Capítulo 2

Cuando el despertador sonó, Manuel no sentía deseos de levantarse. Pensar en ir a continuar batallando con gente que no deseaba entrar en razón en cuanto a la legalidad de las cosas, le hacía sentir ganas de no quitarse las cobijas de encima. Sin embargo, la obligación era ineludible y aunque su trabajo no era el más querido o apreciado, menos aún respetado, alguien debía hacerlo. Generalmente, las personas lo odiaban cuando debía obligarlos a comparecer y atenerse a las leyes. Mala suerte para ellos, porque a Manuel no le importaban esas personas, solo que cumplieran lo establecido.

Pensando así, se levantó de la cama y se fue al cuarto de baño. Llevaba puesto solo un bóxer negro, que no dejaba nada a la imaginación de aquel cuerpo firme, de abdomen plano y trasero espectacular. Ese físico era el producto de su bien definida rutina de ejercicios diarios. Independientemente de lo que tuviera que hacer, su paso por el gimnasio cada día era inamovible. Su alta estatura lo había obligado a tomar esa medida, cuando los chicos en la escuela lo llamaban Escobillón García, porque era mucho más alto que todos los demás y extremadamente delgado, por lo que debió enfrentar muchos sobrenombres.

No tuvo una infancia fácil, mucho menos feliz y debió ganarse el respeto de sus compañeros de escuela a fuerza de sus puños. Si algo bueno salió de aquellos tiempos terribles, fue su férrea voluntad y su físico saludable y fuerte. Otros chicos de su barrio se perdieron en el mar de vicios que abundaba en el lugar, Manuel vio morir a muchos de sus amigos de la infancia, aquellos que se dejaron absorber por la rutinaria práctica criminal de quienes gobernaban el barrio.

Algunas cosas que le ocurrieron podrían haber sido desgracias en su vida, pero el testarudo joven lo volvió a su beneficio.

Crecía en un hogar que a duras penas podía llamársele así, con un padre ebrio y violento, que apenas aportaba para el gasto. Su madre, formada por una familia dura, no se dejaba amilanar y aunque amaba a sus dos hijos, no tenía mucho tiempo para estar con ellos porque a falta de ingresos de parte de su padre, ella debía proveer para los chicos y todo lo que se requería. Había muchas necesidades en esa casa, pero su madre luchaba a diario, trabajando en todo lo que pudiera, para poner comida sobre la mesa. Igual limpiaba casas como descargaba camiones en los almacenes de la zona comercial, o conducía un taxi. Nada la detuvo jamás en su afán de proteger a sus hijos.

En ocasiones, los chicos se iban a la cama que compartían en su estrecha habitación y escuchaban las peleas de sus padres, que casi siempre terminaban en violencia. Su padre, borracho como una cuba, cuando llegaba de sus parrandas golpeaba a su mujer por cualquier motivo que le viniera a la cabeza. Era algo tan rutinario como para que los niños llegaran a pensar que formaba parte de lo "normal". Manuel, el mayor, con apenas diez años, en ocasiones quiso defender a su madre, pero ella lo mandaba de nuevo a su cuarto para cuidar del pequeño Aurelio, de cinco.

Noche tras noche, las escenas se repetían y hacían un infierno de la vida de esos niños.

Esa mañana, mientras el agua caía sobre el rostro de Manuel, muchos de esos recuerdos, que casi siempre mantenía escondidos en un rincón de su mente, salían y lo atormentaban. Un velo de ira cubría sus ojos, cuando se permitía mostrar algún pensamiento, porque casi siempre su rostro inmutable, era como de granito ante los demás. Había construido su vida sobre los escombros de su niñez y le puso bases fuertes con su voluntad y su aplomo. Pocas personas lo habían visto sonreír, no era alguien con facilidad para los amigos. Realmente, si contara con una mano las personas en quienes confiaba, le sobrarían varios dedos.

Jamás lo habían podido convencer de asistir a alguna fiesta de la oficina. En su Departamento sus compañeros lo respetaban porque hacía un trabajo impecable, pero ninguno podía decir que sentía afecto por él. Nadie había logrado conversar con él lo suficiente para saber si les simpatizaba. No era un hombre huraño o antipático, solo no socializaba. Era de pocas palabras y mantenía a distancia a todo el mundo.

Vestido con un traje gris, con corbata y camisa impecablemente blanca, se fue a la pequeña cocina de su apartamento y se preparó una taza de café. Puso el líquido en un vaso termo y lo cerró. Tomó las llaves del bol donde permanecían invariablemente cerca de su maletín, cuidadosamente colocado a un lado de la puerta, sobre la mesita que para ese fin había puesto allí. En su vida, todo estaba organizado, cuidadosamente planificado y en el apartamento todo permanecía en un único lugar indefectiblemente. Sus rutinas no se modificaban y se seguían con férreo rigor.

Justo antes de salir como cada día, se miró al espejo que estaba en esa pared al lado de la puerta y echó un último vistazo a su apariencia. Cualquiera podría pensar al verlo que lo hacía por vanidad, pero en realidad, era por ese afán de que todo estuviera correcto. Sí, sin dura era un neurótico más, que no soportaba pensar en andar por el mundo con el nudo de su corbata torcido.

Vio su rostro en el espejo. Perfectamente afeitado, cada cabello negro en su lugar, aquellos ojos castaños tan oscuros que daban la impresión de ser negros, su nariz levemente torcida a causa de los golpes recibidos en las peleas de su juventud, la pequeña cicatriz en su ceja derecha, su barbilla fuerte y cuadrada, los labios delgados siempre apretados. No era el rostro que encontrarían en las páginas de una revista, pero era casi atractivo. Solo lo oscurecía aquella expresión fría y seria.

Con su llavero en las manos, abrió la puerta y salió. Nunca había faltado a su trabajo, entraba y salía a las horas exactas. Sin la menor duda, era el empleado modelo de su departamento.

Subió a su auto y salió del estacionamiento. Otro día, otra batalla.

Alex se levantó contra su voluntad y arrastró los pies hasta el baño para terminar de despertar con el agua.

Era una experta vistiéndose a toda velocidad, con cualquier cosa que se le atravesara frente a los ojos cuando abría el armario. Tomó un sweater gris de lana y una falda amplia color café y se los echó encima. Se calzó unas botas grises de tacón medio y recogió su cabello indomable en una cola, la cual terminó convirtiendo en una trenza, en un intento de aplacar la rebeldía de su fino cabello rojo. Apenas pasó una brocha con polvos faciales por su rostro y aplicó un poco de brillo en los labios, naturalmente rosados. Miró el óvalo de su rostro y pensó que la vida podría haber sido más indulgente con su cara ya que le había dado aquel cabello que no pasaba desapercibido en ningún lugar. Siempre sonreía cuando pensaba que el único lugar donde no estaría fuera de lugar sería en una convención de payasos.

Nunca pensó que su rostro era bonito. Sin embargo, sus grandes ojos verdes centelleaban y le daban un aire de ingenuidad que casi la hacían ver como un personaje de animé japonés. Su nariz muy pequeña para el resto de sus facciones, se veía como una discutible protuberancia bajos sus ojos. Ella no se consideraba atractiva en ninguna forma, pero su rostro siempre levantado y listo para dar pelea si la buscaban, le daba una apariencia hermosa. Era una chica agradable, de sonrisa fácil, pero de carácter difícil, sobre todo cuando se trataba de proteger a sus amados perros. No existía una furia peor que la suya cuando presenciaba un maltrato hacia algún canino.

Se miró de pasada en el espejo de su peinadora, pero no le dio mayor importancia a que el sweater y la falda no formaban precisamente una combinación adecuada.

— A quien no le guste, que mire a otro lado— era su respuesta cuando alguien hacía un comentario sobre su indumentaria. Para ella la ropa era solo un requisito social y lo llenaba con cualquier cosa.

Su madre jamás aprobó su forma de vestir y cuando estaban juntas hacían un contraste descomunal. Elinor siempre era correcta, nunca salió de su habitación sin la ropa, el maquillaje y el peinado perfectos. A veces Alex tenía la impresión de que su madre pasaba la noche sentada para no arrugar su ropa ni despeinar su cabello. No podría nunca ser de esa forma, ni lo deseaba.

Sentía que en la vida había demasiadas cosas importantes como para pasarla pensando en la apariencia.

Y así vivió y creció. Algunas personas se quedaban sin palabras cuando se enteraban de que había vendido alguna pintura o antigüedad de la casa para comprar comida para sus perros o pagar facturas del veterinario. Y cuando alguien se lo comentaba, la mujer solo respondía encogiéndose de hombros y decía: "ni siquiera me gustaba, no lo escogí yo".

Aquel día justo antes de salir a su trabajo en esa empresa donde fungía como analista de sistemas, llegó Ariana, su amiga y compañera de trabajo, quien cada mañana la recogía en su auto para ir juntas a la oficina. La linda joven, siempre la ayudaba a atender a los perros antes de salir.

— ¡Hola, Alex! —gritó desde la puerta.

Alex respondió desde la cocina.

— ¡Acá! Ven a tomar café conmigo,

Como todos los días, antes de irse, las muchachas servían platos con croquetas para los chicos y llenaban los recipientes del agua. Si alguno requería algún medicamento o atención especial, ese era el momento para recibirlo.

Alex revisaba a Igor, el cual se encontraba recostado en su camita, aún lastimado, pero ya había comido un poco y tomado agua. Con un largo gotero, Alex le suministraba el analgésico recetado. Ariana entró a la cocina y se sirvió café en una taza y luego tomó la lista de medicamentos que faltaban. Afortunadamente, solo había un par más por suministrar. Lo hizo y terminaron con el agua y el alimento.

— ¡Gracias, Ariana! No sé si lograría hacer esto a tiempo si no tuviera tu ayuda. Creo que llegaría tarde al trabajo cada día.

— Aun así, muchas veces llegamos tarde, agradece que le sonrío "cariñosamente" a Adrián y cuando le coqueteo, olvida la hora. Es tan lindo…— la joven sonrió pícara. Su bello rostro se iluminó. — Vámonos, Roja, habrá mucho tránsito.

Cuando salían, un gato entró al jardín y la manada se volvió loca. Los ladridos y gruñidos eran ensordecedores. El gato alcanzó a subir a un árbol, pero los perros continuaban ladrando furiosos.

Por más que lo intentaban, las chicas no lograban acallar el bullicio y por la hora temprana, los vecinos comenzaron a protestar desde sus ventanas. Y pronto el escándalo era peor con los perros y las personas gritando improperios. Finalmente, el gato dio un salto desde la rama del árbol, se trepó a la tapia y corriendo asustado, abandonó el jardín. Por fin los perros se fueron calmando y los vecinos por igual.

Alex miró a Ariana preocupada, no era la primera vez que sucedía y ya le habían amenazado con denunciarla a Salubridad, por la cantidad de perros. Sus vecinos la apreciaban, sabían que los perros eran bien atendidos, pero no soportaban más ni el ruido ni los olores que producían. Era cuestión de tiempo. Alex se disculpaba con todos y trataba de agradarlos horneándoles galletitas en Navidad y haciéndoles favores, como cuidar de sus mascotas cuando salían de viaje. Pero sabía que ya estaban hartos y que la denuncia podría ocurrir en cualquier momento y estaba casi segura de que vendría de ese señor odioso de la casa de la esquina, que se quejaba más que cualquiera a pesar de ser el que estaba más alejado de ellos.

¿Por qué sus padres no pudieron comprar una casa más alejada de la zona céntrica o con casas más separadas entre sí? Era la pregunta que se hacía Alex cada vez q se encontraba en esa situación, pero era una manera de eludir el problema: su obsesión con los perros. No sabía qué hacer si les quitaran a sus bebés.

Una vez calmados, los perros continuaron con sus juegos normales, sin saber que esa conducta los podría separar de su hogar.

Las chicas subieron al auto y se dirigieron al trabajo.

— Alex, tienes que hacer algo con los perros, cualquier día de estos te van a denunciar, no sé cómo no lo han hecho, en mi vecindario ya te habrían quemado en una hoguera.

— Lo sé, mujer, lo sé, pero no sé qué hacer, le he conseguido hogar a muchos.

— ¿Muchos? Uno o dos de cada treinta querrás decir,

— ¡Son mis bebés! No es justo que me los quieran quitar,

— Lo que no es justo es que solo vivas para cuidar de los perros, te juro que entiendo que los quieras, yo también amo esa manada de bichos raros, pero tienes que pensar en ti, te vas a volver loca.

— Según todos piensan que ya lo estoy ¿o no?

— Vámonos, llegaremos tarde.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo