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29. El perdón
—No soy una ilusión. —Movió su mano y también se le puso en la cara con delicadez, mientras no podía detener las lágrimas, que emergían con cariño de sus ojos—. Estoy aquí contigo, mi ángel.

—“Mi ángel”, así me decía él. —La mirada se le cristalizó y su voz se quebró de tristeza—. Lo extraño y tú pareces muy real, como si en verdad estuvieras aquí conmigo, mi Hermes.

—Soy Hermes, Hariella. He venido a verte porque tú eres la mujer que amo. Mírame, yo soy el verdadero. —Él tampoco pudo evitar que le lagrimearan los ojos—. Por favor, vuelve a mí.

—¿En serio eres tú? —preguntó Hariella, y su vista resplandeció, como si hubiera regresado la luz, que se había apagado en su alma. Hermes era el brillo con el que podía animaba su corazón.

—Sí, soy yo. Estoy justo delante de ti, mi ángel.

Hariella se levantó de su mueble y Hermes la abrazó por la cintura. Ella lo rodeó por la nuca. Sus miradas azules se cruzaron y como si fuera un espejo, ambos veían la tristeza que se hallaba en el otro.
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