Capítulo 4. Abandonada.

A Leonel le dolía más que a él aquella situación, pero no podía evitarlo. Debía obligar a David a enfrentar sus propios miedos.

—Dispuse una casa para ti en el pueblo, así podrás llevar a cabo y con comodidad el trabajo en las tierras —explicó Leonel. Se esforzaba por mostrarse neutral ante la cólera reprimida que manifestaba el chico—. La empresa de Armando Pocaterra será la encargada de construir lo que te parezca más factible en la zona y cosechará lo que decidas. En la carpeta hallarás los rubros que los analistas han determinado prudente para la siembra, asegurando la producción y la exportación de los mismos —señaló y tomó de nuevo el vaso de whisky para dar un trago largo a la bebida—. Armando tiene la orden de hacer lo que le indiques —completó, antes de ser atacado por la tos.

—Tengo responsabilidades en Londres —reclamó David, petrificado por la irritación.

Miraba con rabia como el hombre se esforzaba por recuperar la compostura.

—Me encargaré de eso.

A Leonel Acosta no le gustaba aceptar un «no» por respuesta, pero además, se encontraba en un momento de su vida en que no podía recibirlos.

Necesitaba a David en Venezuela y si para eso debía valerse de los medios más cínicos, lo haría. No tenía otras opciones.

—Sé que podrás manejarlo, solo confío en ti para este asunto —agregó, notando que sus palabras no eran suficientes para convencer al joven, así que decidió ser más duro—. Cerraré la empresa en Londres si te niegas —dictaminó para dar mayor énfasis a sus palabras y simuló desinterés mientras tomaba su tabaco—, más de doscientas personas perderán su empleo si decides no asumir la responsabilidad que acabo de entregarte —concluyó con frialdad, estremeciendo a David.

Al chico le pareció que, a pesar del estado deplorable del empresario, su personalidad orgullosa y soberbia sobrevivía entre las cenizas.

Él sabía que Leonel no amenazaba en vano, era un hombre con poder, recursos y nada de corazón. Si algo quería haría hasta lo imposible por obtenerlo. Así eso incluyera pasar por encima de otros y destruirles la vida.

Cerró los puños por unos segundos antes de dibujar una sonrisa insolente en su rostro.

—Después no digas que mi insoportable presencia te molesta —advirtió y se giró sobre sus talones para dirigirse hacia la puerta con la carpeta aferrada a una de sus manos. Pero antes de salir se detuvo y observó a Leonel por sobre su hombro—. Ah, y no esperes a tu sobrina ni siquiera para desayunar mañana —le aseguró y se fue sin despedirse.

Caminó erguido por los elegantes pasillos, con el cuerpo tan tenso como las cuerdas de una guitarra, mientras sentía que el mundo se caía a pedazos a su alrededor. Por segunda vez.

En esa ocasión no miró los despojos, se mantenía impasible ante la destrucción.

*****

—Hay mucho silencio, no me gusta —lloriqueó Alejandro con su rostro pecoso adherido al cristal de la ventanilla del auto.

Observaba acongojado las interminables montañas por las que transitaban, como si fuera llevado a su habitación como castigo y no de vacaciones a través de un paraje turístico que albergaba más de cien años de historia, y contenía exuberantes bellezas naturales.

—Falta poco para llegar. ¿Cierto, Rodrigo? —expresó Tamara desde el asiento del copiloto mientras hojeaba una revista de moda.

Buscaba algo que la ayudara a mantener a raya su ansiedad.

—Estamos cerca —anunció el aludido, quien dividía su atención entre la serpenteante carretera y el mapa que tenía sobre su regazo—, este paseo será muy divertido.

Un bufido sonoro se hizo eco en el asiento trasero, emitido por el niño.

Dayana tecleaba sin parar en su teléfono móvil, sentada en el puesto del medio, e indiferente a la conversación. Se quejaba a cada rato por la poca cobertura que había en el lugar.

Jimena era la única que parecía disfrutar del paisaje.

A pesar de tener que transitar por un vía abrupta, llena de curvas cerradas y pavimento cuarteado en algunas zonas, desde la ventanilla admiraba con una diminuta sonrisa las enormes formaciones rocosas pertenecientes al Monumento Natural Pico Codazzi, de laderas desiguales y cubiertas por bosques nublados de pastos verdes.

Mientras viajaban, pensaba en la información que su padre de mala gana le había hecho llegar con su abogado sobre la propiedad.

El terreno que supuestamente recibió en herencia, era un espacio ubicado en una pendiente poco pronunciada que poseía una casa junto a una pequeña granja de flores. Cosecha que al parecer, no había sido bien atendida.

No comprendía cuál era la intención de Rodrigo: vender o explotar el feudo emplazado cerca de un poblado turístico muy concurrido en épocas vacacionales.

Su obligación consistía en reunirse con la persona que se hacía cargo de la propiedad y convencerla de entregarle lo más pronto posible toda la documentación, así como las llaves de la casa.

Rodrigo pretendía establecer en esa misma ocasión, con la familia de alemanes que visitaría, el negocio que incluiría a ese terreno.

Necesitaba dinero rápido. No podía perder más tiempo.

Llevaban casi dos horas de viaje y comenzaba a sentirse con más intensidad la tensión dentro del auto.

Alejandro y Tamara no podían controlar su inquietud, lo único que veían era más y más montañas; Dayana estaba molesta por la falta de comunicación, no le gustaba estar desconectada de su mundo por mucho tiempo; y Rodrigo, cuando pasaba más tiempo del prudente rodeado de familia, se le hacían visibles las venas en el cuello, los ojos se le dilataban y los movimientos se le volvían torpes y nerviosos.

Al llegar a una bifurcación, el hombre detuvo el vehículo al costado del camino.

Casas de arquitectura colonial alemana tipo chalets, de techos rojos y paredes blancas con tramado negro, se diseminaban por la extensión de la montaña, separadas entre sí por amplios espacios verdes. Algunos aprovechados para el cultivo de hortalizas, frutas o flores.

—Jimena, bájate del auto.

La chica arrugó el ceño ante la orden de su padre, pero obedeció en silencio. Al salir, la brisa helada del final de la tarde la obligó a entrar de nuevo en busca de su abrigo.

—¿Qué sucede? —preguntó algo aturdida al reunirse con su padre en el maletero.

Se frotaba las manos para darse calor mientras Rodrigo sacaba con premura el equipaje de la chica.

—Irás tú sola a la propiedad de tu madre —expuso Rodrigo con los hombros encogidos por el frío.

—¡¿Qué?! —acusó la joven con cierta preocupación.

—Allí viven miembros de tu familia materna, estarás bien —aseguró sin mirarla a los ojos.

Dejó la maleta sobre el bordillo de tierra y cerró de un golpe la cajuela para luego encaminarse con rapidez hacia el cálido interior del vehículo.

—¡¿Mi familia?! —acentuó ella con enfado mientras lo seguía—. ¡¿De qué hablas?! ¡No los conozco! ¡Nunca en mi vida he estado en este lugar! —expresó y dio una ojeada angustiada a los alrededores.

La carretera estaba desolada, solo se oía el silbido de la brisa que empujaba a la neblina en dirección a los valles.

—No son gente peligrosa y están ansiosos por conocerte —confesó Rodrigo al ocupar de nuevo el asiento del piloto—. Convéncelos de que te entreguen hoy mismo los documentos y las llaves de la casa. Nosotros iremos a un hotel. Es más cómodo para todos.

—¡¿Para todos?! —inquirió la chica con irritación.

Odiaba que su padre no ocultara el desapego que sentía por ella. Simplemente era la hija del medio, producto de una relación prohibida. Un saco que aumentaba la carga del burro, pero que hasta ahora no había sido útil.

Y aún no lo era. No hasta determinar si la heredad que recibiría podía servir para rescatar la economía de la familia Luna.

Si por el contrario resultaba una piedra en el zapato, de molestar a alguien, lo mejor era que lo hiciera solo con Jimena.

—No tengo tiempo para conversaciones, pronto el sol se ocultará. Hay mucha delincuencia desatada en el país y estas montañas no son una excepción. Debo llevar a Tamara y a los chicos al hotel.

La joven amplió las órbitas de sus ojos. Rodrigo se preocupaba por la seguridad de su esposa y de sus otros dos hijos, pero a ella la dejaba en medio de una soledad desconocida.

—Según el mapa, esta calle es ciega —siguió él y señaló uno de los caminos que se internaba en la montaña—. Al final está ubicada la casa de tu madre. No te perderás. Luego te llamo —concluyó y cerró con un portazo para enseguida encender el motor del auto.

Jimena lo observó paralizada, con los ojos tan brillantes como piedras preciosas. Se aferraba a las últimas esperanzas que aún mantenía en su pecho. Se negaba a creer que su padre la abandonaría a su suerte en aquel lugar.

Sin embargo, al ver que el vehículo se ponía en marcha y se alejaba con rapidez de su lado, dejando una estela de polvo, no solo las esperanzas se le esfumaron.

Todo tipo de cariño, respeto y apego que podía haber sentido por aquella gente fueron aspirados por un hoyo negro que se instaló en su corazón.

Un minuto después, al darse cuenta de que se había quedado sola, realizó un doloroso suspiro y apretó los puños antes de ir en busca de su maleta. El aire helado transformó su aliento en un vaho gélido.

Comenzó a andar en dirección al hogar, decepcionada, frustrada y enfadada. Estaba harta de ser siempre un punto muerto en la familia, un error de cálculo, una responsabilidad que ya era hora de quitarse de encima.

Debió imaginar que algo así ocurriría el día en que salió del auditorio de la universidad después de haber obtenido su título como Licenciada en Economía, y recibir una palmada en el hombro por parte de su padre: «ya cumplí con mi compromiso», fueron sus felicitaciones.

Sin haberlo supuesto, ese viaje significó lo último que compartiría con esa familia. Ahora quedaba oficialmente sola, pero antes de cortar el vínculo debía cerrar las deudas que aún tenía con ellos, haciéndoles entrega de la propiedad de su madre.

Caminó con desánimo por el bordillo de la vía, cabizbaja, en dirección a un destino incierto. El único puerto que divisaba en aquel horizonte salvaje.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo