LUNA DE MIEL EN PARIS

                               

Sarah

—¡Sarah!— la voz de Cristhian me despertó. No sabía en qué momento había logrado conciliar el sueño; mis párpados estaban tan hinchados de llorar que apenas podía abrir los ojos.

—Hola— le dije después de sentarme en el borde de la cama de un movimiento brusco. Era extraño despertar con él ahí. Me levanté y miré a mi alrededor buscando algo que limpiar o arreglar; ya estaba programada para eso. Cogí unas sábanas y comencé a doblarlas.

—Deja eso— dijo, fastidiado, mientras estaba parado debajo del dintel. Ya no llevaba el traje de la boda, sino jeans y camiseta. Miró su reloj, me miró con el ceño fruncido—. Cámbiate— me ordenó—, nuestro vuelo sale en una hora.

—¿Nuestro vuelo?— pregunté mientras me frotaba los ojos. Él me miró indignado, pero su gesto cambió de un segundo a otro; sonrió y dejó escapar aire por la nariz, un resoplido.

—Me he casado con una mujer corriente como tú— dijo, dando pasos lentos hacia mí. Me miró a los ojos, yo aparté la mirada, mi corazón se arrugó dentro de mi pecho hasta volverse nada. El vacío que quedó en su lugar era la sensación más espantosa de todas—. Pero no esperabas que pasara mi luna de miel en un lugar corriente como este— agregó. Yo miré a mi alrededor; desde mi punto de vista, estábamos en un palacio, pero él tenía razón: aquello no era nada comparado a lo que Cristhian estaba acostumbrado.

—Sí, lo siento— susurré.

—No, no te disculpes. No es tu culpa ser quien eres— me miró de los pies a la cabeza como si yo fuese una escultura hecha de basura. Entonces, mi corazón volvió a estar en su lugar, pero latía como loco, desbocado, sin control, y dolía; dolía mucho.

—Lo siento— dije de nuevo de forma inconsciente. Él puso los ojos en blanco y se dio la vuelta. Antes de salir, volvió el rostro hacia mí.

—Toma una ducha, luces terrible—. Sus pasos al alejarse le arrancaban pequeños susurros al suelo. Yo cogí aire en una exclamación, como si me faltara, y lo dejé salir. Hice lo que dijo, tomé una ducha y me arreglé.

"Una mujer corriente", pensé mientras me miraba al espejo. Él tenía razón, no tengo nada de especial: mi cabello es castaño oscuro, ondulado; mis ojos son café; mi piel es blanca, bastante pálida entonces, lo cual era lógico, pues nunca había salido de la mansión Vandervert. "Una mujer corriente", pensé mientras salía de la habitación. Era muy poca cosa para él. Él lo sabía y yo también, pero entonces, ¿por qué se había casado conmigo?

Llegamos al aeropuerto minutos después de la hora de embarque, pero el avión no había despegado; esperaba a los Vandervert. El señor y la señora Vandervert, "la feliz pareja".

El hotel en París tenía vista a la Torre Eiffel. Pasé unos treinta minutos contemplándola hasta que llamaron a la puerta.

—Ve a ver quién es— me ordenó Cristhian.

—Quiero ver a Cris— la voz de la mujer llegó a mí al mismo tiempo que el olor de su perfume, provocativo, enviciante; algodón de azúcar. Tuve que estirar el cuello para mirarla a los ojos: dos gotas azules fulgurantes, estaba enojada. Era hermosa; su cabello caía como un par de cascadas de oro a ambos lados de su cuello, su silueta era perfecta, iba vestida como para una fiesta elegante.

"Una mujer corriente", esas palabras me atravesaron el pecho. Así debía lucir una mujer para estar al nivel de Cristhian Vandervert, pensé.

—¿Elena? ¿Qué haces aquí?— me giré para ver a Cristhian; estaba hecho una feria, caminaba hacia la puerta a zancadas. Me hizo a un lado, salió y cerró la puerta.

Acerqué mi oído a la puerta intentando escucharlos; apenas oía susurros, un poco de llanto. Cuando todo se calmó, pensé que se habían ido. Abrí la puerta apenas lo suficiente para asomarme y entonces los vi unidos en un beso apasionado. Me alejé y cerré los ojos con fuerza, como si con eso pudiera borrar aquella imagen de mi cabeza.

Aquella noche, Cristhian me hizo mujer. Fue un poco brusco, pero nunca había sentido lo que me hizo sentir. Cuando estaba a punto de alcanzar el clímax, susurró un nombre a mi oído. No era mi nombre.

—"Elena"— dijo en un gemido de placer; su aliento tibio acarició mi oído mientras él se derramaba dentro de mí.

No fue la última vez que escuché ese nombre durante el sexo; aquel día en el hotel tampoco fue la última vez que vi a Elena. Aquella mujer era mayor que yo, tal vez por unos diez años o más, pero era espectacular, deslumbrante. Ella formó parte de nuestras vidas, una sombra que oscurecía nuestro matrimonio, un secreto que todos en la mansión Vandervert conocían, pero del que nadie se atrevía a hablar.

Pasé los siguientes tres años tratando de ser la mujer que Cristhian Vandervert merecía. Dejar de ser una mujer corriente fue mi meta desde mi noche de bodas. Me sometí a mil y un tratamientos de belleza, tenía un asesor de imagen que me decía qué usar en cada ocasión. Elegían por mí incluso la lencería, todo de marca, elegante, de buen gusto. Además de eso, fui la esposa más fiel, más sumisa y complaciente, pero jamás pude ganarme el corazón de Cristhian.

La misma pregunta me pasaba por la cabeza una y otra y otra vez: ¿Por qué se casó conmigo si no me ama? Supe la respuesta el día de nuestro tercer aniversario de bodas; ese día también supe que toda mi vida fue una mentira. Supe quién era Elena en realidad y ese día mi mundo rompió en mil pedazos.

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