—Espero disfrute de la fiesta, joven.
David León arrugó el entrecejo por un instante, pero enseguida le mostró una amplia sonrisa a Efraín, el chofer de su hermano Danilo, quien fue el encargado de recibirlo en el aeropuerto después de su largo viaje desde Europa.
—Gracias, amigo, eso tenlo por seguro —garantizó y estrechó la mano del moreno—. Deja mi equipaje en casa de mi hermano, él lo recibirá con gusto —ironizó y salió del auto en medio de las risas divertidas del chofer, quien sabía tanto como él, que Danilo recibiría sus pertenencias como si le estuvieran entregando las llantas inservibles de un auto.
Al quedar de espaldas al vehículo se le borró la sonrisa y observó con frialdad la enorme mansión, con helipuerto privado en la azotea, que se alzaba frente a él.
Se paró firme frente a unas escalinatas de granito que se extendían a través de unos jardines cuidados. Cerró los botones de la chaqueta de su traje, se ajustó la corbata y comenzó a adentrarse en ese mundo fabricado a base de mentiras, del que una vez había logrado escapar.
Un rígido mayordomo le dio entrada al hogar de los Acosta Castillo, una de las familias más adineradas de Venezuela.
Don Leonel Acosta era el dueño de un conglomerado de medios de comunicación conformado por periódicos impresos y digitales, portales web, revistas, estaciones de radio y editoriales.
Además, poseía acciones en el canal de televisión más importante del país y en ocasiones, participaba como productor de películas y documentales para el cine.
—Lo esperan en el área de la piscina, joven —notificó el mayordomo y le señaló el pasillo que atravesaba los extensos salones del hogar.
Caminó con premura, pero al llegar a unas puertas acristaladas que daban paso al exterior se detuvo y lanzó una mirada melancólica en dirección a las montañas siempre verdes que bordeaban el lugar, pertenecientes al estado Miranda. El fulgor de las estrellas y de la luna las cubría con su brillo.
Su memoria se sumergió por un instante en un pasado lejano y salvaje, que le había dejado experiencias intensas, pero también, heridas profundas.
Su imagen se reflejó en el vidrio, y al observarla, comprendió que ya no era el mismo.
Esa apariencia pulcra, de contextura atlética y enfundada en trajes confeccionados a la medida, piel bronceada, cabellos castaños bien cortados y mirada café e inexpresiva, le otorgaba la imagen ideal del sujeto prudente que pretendía ser.
Sin embargo, estaba distante del joven desgarbado, indetenible, divertido y ocurrente que le sacaba canas verdes a sus padres en su época universitaria, se enamoraba de todas las mujeres que pasaban por su lado y vivía hambriento de aventuras, con millones de sueños por cumplir.
Aquel joven del pasado estuvo tan embriagado por la vida que nunca midió las consecuencias de sus actos. Hasta que la tragedia lo miró a los ojos y le mostró la cara oculta de la luna, extinguiendo sus ansias por ser diferente.
Su vista se alejó de las montañas al captar un movimiento en los jardines colindantes a la piscina.
Una joven sonriente y hermosa, ataviada con un corto vestido de coctel blanco y con una larga y rubia cabellera que se batía sobre su espalda, se acercó a él.
David desechó los recuerdos frustrantes y dibujó una sonrisa seductora en su rostro. Era momento de sacar al ruedo su personalidad oportunista, aquella que construyó en el exterior y fue forjada con cada una de las gotas de sangre que derramaron las heridas que le marcaron el alma.
Abrió las puertas corredizas y salió al jardín. Amanda Dietrich Castillo lo envolvió en un firme abrazo por el cuello y le estampó un beso en los labios.
—¡Por fin estás aquí! —expresó con alegría.
—¿Cómo negarme a una orden de Leonel Acosta? —exteriorizó él y besó el cuello de la mujer.
Amanda tomó el comentario como un gracioso sarcasmo y rió con sonoridad.
—Ven —lo aupó y desenvolvió su abrazo para tomarlo de la mano—, mi tío se pondrá feliz cuando te vea —expresó con un gesto coqueto y lo dirigió hacia uno de los extremos de la piscina, donde un grupo de hombres, vestidos de manera informal: con camisas tipo guayaberas y pantalones de lino, mantenían un animado debate sentados alrededor de un mesón.
Algunos fumaban puros y otros bebían licores de etiquetas exclusivas mientras criticaban las últimas medidas económicas anunciadas por el gobierno de turno.
—Mira quién está aquí —informó Amanda en dirección al hombre ubicado a la cabeza del grupo: un sujeto de unos sesenta años, de contextura bastante delgada, casi huesuda, cabellos castaños y rostro severo poblado de arrugas.
Después de lanzar una mirada evaluativa hacia David y repasarlo de pies a cabeza con sus ojos café, Leonel Acosta se levantó de su asiento con las cejas arqueadas. Sacó de su boca el tabaco que mordía y alzó el vaso de whisky como saludo.
—David León —enunció con una media sonrisa—. Qué bueno tenerte por estas tierras.
—Hablas con tanto gusto que me haces pensar que lo dices de corazón —formuló él socarrón. Leonel gruñó inconforme.
—Si te hice venir desde Londres es por un asunto de suma importancia.
—No pensé que algún día podría serte útil. Sin embargo, aquí me tienes, tío.
Amanda sonrió. Aunque la relación real entre los hombres era la de padrino y ahijado, las esperanzas se le renovaron al escuchar el calificativo que David había utilizado para dirigirse a Leonel Acosta.
Estaba ansiosa por entablar un noviazgo serio y estable con él, pero David le era muy escurridizo.
—Vayamos a mi despacho, no me gusta perder el tiempo —indicó Leonel y pasó por su lado con indiferencia en dirección a la mansión.
David se despidió de Amanda con un beso en los labios y, mientras le acariciaba la mandíbula, sus profundos ojos se clavaron en los de la mujer enviándole silenciosas promesas que la hicieron sonreír.
Leonel y David entraron a la vivienda y se sumergieron por iluminados pasillos adornados con elegancia hasta llegar al despacho, una habitación con amplios ventanales y paredes cubiertas por ladrillos grises, que le daban al ambiente un aire rustico.
—Toma asiento —pidió Leonel, y señaló la butaca dispuesta para la visita mientras él se ubicaba en la suya, tras el escritorio.
—¿Para qué me hiciste venir? ¿No tienes suficientes dianas en este lugar que puedan recibir tus flechas? —consultó David y se sentó con postura relajada en el asiento.
Observaba a Leonel con atención, sin poder evitar que la curiosidad lo invadiera. Había notado el estado deplorable en el que se hallaba el hombre, sabía que llevaba años enfermo, pero nunca imaginó que la complejidad de sus males fuera tan seria.
Su casi extrema delgadez no podía ser normal.
Al dirigirse al despacho Leonel fue atacado en dos oportunidades por una tos expectorante nada agradable, además, caminaba arqueado y con lentitud.
Las grandes ojeras, la mirada cansada y los hombros caídos evidenciaban lo mal que se hallaba. El aire arrogante e invencible que antes proyectaba, lo había perdido casi por completo.
Le hubiera gustado preguntarle por su salud, pero eso afectaría el semblante estoico que se esforzaba por mantener desde que había llegado a ese país, para dejar en claro que no se sentía a gusto.
Leonel apoyó el tabaco que mordía en un cenicero de cristal y el whisky sobre un posavasos, así pudo hurgar sin inconvenientes entre una pila de documentos que tenía junto al computador.
—Necesito que asumas uno de mis negocios.
David por un momento perdió la sonrisa, pero enseguida sacó al ruedo su careta de chico alegre y despreocupado.
Llevaba cuatro años sin tocar tierras venezolanas y pensó nunca más hacerlo. Imaginó que ese viaje, producto de una supuesta «situación personal», lo obligaría a estar allí por un período corto, pero eso de: «necesito que asumas uno de mis negocios», implicaba un lapso de tiempo más extenso.
—¡Vaya! La situación debe estar bien difícil en este país para que tengas que hacerme venir desde Londres y hacer uso de mis facultades.
Leonel afincó una mirada retadora en el joven.
Aquellos pares de ojos, tan iguales, pero a la vez tan diferentes a los de David, se entrelazaron con los del chico permitiéndole a este apreciar un atisbo melancólico reflejado en las pupilas del empresario.
David apretó los puños por instinto, creyó confundir aquello con una súplica, pero Leonel enseguida desvió la mirada y le ocultó sus sentimientos.
—Quiero expandir mis empresas agrícolas para hacerlas tan sólidas como los medios de comunicación que manejo —explicó, al tiempo que dejaba frente a David y sobre el escritorio la carpeta. Él no se movió para tomarla, mantenía su atención fija en el hombre—. Y ya que tienes algo de experiencia en ese asunto, me gustaría que asumieras el reto.
David respondió a esas palabras con una leve risa irónica. Leonel, antes de recibir un sarcasmo más del joven, tuvo que completar su alocución con una clara advertencia:
—Han pasado cuatro años, es hora de que te enfrentes a tus problemas y me retribuyas la ayuda que te he brindado.
David se mostró sorprendido.
—¿Esa ayuda no era desinteresada? —inquirió mordaz, a pesar de haber experimentado un oleaje de frustración y rabia en su organismo.
—Nada en este mundo carece de interés.
—Recuerdo que en aquella oportunidad hiciste mención a la gran amistad que habías tenido con mi padre y al amor incalculable que aún sientes por…
—¡Ya basta! —lo calló con severidad—. No se te ocurra ofenderme, David, mucho menos a tu madre, porque te juro que la pagarás —advirtió y lo señaló a la cara con un dedo.
David arqueó las cejas sin perder sus facciones divertidas y se inclinó para tomar la carpeta que le había entregado.
—¿Esperas que sea tan leal como lo fuiste con mi padre?
Leonel resopló con cansancio.
—Espero que por una vez seas inteligente, aproveches las oportunidades que te entrego y no sigas metiendo el dedo en la llaga, o me olvidaré de las promesas que un día hice.
—Eso sí me da miedo —se burló mientras revisaba los documentos que se hallaban dentro de la carpeta—. Pero tranquilo, juré mantener la boca cerrada y yo sí puedo ser consecuente con mis promesas.
Las últimas palabras David las expresó con indiferencia. No obstante, el rostro se le transformó a medida que leía los papeles guardados en la carpeta.
Leonel se mantenía imperturbable, lo observaba con atención. Era consciente de lo mucho que le afectaba al joven la noticia que acababa de entregarle.
—¡¿La Colonia Tovar?! ¡¿Qué demonios pretendes?! —gruñó David exasperado y clavó una mirada furiosa en su padrino.
—Ya te dije, necesito que asumas…
—¡¿Es un chiste?! —inquirió y se levantó de la silla con el cuerpo rígido.
—No lo es —aseguró Leonel con firmeza—. Me cedieron unas tierras en la zona a cambio del pago de una deuda y sabes lo delicada que está actualmente la situación en el país con respecto a los espacios improductivos. Si no pongo esas tierras a trabajar me las expropia el gobierno, o las invaden. Quiero que te encargues de activarlas cuanto antes.
—¡¿En la Colonia Tovar?! ¡No podía ser otro sitio que ese maldito lugar! —vociferó David. La ira le corría con celeridad por las venas.
Leonel suspiró con agobio.
—No puedes esconderte toda la vida. ¿Siempre vas a huir de las tragedias del pasado?
El joven apretó con fiereza la mandíbula. Sus ojos café estaban encendidos por la rabia.
A Leonel le dolía más que a él aquella situación, pero no podía evitarlo. Debía obligar a David a enfrentar sus propios miedos.—Dispuse una casa para ti en el pueblo, así podrás llevar a cabo y con comodidad el trabajo en las tierras —explicó Leonel. Se esforzaba por mostrarse neutral ante la cólera reprimida que manifestaba el chico—. La empresa de Armando Pocaterra será la encargada de construir lo que te parezca más factible en la zona y cosechará lo que decidas. En la carpeta hallarás los rubros que los analistas han determinado prudente para la siembra, asegurando la producción y la exportación de los mismos —señaló y tomó de nuevo el vaso de whisky para dar un trago largo a la bebida—. Armando tiene la orden de hacer lo que le indiques —completó, antes de ser atacado por la tos.—Tengo responsabilidades en Londres —reclamó David, petrificado por la irritación.Miraba con rabia como el hombre se esforzaba por recuperar la compostura.—Me encargaré de eso.A Leonel Acosta no le g
David salió de la habitación mientras subía la cremallera de su pantalón. Iba descalzo y sin camisa.Se dirigió a la cocina, al tiempo que intentaba poner en orden sus cabellos con los dedos de las manos. A puerta contigua a su dormitorio se abrió saliendo de allí un hombre.—¡Trae hielo! —pidió una voz femenina desde el interior.—Sí, mi vida. Descansa, ya vuelvo —aseguró el sujeto que vestía solo unos pantalones cortos.Su respuesta arrancó una sonrisa burlona en David.—Que complaciente eres —se mofó al tenerlo a su lado.—Maldita sea —se quejó Gonzalo Pocaterra, un joven rubio, de cuerpo fibroso y mirada burlona—. Si no fuera porque esa mujer es una fiera en la cama, la mandaría hoy mismo al carajo.David rió mientras entraban en la cocina del elegante y amplio apartamento que Amanda ocupaba con Sabrina Landaeta, su mejor amiga y socia, ubicado en una de las zonas más opulentas de Caracas.Se sirvió un poco de agua y se sentó en una banqueta que halló junto a una encimera. Miraba
El enfado hacía que Jimena se moviera por instinto. Atravesó a pie la larga calle asfaltada mientras el sol se ocultaba tras las montañas.Al divisar en la lejanía el hogar construido íntegramente de ladrillos rojos, con techo de tejas oscuras y bordeado por un hermoso jardín cubierto de follajes y rosas, las emociones parecieron calmarse en su interior.Una incipiente curiosidad la motivó a acercarse y empuñar con una de sus manos el enrejado negro que protegía la construcción.Sus ojos admiraron la vivienda cimentada sobre una pequeña colina. Todo a su alrededor era verde y natural, y el hogar tan rojo, que daba la impresión de ser un gran rubí asentado entre esmeraldas.Debía confesar que era más hermosa de lo reflejado en las fotografías de baja resolución que su padre le había facilitado. Y no estaba para nada destruida ni abandonada, como él le aseguró.Se acercó a la puerta de hierro que daba entrada a la casa, ubicada bajo un marco de ladrillos con forma de arco. Tocó el timbr
—Buenos días —saludó Jimena al entrar en la cocina a la mañana siguiente de su llegada a la Colonia Tovar, envuelta en un grueso abrigo.El sol ya había hecho acto de presencia en el cielo, pero nubes blancas debilitaban la luz natural. Aquello le daba la impresión de encontrarse en las primeras horas de la jornada y dejaba el frío anclado sobre la tierra.La noche anterior no volvió a encontrarse con Tomás Reyes. El hombre estuvo encerrado en su despacho mientras ella acompañaba a Malena en la cocina.Escuchó miles de anécdotas de su madre al tiempo que miraba con admiración como Malena elaboraba unos delicados dulces de leche con formas de fruta, que luego pintaba con colorantes comestibles y finalmente cubría con azúcar.Nunca había consumido tanto dulce antes de dormir, pero la agradable charla y los exquisitos aromas la ayudaron olvidarse de sus problemas y entregarse al llamado seductor de esas golosinas.—¡Buenos días, mi niña! —la saludó con efusividad Malena que no se notaba
David entró en la primera propiedad que Leonel Acosta le había asignado y suspiró al evaluarla con la mirada: piedras, infinidad de árboles inútiles, zanjones mal construidos, charcos y restos de cultivos sembrados sin ningún tipo de orden poblaban el terreno.Aquel lugar le daría más trabajo del que había supuesto y eso que era la primera de las cinco propiedades que le habían encargado.—Pablo y yo comenzaremos el inventario de los árboles y de los cultivos —informó Gonzalo y se sumergió junto a un chico delgado y moreno en el interior del terreno.David dejó de lado las inquietudes que aquella región le producía y se concentró en su responsabilidad. Ubicó tres puntos estratégicos a lo largo del lugar para realizar la evaluación del suelo.Hora y media después se hallaba en el fondo de la propiedad, hacía figuritas de barro y estudiaba el tipo de animalitos que convivían bajo la tierra.Gonzalo se acercó a él con la frente perlada de sudor.—Hay mucho que puede aprovecharse, pero co
Jimena se encontraba en la habitación donde había pasado la noche y que se limitó de evaluar al no saber a quién pertenecían las cosas que allí se encontraban.Al enterarse de que todo había sido propiedad de su madre, se estremeció. Ahora tenía tanto de la mujer que no sabía cómo reaccionar.Revisó los cajones y descubrió algunos pocos ornamentos para el cabello y sobre las repisas se encontraba una colección de adornos tallados en madera y un joyero de aluminio tipo vintage, con un ovalado de plástico pegado a la tapa, rodeado de piedras que imitaban a rubíes y en el que estaba dibujado un hermoso cesto de rosas rojas.Al abrirlo, quedó maravillada por la cantidad de joyas que había dentro y que, según Malena, le fueron obsequiadas a su madre por Filippo Merlo Reyes, el anterior dueño de la casa y novio de Adelaida.Al menos, eso le otorgaba una explicación de cómo la mujer había podido adueñarse de la propiedad: se la cedió su novio antes de que él muriera.Suspiró mientras cerraba
Subieron al auto de David en silencio y enseguida tomaron el camino hacia el pueblo.Jimena tenía las emociones atoradas en la garganta, él podía percibirlo, sentía la obligación de decir algo, pero no sabía qué.Tampoco quería que la mujer estallara en llanto, no sabría cómo manejar esa situación.—Orquídeas —expresó de forma repentina. Ella giró el rostro para observarlo confusa, con los ojos inundados de lágrimas—. Creo haber visto orquídeas en el jardín de la casa —comentó, procuraba distraerla al continuar con la absurda discusión que habían mantenido antes de que Tomás Reyes los interrumpiera—. Me parece que también habían lirios y girasoles —completó y mostró una sonrisa que a Jimena le resultó demasiado atractiva—. Esos últimos los recuerdo bien, mi mamá tenía muchos girasoles en casa, era fanática de ellos, y a mí me encantaba deshojarlos —confesó y le guiñó un ojo.Ella no pudo evitar sonreír, pero la alegría le duró poco, los recuerdos la abrumaron.—No tengo idea de lo que
El sujeto que hablaba con los turistas pronto reparó en ellos.—Pero, ¡mira qué sorpresa! —exclamó el hombre trigueño al notar la presencia de David. Enseguida se acercó—. ¡Sabías que vendrías a verme! —le dijo y lo recibió con un abrazo— ¡Deborah! —gritó con energía, haciendo sobresaltar a Jimena.Una mujer de piel negra y con el cabello poblado de delgadas trenzas atadas en las puntas con elásticos de colores, salió del interior del local mientras tomaba el contenido de una taza humeante que tenía entre las manos.La dama sonrió complacida al ver a David y le lanzó un beso desde la distancia.—Bienvenido a Venezuela —lo saludó. Él le agradeció el gesto lanzándole otro beso.—Por favor, explícale a los turistas en inglés el tour hacia Puerto Maya —pidió el sujeto trigueño a la mujer—, creo que no comprenden mi español.Deborah, con simpatía, comenzó a conversar con los británicos. Pronunciaba cada palabra como si fuera una azafata que daba instrucciones dentro de un avión comercial.