Hijos del pecado. Un romance prohibido
Hijos del pecado. Un romance prohibido
Por: Johana Connor
Capítulo 1. La cruz que debo cargar.

—¡Señorita, está lista la cena!

Jimena Luna Ramos resopló al escuchar el llamado del ama de llaves.

Dejó caer el libro que leía sobre su pecho y deseó ser absorbida por el colchón de la cama donde se hallaba acostada.

Una misteriosa desaparición sería la excusa perfecta para no verse obligada a compartir otra asfixiante reunión familiar.

Sin embargo, en medio de un suspiro salió de la habitación con semblante sombrío, dispuesta a juntarse con sus familiares en el comedor.

Las «normas de la casa» no le permitían faltar a ese compromiso. Ni siquiera sus veintiún años de edad le concedían la potestad para revelarse contra esas costumbres.

Le aliviaba la idea de que pronto se iría esa casa. Se alejaría lo más que pudiera de la familia Luna para liberarse de esa pesada cruz. Aquel había sido el acuerdo que había llegado con su padre y estaba loca por que se cumpliera.

Mientras caminaba hacia el comedor pasó frente a la puerta entornada del dormitorio de su hermana mayor, Dayana Luna Sartori.

La joven, como siempre, se miraba en el espejo agregándose varias capas de rímel con el iPod instalado a unos parlantes portátiles y el manos libre de su teléfono móvil ajustado a las orejas.

De esa manera podía maquillarse, escuchar música y conversar al mismo tiempo, así su mente y oídos se desconectaban de la realidad viviendo sumergida en su propio mundo. Ajena a lo que sucedía a su alrededor.

Aunque entre Dayana y ella solo se interponían dos años vida, las diferencias se erguían como gruesas murallas que las separaban y hacían imposible la comunicación.

Dayana era alta, delgada y de cintura estrecha, características que la ayudaban a resaltar en su carrera como modelo. Gracias a su larga cabellera castaña, convertida en rubia con la ayuda de toneles de tintes, y su rostro angelical nunca pasaba desapercibida. Rasgos heredados de su difunta madre, Esperanza Sartori.

De su padre lo único que obtuvo fueron sus ojos color ámbar.

Jimena, en cambio, no era rubia ni deseaba serlo. Le encantaba su cabello lacio y negro como la noche (al igual que sus ojos). En sus ojos rasgados y pequeños y en su piel trigueña se revelaba el legado genético dejado por su también difunta madre, Adelaida Ramos, producto de su descendencia Wayúu (tribu indígena asentada entre los límites de Venezuela y Colombia, en la península de la Guajira).

«Eres igual a tu madre», expresaba constantemente su padre, aunque siempre utilizando un tono de reproche y mencionándolo cada vez que quería destacar los rasgos que la diferenciaban del resto de los integrantes de la familia Luna.

—¡El último es un huevo podrido!

La joven casi fue arrollada por la anatomía robusta de su hermano de ocho años, Alejandro Luna Ceballos, un chico alto para su edad, de rostro pecoso y cabellos tan rubios como el trigo, o quizás, como los de su madre, Tamara Ceballos, la espigada y elegante mujer que ahora caminaba detrás de él haciendo sonar en el parqué sus tacones.

—¡Qué indetenible es mi chiquito! —pronunció la mujer con orgullo y como para sí misma, mientras pasaba junto a Jimena (también atropellándola) para seguir a su hijo y evaluar que no hiciera una travesura antes de la comida.

Tamara era altiva y sofisticada, la finura empacada en un cuerpo delgado y curvilíneo, y adornado por un cabello suave y recortado a la altura de la mandíbula.

Sus movimientos eran sinuosos, como los de una serpiente, y su mirada arrogante. Siempre observaba a sus allegados con los ojos entornados y por encima de su hombro, a menos que se tratara de alguien superior a ella en rango social o económico. En ese caso mostraba una cara más bondadosa y humilde.

—Está despeinado. Tendré que apresurarme para arreglarle los cabellos antes de que lo vea Rodrigo.

La mujer parecía hablar sola, aunque en realidad, aquello lo hacía cuando sabía que alguien la escuchaba. Era su forma de entablar una conversación: sin establecer vínculos con su interlocutor para no ser interrumpida, solo escuchada.

Jimena atravesó el salón ignorando los esfuerzos de Tamara por detener los incesantes brincos de Alejandro y acomodarle los cabellos, pero no pudo evitar desviar su atención hacia el chico cuando percibió, por el rabillo del ojo, que su hermano subía al respaldo de un sofá.

El niño se paró muy firme sobre la cima y estiró los brazos en forma de cruz. Luego se lanzó sobre el mueble ubicado frente a él antes de que su madre intentara atraparlo en el aire.

A Jimena le fascinó el brillo de alegría y satisfacción que los ojos color ámbar de su hermano reflejaron mientras caía de panza sobre un sillón.

Una punzada de envidia le recorrió el pecho. Ansiaba experimentar una emoción tan placentera y viva como la que el chico había conocido durante su peripecia.

Que le hiciera estallar la adrenalina en sus venas y le arrancara una inmensa sonrisa de júbilo.

Al llegar al comedor, ocupó su lugar en la mesa. Su padre ya estaba sentado en la cabecera.

Él asumía una pose despreocupada en la silla, con su cuerpo alto y robusto enfundado en un traje hecho a la medida.

La cabeza la tenía tapada con un documento que leía, pero al sentir que alguien se ubicaba dos puestos más alejado de él bajó los papeles para dirigir una mirada hacia el recién llegado.

—Ah, eres tú —masculló con desagrado y se incorporó en la silla dejando el documento a un lado.

Sus ojos ambarinos, resaltados en una cara ancha de cejas pobladas, observaron la nada con actitud pensativa.

—Ya recibiste tú título universitario —habló Rodrigo Luna a su hija—. ¿Qué piensas hacer ahora?

Jimena respiró hondo antes de hablar.

—Me ofrecieron unas suplencias en Valencia —comentó, haciendo mención a la oferta de trabajo que la principal universidad pública de esa región de Venezuela le había hecho llegar—. Marcos me ayudó a ubicar una residencia cerca de la universidad —explicó, nombrando a su mejor amigo, un chico con una mente privilegiada para los números y las estadísticas, quién había obtenido la mención honorífica summa cum laude en la promoción de economistas de la que ambos habían salido hacía apenas unas semanas.

—Bien —agregó Rodrigo sin verla, pero con una expresión de alivio en el rostro—. ¿Cuándo piensas marcharte?

—La próxima semana.

—Y las clases, ¿cuándo inician?

—A finales de septiembre.

Hubo un incómodo silencio entre ellos. Solo se escuchaban los murmullos provenientes del salón privado. Dayana parecía contarle a Tamara algo que le habían revelado en su conversación telefónica mientras Alejandro cantaba incoherencias en voz alta para molestar a su madre y a su hermana.

—Como aún faltan dos meses para que comiencen las clases, ¿podrías demorar la mudanza?

En esa ocasión Jimena alzó la cabeza hacia su padre y lo observó con el ceño apretado.

A pesar de vivir bajo el mismo techo desde que ella tenía doce años, nunca fueron cercanos. Le resultaba insólito que le pidiera más tiempo para estar en esa casa cuando el deseo de ambos era lo contrario.

—Necesito un… favor de tu parte. —Rodrigo mantuvo la misma postura, solo dirigió sus ojos claros hacia la chica. Jimena conservaba su expresión desconcertada—. Que viajes con nosotros a la Colonia Tovar el próximo lunes.

Ella arqueó las cejas. ¿Un viaje familiar? ¿Acaso su padre estaba al borde de la muerte?

—¿Yo? ¿Con ustedes? —balbuceó.

Durante los años de convivencia, jamás habían hecho juntos un viaje de placer.

—Sí, verás… —Rodrigo suspiró mientras se incorporaba en la silla—. Tu madre antes de morir te dejó una propiedad como herencia. —La joven amplió las órbitas de sus ojos—. No es gran cosa, pero ahora podría servirnos de algo. La idea es viajar a la Colonia Tovar para evaluar el estado de la propiedad y tomar allí una decisión, pero el dueño actual se niega a darme autoridad sobre esas tierras. Dice que solo te entregará a ti las llaves de la casa y el título de propiedad.

—¿A mí? ¿El dueño actual?

Jimena no podía salir de su asombro. Sin embargo, la conversación se vio truncada por la entrada del resto de la familia al comedor.

Alejandro corría sin parar alrededor de la mesa, gritaba tonadas que él solo comprendía. Tamara y Dayana no dejaban de comentar chismes ajenos mientras ocupaban sus asientos.

Rodrigo, con una renovada expresión de alivio, se incorporó y llamó al ama de llaves para que comenzara a servir la comida. Jimena estaba tan sumergida en sus recuerdos que no atendió la locura que se desató a su alrededor.

Su madre, Adelaida Ramos, había trabajado como camarera en un restaurante de Caracas que Rodrigo utilizaba para reunirse con sus clientes.

Allí se conocieron y vivieron un romance al margen del matrimonio que el hombre mantenía con Esperanza Sartori, la madre de Dayana. La aventura terminó al conocerse la existencia de un embarazo.

Rodrigo no quería que aquello afectara su matrimonio. Esperanza era la hija de un empresario de origen italiano que manejaba una fortalecida red de tiendas por departamento en todo el país y él era uno de sus administradores.

El flujo de dinero que aquella asociación le aportaba era demasiado rentable como para perderla por una aventura prohibida. Su intención había sido deshacerse de la niña antes de que naciera, pero Adelaida se negó y tuvo a Jimena lejos de los Luna.

No obstante, cuando Esperanza se enteró del asunto, obligó a su esposo a hacerse cargo de su hija y luchar por la custodia.

Adelaida Ramos era una mujer humilde que vivía arrimada en la casa de unos familiares en una barriada pobre de la capital y laboraba en dos empleos para hacerse cargo de las necesidades de su hija.

Una situación inconcebible para Esperanza Sartori: «una Luna no debía criarse en medio de la miseria».

No podía permitirlo, aunque sus verdaderas intenciones era castigar a la bruja que había hechizado a su marido y lo empujó al adulterio. Necesitaba quitarle lo que más quería en el mundo como venganza.

Si ella viviría con la cruz de ser una mujer engañada, Adelaida viviría con la cruz de estar lejos de su única hija.

Rodrigo cumplió con su capricho para no afectar la relación y perder su posición con los Sartori, logrando obtener la custodia de Jimena cuando esta contaba con doce años de edad.

Al morir Esperanza, aquejada por un cáncer, seis años atrás (el mismo año en que Adelaida murió a causa de una infección pulmonar), al hombre no le quedó otra opción que seguir manteniendo a su hija.

Al menos, hasta que ella tuviese la posibilidad de hacerlo por su cuenta. Situación que había alcanzado cuando culminó sus estudios, consiguió trabajo y un lugar donde mudarse.

A pesar de sus ansias por librarse de esa carga, él no podía dejarla marchar. Jimena comenzaba a descubrir que el favor que su padre le había pedido de quedarse un poco más con ellos, tenía mucho que ver con esa desconocida herencia de la que venía a enterarse ahora.

Rodrigo no le permitiría irse sin que asegurara antes esa propiedad para su familia, como parte de pago por todo lo que habían invertido en ella.

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