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Cuando salimos, lo que vi fue un caos total. Cientos de esas cosas estaban esparcidas por todas partes, y los cuerpos de hombres y mujeres yacían inmóviles, esparcidos como muñecos rotos. Sentí que el estómago se me revolvía, y sin darme cuenta, apreté el brazo de Viggo como si eso pudiera protegerme de todo.

—Si esto es un sueño, por favor, despiértame —le supliqué, casi en un susurro.

—No lo es —me contestó Viggo, con una calma que me hizo preguntarme si estaba más loco que yo o simplemente ya había perdido el miedo a todo.

El padre de Viggo, Eirik, se acercó a nosotros con esa seriedad abrumadora que parecía ser un rasgo familiar. Me lanzó una mirada rápida, luego centró su atención en su hijo, agarrándolo del brazo y escaneándolo con los ojos, como si pudiera ver más allá de la carne.

—¿Qué pasó? —preguntó, señalando la herida en el abdomen de Viggo.

—Me distraje, pero estoy bien —le mintió Viggo con una cara tan tranquila que casi me lo creí yo también.

Eirik me lanzó una mirada
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