A qué has venido, Samuel? No te he dado ninguna orden.
Samuel esbozó una sonrisa calculadora.
—Señor, le he traído algo que podría interesarle.
Elizabeth llevaba la cabeza cubierta con una capucha oscura. Sin previo aviso, Samuel se la arrancó de golpe, dejando su rostro expuesto.
Xavier sintió una punzada en el pecho. Su mirada se clavó en ella, incrédulo. Aquella mujer… era la misma que se había colado en su cama noches atrás. ¿Qué estaba haciendo allí?
Su mandíbula se tensó.
—¿Qué significa esto, Samuel?
Samuel sostuvo su mirada con descaro, disfrutando del momento.
—Usted sabe perfectamente lo que significa, señor. Le presento a Elizabeth Ventura, mi esposa. Está esperando un hijo suyo. ¿Recuerda aquella noche?
Elizabeth miró confundida a esa persona, y una serie de recuerdos desordenados invadieron su mente: sudor placentero, respiración agitada y una intensa sensación de placer que nunca antes había experimentado. ¿Acaso esa persona aquella noche realmente fue él?
—No estoy entendiendo una maldita cosa, Samuel. ¿Qué diablos pasa aquí?
Samuel, en cambio, sonrió con descaro.
—Jefe, voy a entregarte a tu heredero… a cambio de cinco millones y el control del territorio del norte. Esa zona debe ser mía.
—¿Qué? ¿Me estás vendiendo a tu mujer a cambio de dinero? —Xavier lo miró con asco. — ¿De verdad crees que esta mujer vale tanto dinero?
—Señor, si no acepta el trato, de una forma u otra esta mujer va a morir… y con su hijo dentro. Usted decide.
—Eres un maldito miserable… ¡debería arrancarte las bolas, Samuel! —Xavier escupió las palabras con furia.
Elizabeth seguía en silencio, paralizada, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo.
Samuel, en cambio, se limpió la sangre del labio con el dorso de la mano y sonrió con descaro.
—Señor, si no acepta el trato, de una forma u otra esta mujer va a morir… y con su hijo dentro. Usted decide.
Xavier, a pesar de ser un hombre frío, sin remordimientos, su deseo de posesión y control le impedía soportar que su heredera estuviera fuera de su alcance, y Elizabeth, esta mujer... es muy especial. Ninguna otra mujer había hecho que su cuerpo se volviera tan adicto. Xavier levantó suavemente la barbilla de Elizabeth, acariciándola, mientras recordaba aquella noche desenfrenada.
Sin embargo, ni los cinco millones ni el territorio del norte significaban gran cosa para él. Así que, sin darle demasiado crédito a Samuel, asintió con la cabeza.
—¡Suéltala!
Samuel le quitó las ataduras a Elizabeth y sonrió con arrogancia.
—Bien, jefe. Entonces firmemos un contrato. Nos vemos en siete meses con tu hijo.
Xavier soltó una risa seca y oscura.
—Ni una m****a, Samuel. Elizabeth se queda conmigo.
Samuel no dudó ni un minuto en soltar con fuerza a Elizabeth, y ella cayó de rodillas frente a Xavier. Levantó la mirada y el hombre la observaba fijamente a los ojos. Extendió su mano y la ayudó a ponerse de pie de nuevo.Cada acto de Samuel lo llenaba más de odio en su contra.—Muy bien, señor, ha sido un muy buen trato. —Samuel le extendió la mano a su jefe, pero este la dejó en el aire.—¡Lárgate! —espetó Xavier, furioso. Samuel se encogió de hombros indiferentemente y salió de la oficina sin decir nada.Una lágrima se deslizó por la mejilla de Elizabeth. Miró fijamente a los ojos del jefe de su esposo, Xavier avanzaba lentamente hacia ella, y Elizabeth notó la pistola en su cintura. Sintió que estaba siendo arrastrada al infierno, lo que le heló la sangre. Aun así, hizo un esfuerzo por levantar la cabeza, apretó los puños y lo miró con desprecio.Secó la lágrima de su mejilla y gritó, furiosa:—¡¡También me largo!! No tengo nada que hacer aquí.Xavier se quedó en silencio, miránd
La cabeza de Elizabeth giraba sin control, y el dolor en su cuello era consecuencia de la incomodidad con la que durmió. Miró a su alrededor; parecía que ya había amanecido. Se había quedado dormida después de llorar casi toda la noche.De repente, la puerta de aquella oscura habitación se abrió de golpe, y la luz del día inundó el espacio, deslumbrando sus pupilas. Se cubrió el rostro con el brazo, sintiendo cómo el calor le quemaba la piel.—¡Levántate!Elizabeth reconoció al instante esa oscura voz, y se levantó de un solo salto.—¡Ah! ¿Entonces has vuelto? ¡Te voy a denunciar con la policía, maldito secuestrador! ¡Mira en las condiciones en que me tienes! ¿Tienes idea de cuánto tiempo pasarás en la cárcel cuando se enteren de que me has secuestrado? Te vas a hundir —Elizabeth se paró frente a él, reprochándole furiosa.Xavier se cruzó de brazos y, con una expresión seria, la miró.—Vamos, debes desayunar. No es bueno que pases hambre en tu estado.—No voy a desayunar. No tengo ape
Alondra quedó completamente atónita ante la escena aterradora que se desarrollaba ante sus ojos. En un arranque de desesperación, gritó y salió corriendo, temiendo ser la siguiente víctima. Mientras tanto, aquellos hombres que antes felicitaban a Samuel abandonaron el lugar como si nada hubiera sucedido.Xavier, asqueado, sacó un paño de su bolsillo y limpió su arma. Luego, levantó la mano y se dirigió a su hombre de confianza.—¡Dante! Diles a los guardias de seguridad del club que limpien este desastre y dejen todo en orden; los clientes importantes no tardarán en llegar. —Sí, señor.A Elizabeth apenas le temblaban los labios; estaba tan aterrorizada que no podía articular palabra. Su rostro, manchado por la sangre de su esposo, reflejaba el horror de la situación, mientras el frío de la escena penetraba en sus huesos.—Regresa al auto —le ordenó Xavier, pero ella apenas podía moverse. Con cuidado, él tomó su mano y la condujo de regreso, subiendo tras ella. Respiró hondo y luego l
El corazón le latía con fuerza, y las manos le sudaban. Era la quinta prueba de embarazo que Elizabeth se hacía en el año, y su mayor temor era volver a ver un resultado negativo.—Elizabeth, cariño, pase lo que pase, estoy contigo. Enséñame la prueba, me estoy muriendo de la curiosidad.Samuel la observaba con ansiedad, sus ojos expectantes buscaban respuesta en los de ella. Elizabeth, con un nudo en la garganta, abrió las manos y dejó al descubierto el casete. Pero en cuanto lo vio, el mundo se le vino abajo. Sus lágrimas brotaron sin control, rodando por su rostro como si fuesen un río incontenible.«Negativo».—No sirvo para tener hijos, Samuel… Nunca voy a ser madre. Casi llego a los treinta… Me quiero morir… No sirvo para nada.Samuel, sintiendo el dolor de su esposa como propio, se arrodilló frente a ella y la estrechó contra su pecho, dándole consuelo, mostrándole todo su amor.—No te preocupes, cariño. No te culpes. Si no podemos tener un hijo de forma natural, podemos adopta
Semanas más tarde. —Señora Elizabeth, aquí está la cena. —La mucama dejó el plato sobre la mesa. De repente, al ver lo que tenía enfrente, Elizabeth sintió que el estómago se le revolvía. Sacudió la cabeza y tomó el tenedor, dispuesta a dar el primer bocado.Pero… se levantó de golpe y corrió al baño con unas fuertes náuseas. No era la primera vez en la semana que le ocurría. Mientras se limpiaba la boca frente al espejo, un pensamiento la golpeó de lleno: su periodo había desaparecido hace un par de meses.¿Acaso era lo que imaginaba? Sin dudarlo, pidió una prueba en la farmacia y, al ver el resultado, las lágrimas nublaron su vista. Tanto tiempo esperando ese milagro y, por fin, ahí estaba. Lo que había anhelado con ansias se reflejaba en el casete.«Positivo»Saltó de alegría y se abrazó el vientre, sin poder creerlo. En ese preciso instante, la puerta de la mansión se abrió. Samuel acababa de llegar del trabajo y, al verla dando brincos, frunció el ceño.—Hola, mi amor. ¿Por qué