Capítulo 2. La misteriosa herencia.

Rodrigo Luna estaba en la quiebra. Eso creía Jimena.

Su padre ya había dilapidado toda la herencia que Esperanza Sartori había dejado a su hija Dayana.

En una ocasión Jimena escuchó por accidente una conversación que su padre había mantenido con Douglas Herrera, su abogado.

—Tienes que inyectar una gran cantidad de capital a tus cuentas para salir del atolladero en el que te hayas inmerso. Si no lo haces, te comerán los intereses y te costará mucho más salir de ellos.

—¿Y de dónde voy a sacar ese dinero? Ya no tengo más propiedades qué vender.

—Haz una doble hipoteca de esta casa. Puedo conseguirte una reunión con el gerente del Banco Central, pero tienes que presentarle un buen proyecto de recuperación financiera para que te lo conceda mientras muevo para ti otros contactos en las grandes esferas bancarias.

Rodrigo gruñó inconforme.

—Asumir una nueva hipoteca para pagar la primera no me parece una buena solución. Tengo una última carta bajo la manga, pero necesito tiempo. La dificultad aquí radica en convencer a un cabeza dura de entregarme una propiedad que podría sacarme de este fango.

Jimena podía deducir que la propiedad a la que su padre se refería, era la misteriosa casa que su madre le había dejado en herencia en la Colonia Tovar, un asentamiento agrícola y turístico de raíces alemanas ubicado en las montañas más altas de la cordillera de la costa venezolana.

Lo que desconcertaba a la joven era esa posibilidad de que Adelaida le dejara algo en herencia, sobre todo, una vivienda.

En vida, Adelaida nunca fue una mujer con dinero. Después de que Rodrigo ganara su custodia, ella fue trasladada a la casa de los Luna y poco se comunicaba con su madre.

Por orden de un juez los encuentros se limitaban a los fines de semana, pero se alargaron a uno por mes cuando Adelaida se mudó a la Colonia Tovar para trabajar como empleada de limpieza en una finca de rosas.

Conversaban en ocasiones por vía telefónica, casi siempre de cosas que habían hecho durante el tiempo en que no se veían, pero su madre nunca le confesó que poseía propiedades en aquellas tierras.

Una sensación de reproche se instaló en su pecho. Creía que había sido cercana a su madre mientras esta estuvo con vida, pero al parecer, Adelaida fue tan extraña para ella como ahora lo era Rodrigo.

—Hay algo que debo informarles —anunció el hombre a su familia luego de la cena, cuando estaban reunidos en la sala tomando una bebida caliente—. El lunes viajaremos a la Colonia Tovar —declaró—. Iremos todos, ya que pienso hacer negocios con unos alemanes defensores de la unión familiar y para convencerlos deben verme con mi familia —comentó con sarcasmo—. Además, Jimena debe evaluar una propiedad que le dejó su madre en herencia.

Tamara y Dayana emitieron una exclamación ahogada después de las últimas palabras. Dayana observó a su hermana con escepticismo, pero Tamara parecía molesta.

Jimena bajó la mirada hacia su café, no por timidez, sino para esconder su irritación.

—¿Adelaida tenía propiedades? —inquirió Dayana sin poder ocultar su asombro.

Jimena, al alzar el rostro para verla, logró atisbar un brillo de burla reflejado en su mirada.

—Solo será por unos días —manifestó Rodrigo ignorando la pregunta de su hija mayor—. Conseguí reservaciones en una posada que tiene increíbles vistas a las montañas y paseos turísticos incluidos. Hasta disfrutaremos de una cena elegante con una de las familias más importantes de la zona, así que pueden tomarlo como unas vacaciones exclusivas.

—¡Vacaciones! ¡Qué bien! —vociferó Alejandro con la boca llena de comida y las manos alzadas.

Tamara lo retó para que mantuviera la compostura, aún demostrando su inquietud por el anuncio.

La mujer poseía una personalidad envidiosa que no podía disimular. Aunque se había propuesto ser una madre ejemplar para todos los hijos de su esposo, sin marcar diferencias, con Jimena tenía una relación tirante que no lograba armonizar de ninguna manera. Como si ambas estuvieran predestinadas a ser indiferentes una de la otra por naturaleza.

En su pasado, Tamara había sido una enfermera de clase media más cercana al nivel bajo que a cualquier otro. Vivía con una tía en la capital, lejos de su humilde familia asentada en el oriente del país, mientras trabajaba en la clínica donde Esperanza Sartori trataba su cáncer.

Ella ocultaba esos orígenes por vergüenza, por eso no congeniaba con Jimena, que en cierto modo tenía unos similares.

Al conocer a Rodrigo Luna, la mujer no dudó en mantener una aventura clandestina con él. Le fascinaba su porte elegante y su vida ostentosa.

Al quedar embarazada, el hombre pretendió alejarse de ella, pero su astucia fue más veloz y logró establecer acuerdos con él conformándose con las migajas que podía entregarle a cambio de no hacer pública la relación, ni al niño concebido entre ambos.

Así estuvieron por dos años hasta que Esperanza murió y ella se las ingenió para meterse poco a poco en aquella familia y ocupar un puesto predominante.

—Me parece una propuesta interesante, papá —comunicó Dayana mientras se ponía de pie—. Evaluaré mis posibilidades y te comunicaré mañana mi decisión —concluyó antes de darles la espalda y marcharse sin despedirse.

La chica era totalmente independiente, pero consciente de que su mayor fuente de ingreso se la aportaba su padre. «Su decisión» ya estaba tomada, ella solo lo mencionaba para no perder ante otros esa imagen de «mujer libre y empoderada».

Si podía ayudar a que el hombre fortaleciera los negocios, lo haría con el mismo ánimo con que se reunía con sus amistades. No estaba dispuesta a perder su estilo de vida.

—Sabes que con nosotros cuentas para ese viaje —aseguró Tamara en referencia a ella y a su hijo, y continuó bebiendo su té con actitud soberbia.

—Yo en cambio, quisiera que conversáramos un poco más sobre ese tema —pidió Jimena, pero al ver que su padre la observó con una mezcla de incredulidad y disgusto agregó:— No puedo reclamar algo que desconozco. Al menos, entrégame la información completa sobre esa fulana herencia y explícame por qué ahora, seis años después de la muerte de mi madre, me informas que me dejó una propiedad.

Tamara y Alejandro pasearon su mirada asombrada entre Rodrigo y Jimena. No era habitual que la chica se impusiera y le exigiera a su padre explicaciones sobre algo.

Jimena, aunque estaba furiosa, se mantenía lo más imperturbable posible. Nunca tuvo afán por inmiscuirse en los asuntos de su propia familia y pretendía conservar esa costumbre hasta que pudiera marcharse muy lejos de ellos, pero esa situación la afectaba y modificaba sus planes.

Si se dejaría arrastrar por las condiciones de su padre, quería contar con todos los por qué.

—Lo haremos, cuando termine mi descanso —dictaminó el hombre con severidad y atendió el resto de su café, a pesar de que había decidido minutos antes no beber más. Solo quería ignorarla—. En mi despacho —concluyó para evitar la mirada aireada que la chica le dirigía.

Jimena respiró hondo antes de disculparse y retirarse a su habitación. No le permitirían más insolencias. Si decía o exigía algo más, la tratarían con tanta agresividad que hasta podían golpearla.

Había logrado evitar que su padre le diera un bofetón desde hacía varios años, al mantenerse al margen, pero aquella situación amenazaba con hacer volver las malas costumbres.

Una hora después tocó con suavidad la puerta del despacho de su padre.

—Adelante —respondió una voz disgustada al otro lado.

Jimena entró a una habitación amplia poblada de muebles de madera oscura, organizados sobre una alfombra de pelo corto en colores caobas.

—Soy toda oídos —declaró la chica mientras tomaba asiento en una de las sillas ubicadas frente al escritorio.

Rodrigo le lanzó una mirada evaluativa con el ceño fruncido.

—No hay mucho que saber. Tu madre dejó una propiedad que yo administré como correspondía. Ahora necesitamos de ella, por eso debemos viajar.

—¿La administraste como correspondía? ¿Es propiedad dejaba algún tipo de ganancia? ¿Existe un testamento o algo por el estilo que pueda revisar?

Rodrigo suspiró exasperado y se recostó en el respaldo de su butaca.

—Lo hay, pero todo eso lo maneja Douglas. No necesitas revisar nada.

—¿No? ¿Con qué argumentos voy a reclamar ese terreno? —inquirió Jimena, y mantuvo la mirada fija en su padre.

—¡Con el único argumento de que eres la hija de Adelaida Ramos, la anterior dueña de esa propiedad! —señaló con irritación y bajó la vista hacia el manojo de documentos que estuvo leyendo antes de que ella llegara.

Jimena se mordió los labios y tamborileo con la punta de los dedos el brazo de la silla. Sabía que Rodrigo le negaría información. No estaba acostumbrado a dar explicaciones, menos a ella.

—Mi mamá no tenía dinero, lo sabes, y mi familia materna es tan pobre que trabajan bajo el sol durante el día para poder comer algo en la noche. Nada tienen más allá de la casa donde todos viven hacinados en la Guajira, lo único que quiero saber es de donde salió esa herencia.

—Adelaida tenía sus mañas para conseguir lo que quería —masculló el hombre, haciendo gala de un tono con doble sentido y sin alzar la vista.

—Papá, no te permitiré…

El reclamo que Jimena pretendía lanzar hacia Rodrigo por haber ofendido a su madre fue cortado por la mirada lacerante que este le dedicó.

—¡Tú no estás aquí para permitir nada! Que no se te olvide cómo ni por qué estás en esta casa —asestó el hombre con una expresión gélida en el rostro. Jimena quedó de piedra, con la rabia y la indignación represadas en sus pupilas—. Viajarás con nosotros a la Colonia Tovar el lunes, recuperarás los documentos de propiedad para entregármelos y luego puedes hacer con tu vida lo que quieras. ¿Entendido?

Ella se levantó de la silla sin dejar de observar con desafío a su padre y apretó la mandíbula para mantener bajo un férreo control sus emociones.

—Prescindiría de ti si fuera posible, sabes que no te soporto —continuó Rodrigo—, pero el hombre que cuida la casa no quiere tratar conmigo, así que no tengo otras opciones —reprochó antes de regresar su atención a los papeles que leía.

Jimena cerró los puños por unos segundos, ansiosa por gritarle muchas verdades a su padre en la cara, pero al ser consciente de que con eso no lograría nada, solo empeorar su situación, se esforzó por relajar la tensión de su cuerpo.

Dio media vuelta y salió del despacho, seguida por los ojos cautelosos del hombre.

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