Xavier frunció el ceño. Aquel beso se sintió tan frío e indiferente que apenas suspiró antes de mirarla de nuevo.—¿Te pasa algo, cariño? —preguntó, girando la cabeza con un movimiento más perturbador que la escena misma. Ella apenas titubeó.—¿Por qué estás golpeando a ese hombre con tanta brutalidad? ¿Qué fue lo que hizo? —preguntó Elizabeth, aterrorizada.Xavier, en cambio, permanecía completamente impasible.—Porque ese hijo de puta creyó que podía traicionarme… y salir impune —respondió, mirando al hombre tirado en el suelo. Luego sacudió la cabeza con una mueca de sarcástica compasión.—¿Te... te traicionó? —balbuceó Elizabeth, sintiendo cómo la voz se le atoraba en la garganta.—Sí. Le vendió armas a Vicenzo, armas que estaban destinadas a mi organización. Y lo peor es que era uno de mis hombres de mayor confianza. Pero nadie me traiciona, Elizabeth. Nadie. —Xavier sentenció, con la mirada clavada en el cuerpo moribundo que jadeaba de dolor.La piel de Elizabeth se tornó lívida
Elizabeth no dudó ni un momento en abandonar aquel frío sótano; ni siquiera se detuvo a mirar atrás. Apretó el bolso que contenía los documentos, atesorándolos. Después de lo que había visto, no podía permitirse el lujo de ser descubierta.Marcell, que estaba sentado en la barra, la vio y se levantó al instante.—¿A dónde vamos, señora Elizabeth? —preguntó.—Tengo una cita con mi ginecólogo, voy sola. Gracias, Marcell.—Jefa, el señor siempre me pide que la acompañe por seguridad.—El señor sabe que salgo sola, si quieres, pregúntale. —Elizabeth respondió nerviosa, sin darle más oportunidad a Marcell, y apresuró el paso para salir del bar. Al hacerlo, miró a su alrededor, asegurándose de que nadie la estuviera siguiendo, y tomó un taxi rumbo al encuentro con Vicenzo.Ni siquiera podía entender exactamente qué estaba haciendo. Estaba explorando territorios enemigos, y lo hacía sola. La cita era en la mansión de Vicenzo, y ni siquiera le importaba que su vida estuviera en riesgo.Al lle
Elizabeth deslizaba su lapicero de un lado a otro mientras observaba la pantalla de su laptop. Los últimos días se habían vuelto monótonos, atrapada en una rutina que la llevaba del trabajo a casa y de casa al trabajo. Xavier lo había notado; podía ver en su mirada el cansancio, la falta de ánimo que poco a poco comenzaba a opacarla.Con su cumpleaños a la vuelta de la esquina, él quería sorprenderla con algo especial. Sin previo aviso, apareció en su oficina y dio un par de golpes en la puerta.—Sigue —respondió ella con voz apagada.Xavier entró directamente, rodeó el escritorio y, colocándose detrás de ella, rozó su cuello antes de besarle suavemente la mejilla.—¿Cómo estás, mi amor?—Bien, terminando de revisar unos documentos. ¿Y tú? —contestó Elizabeth con un tono algo distante.Sin decir nada más, él tomó su mano, ayudándola a levantarse, y la rodeó por la cintura.—Quiero que cierres todo por hoy. Vamos a la mansión. Ponte un vestido elegante, quiero llevarte a un lugar.Ella
El corazón le latía con fuerza, y las manos le sudaban. Era la quinta prueba de embarazo que Elizabeth se hacía en el año, y su mayor temor era volver a ver un resultado negativo.—Elizabeth, cariño, pase lo que pase, estoy contigo. Enséñame la prueba, me estoy muriendo de la curiosidad.Samuel la observaba con ansiedad, sus ojos expectantes buscaban respuesta en los de ella. Elizabeth, con un nudo en la garganta, abrió las manos y dejó al descubierto el casete. Pero en cuanto lo vio, el mundo se le vino abajo. Sus lágrimas brotaron sin control, rodando por su rostro como si fuesen un río incontenible.«Negativo».—No sirvo para tener hijos, Samuel… Nunca voy a ser madre. Casi llego a los treinta… Me quiero morir… No sirvo para nada.Samuel, sintiendo el dolor de su esposa como propio, se arrodilló frente a ella y la estrechó contra su pecho, dándole consuelo, mostrándole todo su amor.—No te preocupes, cariño. No te culpes. Si no podemos tener un hijo de forma natural, podemos adopta
Semanas más tarde. —Señora Elizabeth, aquí está la cena. —La mucama dejó el plato sobre la mesa. De repente, al ver lo que tenía enfrente, Elizabeth sintió que el estómago se le revolvía. Sacudió la cabeza y tomó el tenedor, dispuesta a dar el primer bocado.Pero… se levantó de golpe y corrió al baño con unas fuertes náuseas. No era la primera vez en la semana que le ocurría. Mientras se limpiaba la boca frente al espejo, un pensamiento la golpeó de lleno: su periodo había desaparecido hace un par de meses.¿Acaso era lo que imaginaba? Sin dudarlo, pidió una prueba en la farmacia y, al ver el resultado, las lágrimas nublaron su vista. Tanto tiempo esperando ese milagro y, por fin, ahí estaba. Lo que había anhelado con ansias se reflejaba en el casete.«Positivo»Saltó de alegría y se abrazó el vientre, sin poder creerlo. En ese preciso instante, la puerta de la mansión se abrió. Samuel acababa de llegar del trabajo y, al verla dando brincos, frunció el ceño.—Hola, mi amor. ¿Por qué
—¡¡Malditos traidores!!Elizabeth apretó los puños con furia. Un torbellino de emociones la sacudía por dentro: el amor se transformaba en odio, y el dolor en un deseo incontenible de venganza. Se acercó a su esposo y lo miró directo a los ojos.—¡Maldito traidor! ¿Desde cuándo me engañas con mi hermana, Samuel? —Su voz tembló, llena de desilusión.Samuel la observó con frialdad. Ya no era el hombre que ella había amado, no el que creyó conocer. Mientras tanto, Altagracia, con total descaro, se acomodó sobre el escritorio con una sonrisa burlona, disfrutando del espectáculo.—Elizabeth, querida… No es lo que imaginas —mintió Samuel con absoluto descaro.—Ah, ¿no? —Los ojos de Elizabeth recorrieron el rostro de su hermana y luego el de su esposo, como si tratara de hallar alguna pizca de humanidad en ellos—. ¿Cómo pudieron?Samuel se encogió de hombros con indiferencia, apartándose de su camino. Encendió un cigarrillo con una calma insultante antes de responder:—La culpa es tuya, Eliz
Samuel no dudó ni un minuto en soltar con fuerza a Elizabeth, y ella cayó de rodillas frente a Xavier. Levantó la mirada y el hombre la observaba fijamente a los ojos. Extendió su mano y la ayudó a ponerse de pie de nuevo.Cada acto de Samuel lo llenaba más de odio en su contra.—Muy bien, señor, ha sido un muy buen trato. —Samuel le extendió la mano a su jefe, pero este la dejó en el aire.—¡Lárgate! —espetó Xavier, furioso. Samuel se encogió de hombros indiferentemente y salió de la oficina sin decir nada.Una lágrima se deslizó por la mejilla de Elizabeth. Miró fijamente a los ojos del jefe de su esposo, Xavier avanzaba lentamente hacia ella, y Elizabeth notó la pistola en su cintura. Sintió que estaba siendo arrastrada al infierno, lo que le heló la sangre. Aun así, hizo un esfuerzo por levantar la cabeza, apretó los puños y lo miró con desprecio.Secó la lágrima de su mejilla y gritó, furiosa:—¡¡También me largo!! No tengo nada que hacer aquí.Xavier se quedó en silencio, miránd
La cabeza de Elizabeth giraba sin control, y el dolor en su cuello era consecuencia de la incomodidad con la que durmió. Miró a su alrededor; parecía que ya había amanecido. Se había quedado dormida después de llorar casi toda la noche.De repente, la puerta de aquella oscura habitación se abrió de golpe, y la luz del día inundó el espacio, deslumbrando sus pupilas. Se cubrió el rostro con el brazo, sintiendo cómo el calor le quemaba la piel.—¡Levántate!Elizabeth reconoció al instante esa oscura voz, y se levantó de un solo salto.—¡Ah! ¿Entonces has vuelto? ¡Te voy a denunciar con la policía, maldito secuestrador! ¡Mira en las condiciones en que me tienes! ¿Tienes idea de cuánto tiempo pasarás en la cárcel cuando se enteren de que me has secuestrado? Te vas a hundir —Elizabeth se paró frente a él, reprochándole furiosa.Xavier se cruzó de brazos y, con una expresión seria, la miró.—Vamos, debes desayunar. No es bueno que pases hambre en tu estado.—No voy a desayunar. No tengo ape