La Esposa sumisa. Ya no más
La Esposa sumisa. Ya no más
Por: Sasa Roand
LA BODA

                     

Sarah

Mi nombre es Sarah Blake y mi historia comienza el día que debía ser el más feliz de mi vida: mi boda.

Los estilistas terminaron de arreglarme después de cuatro largas horas. Cuando me vi en el espejo, no me reconocí. El vestido hecho a medida era el más hermoso del mundo. El peinado, el maquillaje, las joyas, todo era... era un sueño.

¿Cómo es que una persona como yo se casaría con un Vandervert? Aquella pregunta no había abandonado mis pensamientos desde el día en que me dieron la noticia. ¿Por qué yo? ¿Qué tengo de especial? El joven Cristhian jamás me había mirado. La frase más larga que me había dicho en toda su vida había sido algo como: "El piso está sucio, ve a limpiarlo". Y ahí estaba yo, una semana después de cumplir dieciocho años, casándome con ese chico rico, guapo, elegante.

Tal vez se había enamorado perdidamente de mí y se había enfrentado a sus padres, diciéndoles que se casaría con la hija de la sirvienta, así el mundo estuviese en contra. Aquello no tenía el menor sentido, pero yo estaba ahí, a punto de caminar hacia el altar, y aquel pensamiento inocente era lo único que podía explicarlo todo.

Me di un pellizco en el dorso de la mano. Si aquello era un sueño, quería despertarme antes de acabar más enamorada de aquel hombre.

—Sarah —escuché justo después de sentir el pellizco en mi mano—. ¡Qué hermosa estás!

Era la señora Vandervert, luciendo tan radiante como siempre en un vestido verde esmeralda. Ese fue el color de mi boda; la propia señora Vandervert lo había elegido y, en ese momento, entendí por qué: era el color exacto de sus ojos, y el vestido hacía juego con ellos a la perfección.

—Gracias —le respondí con un hilo de voz, desviando la mirada al suelo. Cristhian me había pedido que dejara de evitarle la mirada a él o a cualquiera de su familia, pero esa iba a ser una costumbre difícil de quitar. Desde que tenía memoria, se me había ordenado no hablarles si ellos no me hablaban primero, no mirarlos a los ojos, pues podían tomarlo como una falta de respeto. Pero ese día me convertiría en una de ellos.

La señora Vandervert extendió el ramo de flores hacia mí.

—Ya es hora —sonrió con los labios juntos. Me pareció una sonrisa forzada, pero aquella había sido la primera vez que esa mujer me sonreía, así que me sentí en las nubes. Cogí el ramo y caminé en dirección a las cortinas que me separaban del corredor hacia el altar.

La iglesia era pequeña y estaba casi vacía. Solo la familia Vandervert estaba presente.

La ceremonia y la fiesta fueron sencillas, muy diferentes de las que acostumbraba hacer la familia Vandervert. Pero yo estaba extasiada. El simple hecho de ser una Vandervert me tenía hipnotizada. A decir verdad, había algo que me preocupaba más que tener una gran fiesta. Estaba ansiosa por la luna de miel; aquella noche perdería mi virginidad con Cristhian, y eso me ponía los nervios de punta.

Cuando entramos al hotel, mi reacción fue un grito de emoción. Siempre había pensado que el lugar más hermoso del mundo era la mansión Vandervert, pero aquel sitio la superaba por mucho. Corrí hacia una fuente dorada que estaba en el medio de un gran salón y metí mi mano en el agua. Aún recuerdo la sensación cálida.

—Compórtate —Cristhian me susurró al oído, cogiéndome del brazo con fuerza. Su voz era seca y su tono agresivo, casi un gruñido. Sentí mis mejillas arder. Lo seguí en silencio todo el camino hacia la habitación, solo que no era una habitación, sino una casa entera, todo hermoso, reluciente y lujoso.

—Si necesitan algo, solo llamen a recepción —dijo la chica vestida de negro y blanco, hizo una reverencia y salió junto con el muchacho que había empujado el carro con nuestras maletas. Yo quería recorrer el lugar, explorarlo, tocar todo, pero me quedé ahí parada, al lado de Cristhian, esperando a que él me dijera qué hacer.

—Ven —dijo él, caminando a través de un salón. Abrió una puerta y entró—. Tú dormirás aquí.

Me señaló una cama. Lo miré directo a los ojos, como siempre se me había prohibido. El par de gemas esmeralda eran severos y fríos. Le sostuve la mirada, llena de incertidumbre. Nos acabábamos de casar y me estaba diciendo que yo dormiría ahí, en una cama pequeña, una cama para una sola persona. No lo entendí, y él tampoco me lo explicó. Hizo un gesto de repulsión, como si le diera tanto asco que no soportara mirarme. No era la primera vez que me miraba de esa forma. Se dio media vuelta, se alejó y cerró con un portazo.

¿Qué había hecho mal? ¿Lo había ofendido de alguna forma? ¿Había hecho algo indebido durante la fiesta? Mi cabeza se llenó de preguntas y mis ojos de lágrimas.

Desde que la señora Vandervert me dijo que me casaría con su hijo, había soñado un millón de veces con el día de la boda. Pero había soñado aún más con la noche de bodas. En mis sueños, Cristhian era gentil, dulce; me tomaba en sus brazos con pasión y, a partir de esa noche, éramos felices para siempre. La realidad fue un trago amargo, uno de los más tristes. Me acosté en la cama sin quitarme el vestido blanco. Lloré hasta quedarme dormida.

Un ruido me despertó. Eran puertas abriendo y cerrando, conversaciones, risas. Había personas afuera. Me levanté de un salto, me limpié el rostro y me acomodé el vestido. Tal vez la fiesta iba a continuar ahí, en nuestra suite de hotel. Tal vez Cristhian solo me había pedido que descansara en esa cama individual para que estuviera lista más tarde en la noche. Giré la perilla de la puerta. Pero no abrió. Lo intenté otra vez, y otra, y otra. Estaba encerrada.

El barullo de afuera cesó por un momento. Lo siguiente que escuché fue a una mujer gimiendo, gimiendo de placer, gritando complacida.

—¡Sí, Cristhian! ¡Sí! ¡Oh por Dios! ¡Sabes cómo me encanta!

Sentí mis mejillas arder. Tapé mi boca para contener el ruido de mi llanto. Era Sarah Vandervert, la esposa del heredero más rico del país, y ahí estaba, encerrada en una habitación, escuchando cómo mi esposo complacía a otra en nuestra noche de bodas.

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