NO PODRAS HUIR

Samuel no dudó ni un minuto en soltar con fuerza a Elizabeth, y ella cayó de rodillas frente a Xavier. Levantó la mirada y el hombre la observaba fijamente a los ojos. Extendió su mano y la ayudó a ponerse de pie de nuevo.

Cada acto de Samuel lo llenaba más de odio en su contra.

—Muy bien, señor, ha sido un muy buen trato. —Samuel le extendió la mano a su jefe, pero este la dejó en el aire.

—¡Lárgate! —espetó Xavier, furioso. Samuel se encogió de hombros indiferentemente y salió de la oficina sin decir nada.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Elizabeth. Miró fijamente a los ojos del jefe de su esposo, Xavier avanzaba lentamente hacia ella, y Elizabeth notó la pistola en su cintura. Sintió que estaba siendo arrastrada al infierno, lo que le heló la sangre. Aun así, hizo un esfuerzo por levantar la cabeza, apretó los puños y lo miró con desprecio.

Secó la lágrima de su mejilla y gritó, furiosa:

—¡¡También me largo!! No tengo nada que hacer aquí.

Xavier se quedó en silencio, mirándola de arriba abajo. Su expresión cambió y se volvió más sombría.

—No vas a ningún lado, Elizabeth. Tú te quedas conmigo hasta que nazca mi hijo.

—¿Qué? ¿Eres en serio? —Elizabeth negó con la cabeza—. ¿Tu hijo?¡Esto fue un plan tuyo y de ese desgraciado para hacerme quedar embarazada! ¡Jamás voy a tener a ese bebé! No puedes obligarme a quedarme aquí contigo.

Xavier puso los ojos en blanco y se encogió de hombros, restándole importancia.

 Decidida, Elizabeth se giró hacia la puerta, pero apenas dio un paso cuando Xavier la tomó del brazo, apretándola un poco, obligándola a girarse hasta quedar completamente frente a él.

El contacto fue directo, intenso. Estaban tan cerca que apenas podían distinguir sus propias respiraciones.

En ese breve instante, Xavier recordó de nuevo la noche que pasó con ella y lo mucho que le había gustado su piel. Aunque se negaba al contacto, sentía una necesidad casi insoportable de tocarla de nuevo. Sin más, al tenerla tan cerca, deslizó su mano hacia su mejilla y se la acarició con deseo.

Elizabeth se erizó de inmediato. Ese toque le resultaba familiar.

Xavier no podía soportar las tremendas ganas de volver a saborear sus labios. Se acercó más y, sin contenerse, chocó su boca contra la de ella.

La tomó del rostro y comenzó a besarla con pasión.

Elizabeth cerró los ojos y, por un momento, correspondió el beso. Un calor abrasador la invadió, haciéndole escapar un jadeo. Ese beso… le estaba gustando.

Sin embargo…

—¡Maldito imbécil! —Elizabeth se separó abruptamente, empujando a Xavier con fuerza, haciéndolo tambalear. —¡No me toques! ¡Eres un maldito violador! ¡Imbécil! ¡Estúpido!  Me largo de aquí. De inmediato me practicaré un aborto.

De nuevo, Elizabeth se giró sobre sus talones, buscando la puerta, pero Xavier la atrapó otra vez, esta vez ejerciendo más fuerza sobre su brazo.

—¿Estás segura? Yo diría que lo estás disfrutando.

—¡Ay! —chilló Elizabeth, y él la miró furioso.

—Elizabeth… —Xavier apretó los dientes—. No puedes escapar de mí, y mucho menos con mi hijo en tu vientre. ¡Maldita sea, no tienes opción! Ya te dije, no hagas esto más difícil.

Ella intentó zafarse de su agarre, pero era imposible. Xavier la soltó poco a poco, y ella se sobó el brazo. No es que la hubiera apretado demasiado fuerte… pero estaba empezando a sentir verdadero pavor por él.

Sin apartar la mirada de Elizabeth, Xavier sacó su teléfono y marcó a su hombre de confianza.

—Dante, lleven a esta mujer a donde ya sabemos.

Elizabeth abrió los ojos, confundida.

Dos segundos después, tres hombres ingresaron a la habitación.

Xavier le colocó de nuevo la capucha oscura que llevaba cuando llegó con Samuel y, entre todos, la sacaron a la fuerza.

—¡No! ¡Suéltenme! ¿A dónde me llevan? ¡Esto es secuestro, voy a denunciarlo! ¡No, esperen!

***

Un par de horas más tarde, llegaron a su destino.

Dante sacó a Elizabeth del auto y le quitó la capucha. Habían llegado a una gran mansión en medio de la nada, pero no se dirigieron a la puerta principal, sino a una pequeña habitación detrás de la edificación.

Uno de los hombres abrió el candado, y Dante la empujó adentro. Luego, le soltó las manos y cerró la puerta tras ella.

Elizabeth, al verse en aquel lúgubre y frío lugar, comenzó a gritar desesperada.

—¡Sáquenme de aquí! ¡Me quiero ir! ¡Déjenme salir!

No supo ni siquiera por cuánto tiempo gritó, pero por supuesto, nadie acudió a su auxilio.

En una sola noche ocurrieron tantos cambios: el padre del hijo en su vientre era un violador, su esposo la trató como una mercancía y la vendió al mafioso más cruel de la ciudad. Elizabeth, incapaz de soportarlo, estalló en llanto desconsolado. Eventualmente, el cansancio la venció y se quedó dormida en el frío suelo de la habitación.

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