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Capítulo 3. Un mundo fabricado con mentiras.

—Espero disfrute de la fiesta, joven.

David León arrugó el entrecejo por un instante, pero enseguida le mostró una amplia sonrisa a Efraín, el chofer de su hermano Danilo, quien fue el encargado de recibirlo en el aeropuerto después de su largo viaje desde Europa.

—Gracias, amigo, eso tenlo por seguro —garantizó y estrechó la mano del moreno—. Deja mi equipaje en casa de mi hermano, él lo recibirá con gusto —ironizó y salió del auto en medio de las risas divertidas del chofer, quien sabía tanto como él, que Danilo recibiría sus pertenencias como si le estuvieran entregando las llantas inservibles de un auto.

Al quedar de espaldas al vehículo se le borró la sonrisa y observó con frialdad la enorme mansión, con helipuerto privado en la azotea, que se alzaba frente a él.

Se paró firme frente a unas escalinatas de granito que se extendían a través de unos jardines cuidados. Cerró los botones de la chaqueta de su traje, se ajustó la corbata y comenzó a adentrarse en ese mundo fabricado a base de mentiras, del que una vez había logrado escapar.

Un rígido mayordomo le dio entrada al hogar de los Acosta Castillo, una de las familias más adineradas de Venezuela.

Don Leonel Acosta era el dueño de un conglomerado de medios de comunicación conformado por periódicos impresos y digitales, portales web, revistas, estaciones de radio y editoriales.

Además, poseía acciones en el canal de televisión más importante del país y en ocasiones, participaba como productor de películas y documentales para el cine.

—Lo esperan en el área de la piscina, joven —notificó el mayordomo y le señaló el pasillo que atravesaba los extensos salones del hogar.

Caminó con premura, pero al llegar a unas puertas acristaladas que daban paso al exterior se detuvo y lanzó una mirada melancólica en dirección a las montañas siempre verdes que bordeaban el lugar, pertenecientes al estado Miranda. El fulgor de las estrellas y de la luna las cubría con su brillo.

Su memoria se sumergió por un instante en un pasado lejano y salvaje, que le había dejado experiencias intensas, pero también, heridas profundas.

Su imagen se reflejó en el vidrio, y al observarla, comprendió que ya no era el mismo.

Esa apariencia pulcra, de contextura atlética y enfundada en trajes confeccionados a la medida, piel bronceada, cabellos castaños bien cortados y mirada café e inexpresiva, le otorgaba la imagen ideal del sujeto prudente que pretendía ser.

Sin embargo, estaba distante del joven desgarbado, indetenible, divertido y ocurrente que le sacaba canas verdes a sus padres en su época universitaria, se enamoraba de todas las mujeres que pasaban por su lado y vivía hambriento de aventuras, con millones de sueños por cumplir.

Aquel joven del pasado estuvo tan embriagado por la vida que nunca midió las consecuencias de sus actos. Hasta que la tragedia lo miró a los ojos y le mostró la cara oculta de la luna, extinguiendo sus ansias por ser diferente.

Su vista se alejó de las montañas al captar un movimiento en los jardines colindantes a la piscina.

Una joven sonriente y hermosa, ataviada con un corto vestido de coctel blanco y con una larga y rubia cabellera que se batía sobre su espalda, se acercó a él.

David desechó los recuerdos frustrantes y dibujó una sonrisa seductora en su rostro. Era momento de sacar al ruedo su personalidad oportunista, aquella que construyó en el exterior y fue forjada con cada una de las gotas de sangre que derramaron las heridas que le marcaron el alma.

Abrió las puertas corredizas y salió al jardín. Amanda Dietrich Castillo lo envolvió en un firme abrazo por el cuello y le estampó un beso en los labios.

—¡Por fin estás aquí! —expresó con alegría.

—¿Cómo negarme a una orden de Leonel Acosta? —exteriorizó él y besó el cuello de la mujer.

Amanda tomó el comentario como un gracioso sarcasmo y rió con sonoridad.

—Ven —lo aupó y desenvolvió su abrazo para tomarlo de la mano—, mi tío se pondrá feliz cuando te vea —expresó con un gesto coqueto y lo dirigió hacia uno de los extremos de la piscina, donde un grupo de hombres, vestidos de manera informal: con camisas tipo guayaberas y pantalones de lino, mantenían un animado debate sentados alrededor de un mesón.

Algunos fumaban puros y otros bebían licores de etiquetas exclusivas mientras criticaban las últimas medidas económicas anunciadas por el gobierno de turno.

—Mira quién está aquí —informó Amanda en dirección al hombre ubicado a la cabeza del grupo: un sujeto de unos sesenta años, de contextura bastante delgada, casi huesuda, cabellos castaños y rostro severo poblado de arrugas.

Después de lanzar una mirada evaluativa hacia David y repasarlo de pies a cabeza con sus ojos café, Leonel Acosta se levantó de su asiento con las cejas arqueadas. Sacó de su boca el tabaco que mordía y alzó el vaso de whisky como saludo.

—David León —enunció con una media sonrisa—. Qué bueno tenerte por estas tierras.

—Hablas con tanto gusto que me haces pensar que lo dices de corazón —formuló él socarrón. Leonel gruñó inconforme.

—Si te hice venir desde Londres es por un asunto de suma importancia.

—No pensé que algún día podría serte útil. Sin embargo, aquí me tienes, tío.

Amanda sonrió. Aunque la relación real entre los hombres era la de padrino y ahijado, las esperanzas se le renovaron al escuchar el calificativo que David había utilizado para dirigirse a Leonel Acosta.

Estaba ansiosa por entablar un noviazgo serio y estable con él, pero David le era muy escurridizo.

—Vayamos a mi despacho, no me gusta perder el tiempo —indicó Leonel y pasó por su lado con indiferencia en dirección a la mansión.

David se despidió de Amanda con un beso en los labios y, mientras le acariciaba la mandíbula, sus profundos ojos se clavaron en los de la mujer enviándole silenciosas promesas que la hicieron sonreír.

Leonel y David entraron a la vivienda y se sumergieron por iluminados pasillos adornados con elegancia hasta llegar al despacho, una habitación con amplios ventanales y paredes cubiertas por ladrillos grises, que le daban al ambiente un aire rustico.

—Toma asiento —pidió Leonel, y señaló la butaca dispuesta para la visita mientras él se ubicaba en la suya, tras el escritorio.

—¿Para qué me hiciste venir? ¿No tienes suficientes dianas en este lugar que puedan recibir tus flechas? —consultó David y se sentó con postura relajada en el asiento.

Observaba a Leonel con atención, sin poder evitar que la curiosidad lo invadiera. Había notado el estado deplorable en el que se hallaba el hombre, sabía que llevaba años enfermo, pero nunca imaginó que la complejidad de sus males fuera tan seria.

Su casi extrema delgadez no podía ser normal.

Al dirigirse al despacho Leonel fue atacado en dos oportunidades por una tos expectorante nada agradable, además, caminaba arqueado y con lentitud.

Las grandes ojeras, la mirada cansada y los hombros caídos evidenciaban lo mal que se hallaba. El aire arrogante e invencible que antes proyectaba, lo había perdido casi por completo.

Le hubiera gustado preguntarle por su salud, pero eso afectaría el semblante estoico que se esforzaba por mantener desde que había llegado a ese país, para dejar en claro que no se sentía a gusto.

Leonel apoyó el tabaco que mordía en un cenicero de cristal y el whisky sobre un posavasos, así pudo hurgar sin inconvenientes entre una pila de documentos que tenía junto al computador.

—Necesito que asumas uno de mis negocios.

David por un momento perdió la sonrisa, pero enseguida sacó al ruedo su careta de chico alegre y despreocupado.

Llevaba cuatro años sin tocar tierras venezolanas y pensó nunca más hacerlo. Imaginó que ese viaje, producto de una supuesta «situación personal», lo obligaría a estar allí por un período corto, pero eso de: «necesito que asumas uno de mis negocios», implicaba un lapso de tiempo más extenso.

—¡Vaya! La situación debe estar bien difícil en este país para que tengas que hacerme venir desde Londres y hacer uso de mis facultades.

Leonel afincó una mirada retadora en el joven.

Aquellos pares de ojos, tan iguales, pero a la vez tan diferentes a los de David, se entrelazaron con los del chico permitiéndole a este apreciar un atisbo melancólico reflejado en las pupilas del empresario.

David apretó los puños por instinto, creyó confundir aquello con una súplica, pero Leonel enseguida desvió la mirada y le ocultó sus sentimientos.

—Quiero expandir mis empresas agrícolas para hacerlas tan sólidas como los medios de comunicación que manejo —explicó, al tiempo que dejaba frente a David y sobre el escritorio la carpeta. Él no se movió para tomarla, mantenía su atención fija en el hombre—. Y ya que tienes algo de experiencia en ese asunto, me gustaría que asumieras el reto.

David respondió a esas palabras con una leve risa irónica. Leonel, antes de recibir un sarcasmo más del joven, tuvo que completar su alocución con una clara advertencia:

—Han pasado cuatro años, es hora de que te enfrentes a tus problemas y me retribuyas la ayuda que te he brindado.

David se mostró sorprendido.

—¿Esa ayuda no era desinteresada? —inquirió mordaz, a pesar de haber experimentado un oleaje de frustración y rabia en su organismo.

—Nada en este mundo carece de interés.

—Recuerdo que en aquella oportunidad hiciste mención a la gran amistad que habías tenido con mi padre y al amor incalculable que aún sientes por…

—¡Ya basta! —lo calló con severidad—. No se te ocurra ofenderme, David, mucho menos a tu madre, porque te juro que la pagarás —advirtió y lo señaló a la cara con un dedo.

David arqueó las cejas sin perder sus facciones divertidas y se inclinó para tomar la carpeta que le había entregado.

—¿Esperas que sea tan leal como lo fuiste con mi padre?

Leonel resopló con cansancio.

—Espero que por una vez seas inteligente, aproveches las oportunidades que te entrego y no sigas metiendo el dedo en la llaga, o me olvidaré de las promesas que un día hice.

—Eso sí me da miedo —se burló mientras revisaba los documentos que se hallaban dentro de la carpeta—. Pero tranquilo, juré mantener la boca cerrada y yo sí puedo ser consecuente con mis promesas.

Las últimas palabras David las expresó con indiferencia. No obstante, el rostro se le transformó a medida que leía los papeles guardados en la carpeta.

Leonel se mantenía imperturbable, lo observaba con atención. Era consciente de lo mucho que le afectaba al joven la noticia que acababa de entregarle.

—¡¿La Colonia Tovar?! ¡¿Qué demonios pretendes?! —gruñó David exasperado y clavó una mirada furiosa en su padrino.

—Ya te dije, necesito que asumas…

—¡¿Es un chiste?! —inquirió y se levantó de la silla con el cuerpo rígido.

—No lo es —aseguró Leonel con firmeza—. Me cedieron unas tierras en la zona a cambio del pago de una deuda y sabes lo delicada que está actualmente la situación en el país con respecto a los espacios improductivos. Si no pongo esas tierras a trabajar me las expropia el gobierno, o las invaden. Quiero que te encargues de activarlas cuanto antes.

—¡¿En la Colonia Tovar?! ¡No podía ser otro sitio que ese maldito lugar! —vociferó David. La ira le corría con celeridad por las venas.

Leonel suspiró con agobio.

—No puedes esconderte toda la vida. ¿Siempre vas a huir de las tragedias del pasado?

El joven apretó con fiereza la mandíbula. Sus ojos café estaban encendidos por la rabia.

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