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31. El despertar
En un momento de pura exaltación, ambos alcanzaron el orgasmo juntos. Sus cuerpos temblaron en un último espasmo de placer, sus voces entrelazadas en un grito de éxtasis compartido. Hermes, agotado, pero satisfecho, se dejó caer junto a Hariella, sus respiraciones entrecortadas llenando el aire.

Se quedaron allí, en silencio, disfrutando de la cercanía y la calidez del otro. El amor que compartían se sentía tangible, un lazo inquebrantable que los unía en cuerpo y alma. En ese momento, supieron que su unión era eterna, una celebración de amor que trascendía el tiempo y el espacio.

Mientras la noche avanzaba, se acurrucaron bajo las sábanas, sus cuerpos entrelazados en un abrazo de amor y devoción. La fatiga los alcanzó, llevándolos a un sueño profundo y reparador. Y así, en la quietud de la noche, su amor continuó floreciendo, una promesa de noches interminables de pasión y felicidad compartida.

Ya no podía continuar, al menos por hoy; sabía que apenas era el comienzo. En la quietud de
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