A Leonel le dolía más que a él aquella situación, pero no podía evitarlo. Debía obligar a David a enfrentar sus propios miedos.
—Dispuse una casa para ti en el pueblo, así podrás llevar a cabo y con comodidad el trabajo en las tierras —explicó Leonel. Se esforzaba por mostrarse neutral ante la cólera reprimida que manifestaba el chico—. La empresa de Armando Pocaterra será la encargada de construir lo que te parezca más factible en la zona y cosechará lo que decidas. En la carpeta hallarás los rubros que los analistas han determinado prudente para la siembra, asegurando la producción y la exportación de los mismos —señaló y tomó de nuevo el vaso de whisky para dar un trago largo a la bebida—. Armando tiene la orden de hacer lo que le indiques —completó, antes de ser atacado por la tos.
—Tengo responsabilidades en Londres —reclamó David, petrificado por la irritación.
Miraba con rabia como el hombre se esforzaba por recuperar la compostura.
—Me encargaré de eso.
A Leonel Acosta no le gustaba aceptar un «no» por respuesta, pero además, se encontraba en un momento de su vida en que no podía recibirlos.
Necesitaba a David en Venezuela y si para eso debía valerse de los medios más cínicos, lo haría. No tenía otras opciones.
—Sé que podrás manejarlo, solo confío en ti para este asunto —agregó, notando que sus palabras no eran suficientes para convencer al joven, así que decidió ser más duro—. Cerraré la empresa en Londres si te niegas —dictaminó para dar mayor énfasis a sus palabras y simuló desinterés mientras tomaba su tabaco—, más de doscientas personas perderán su empleo si decides no asumir la responsabilidad que acabo de entregarte —concluyó con frialdad, estremeciendo a David.
Al chico le pareció que, a pesar del estado deplorable del empresario, su personalidad orgullosa y soberbia sobrevivía entre las cenizas.
Él sabía que Leonel no amenazaba en vano, era un hombre con poder, recursos y nada de corazón. Si algo quería haría hasta lo imposible por obtenerlo. Así eso incluyera pasar por encima de otros y destruirles la vida.
Cerró los puños por unos segundos antes de dibujar una sonrisa insolente en su rostro.
—Después no digas que mi insoportable presencia te molesta —advirtió y se giró sobre sus talones para dirigirse hacia la puerta con la carpeta aferrada a una de sus manos. Pero antes de salir se detuvo y observó a Leonel por sobre su hombro—. Ah, y no esperes a tu sobrina ni siquiera para desayunar mañana —le aseguró y se fue sin despedirse.
Caminó erguido por los elegantes pasillos, con el cuerpo tan tenso como las cuerdas de una guitarra, mientras sentía que el mundo se caía a pedazos a su alrededor. Por segunda vez.
En esa ocasión no miró los despojos, se mantenía impasible ante la destrucción.
*****
—Hay mucho silencio, no me gusta —lloriqueó Alejandro con su rostro pecoso adherido al cristal de la ventanilla del auto.
Observaba acongojado las interminables montañas por las que transitaban, como si fuera llevado a su habitación como castigo y no de vacaciones a través de un paraje turístico que albergaba más de cien años de historia, y contenía exuberantes bellezas naturales.
—Falta poco para llegar. ¿Cierto, Rodrigo? —expresó Tamara desde el asiento del copiloto mientras hojeaba una revista de moda.
Buscaba algo que la ayudara a mantener a raya su ansiedad.
—Estamos cerca —anunció el aludido, quien dividía su atención entre la serpenteante carretera y el mapa que tenía sobre su regazo—, este paseo será muy divertido.
Un bufido sonoro se hizo eco en el asiento trasero, emitido por el niño.
Dayana tecleaba sin parar en su teléfono móvil, sentada en el puesto del medio, e indiferente a la conversación. Se quejaba a cada rato por la poca cobertura que había en el lugar.
Jimena era la única que parecía disfrutar del paisaje.
A pesar de tener que transitar por un vía abrupta, llena de curvas cerradas y pavimento cuarteado en algunas zonas, desde la ventanilla admiraba con una diminuta sonrisa las enormes formaciones rocosas pertenecientes al Monumento Natural Pico Codazzi, de laderas desiguales y cubiertas por bosques nublados de pastos verdes.
Mientras viajaban, pensaba en la información que su padre de mala gana le había hecho llegar con su abogado sobre la propiedad.
El terreno que supuestamente recibió en herencia, era un espacio ubicado en una pendiente poco pronunciada que poseía una casa junto a una pequeña granja de flores. Cosecha que al parecer, no había sido bien atendida.
No comprendía cuál era la intención de Rodrigo: vender o explotar el feudo emplazado cerca de un poblado turístico muy concurrido en épocas vacacionales.
Su obligación consistía en reunirse con la persona que se hacía cargo de la propiedad y convencerla de entregarle lo más pronto posible toda la documentación, así como las llaves de la casa.
Rodrigo pretendía establecer en esa misma ocasión, con la familia de alemanes que visitaría, el negocio que incluiría a ese terreno.
Necesitaba dinero rápido. No podía perder más tiempo.
Llevaban casi dos horas de viaje y comenzaba a sentirse con más intensidad la tensión dentro del auto.
Alejandro y Tamara no podían controlar su inquietud, lo único que veían era más y más montañas; Dayana estaba molesta por la falta de comunicación, no le gustaba estar desconectada de su mundo por mucho tiempo; y Rodrigo, cuando pasaba más tiempo del prudente rodeado de familia, se le hacían visibles las venas en el cuello, los ojos se le dilataban y los movimientos se le volvían torpes y nerviosos.
Al llegar a una bifurcación, el hombre detuvo el vehículo al costado del camino.
Casas de arquitectura colonial alemana tipo chalets, de techos rojos y paredes blancas con tramado negro, se diseminaban por la extensión de la montaña, separadas entre sí por amplios espacios verdes. Algunos aprovechados para el cultivo de hortalizas, frutas o flores.
—Jimena, bájate del auto.
La chica arrugó el ceño ante la orden de su padre, pero obedeció en silencio. Al salir, la brisa helada del final de la tarde la obligó a entrar de nuevo en busca de su abrigo.
—¿Qué sucede? —preguntó algo aturdida al reunirse con su padre en el maletero.
Se frotaba las manos para darse calor mientras Rodrigo sacaba con premura el equipaje de la chica.
—Irás tú sola a la propiedad de tu madre —expuso Rodrigo con los hombros encogidos por el frío.
—¡¿Qué?! —acusó la joven con cierta preocupación.
—Allí viven miembros de tu familia materna, estarás bien —aseguró sin mirarla a los ojos.
Dejó la maleta sobre el bordillo de tierra y cerró de un golpe la cajuela para luego encaminarse con rapidez hacia el cálido interior del vehículo.
—¡¿Mi familia?! —acentuó ella con enfado mientras lo seguía—. ¡¿De qué hablas?! ¡No los conozco! ¡Nunca en mi vida he estado en este lugar! —expresó y dio una ojeada angustiada a los alrededores.
La carretera estaba desolada, solo se oía el silbido de la brisa que empujaba a la neblina en dirección a los valles.
—No son gente peligrosa y están ansiosos por conocerte —confesó Rodrigo al ocupar de nuevo el asiento del piloto—. Convéncelos de que te entreguen hoy mismo los documentos y las llaves de la casa. Nosotros iremos a un hotel. Es más cómodo para todos.
—¡¿Para todos?! —inquirió la chica con irritación.
Odiaba que su padre no ocultara el desapego que sentía por ella. Simplemente era la hija del medio, producto de una relación prohibida. Un saco que aumentaba la carga del burro, pero que hasta ahora no había sido útil.
Y aún no lo era. No hasta determinar si la heredad que recibiría podía servir para rescatar la economía de la familia Luna.
Si por el contrario resultaba una piedra en el zapato, de molestar a alguien, lo mejor era que lo hiciera solo con Jimena.
—No tengo tiempo para conversaciones, pronto el sol se ocultará. Hay mucha delincuencia desatada en el país y estas montañas no son una excepción. Debo llevar a Tamara y a los chicos al hotel.
La joven amplió las órbitas de sus ojos. Rodrigo se preocupaba por la seguridad de su esposa y de sus otros dos hijos, pero a ella la dejaba en medio de una soledad desconocida.
—Según el mapa, esta calle es ciega —siguió él y señaló uno de los caminos que se internaba en la montaña—. Al final está ubicada la casa de tu madre. No te perderás. Luego te llamo —concluyó y cerró con un portazo para enseguida encender el motor del auto.
Jimena lo observó paralizada, con los ojos tan brillantes como piedras preciosas. Se aferraba a las últimas esperanzas que aún mantenía en su pecho. Se negaba a creer que su padre la abandonaría a su suerte en aquel lugar.
Sin embargo, al ver que el vehículo se ponía en marcha y se alejaba con rapidez de su lado, dejando una estela de polvo, no solo las esperanzas se le esfumaron.
Todo tipo de cariño, respeto y apego que podía haber sentido por aquella gente fueron aspirados por un hoyo negro que se instaló en su corazón.
Un minuto después, al darse cuenta de que se había quedado sola, realizó un doloroso suspiro y apretó los puños antes de ir en busca de su maleta. El aire helado transformó su aliento en un vaho gélido.
Comenzó a andar en dirección al hogar, decepcionada, frustrada y enfadada. Estaba harta de ser siempre un punto muerto en la familia, un error de cálculo, una responsabilidad que ya era hora de quitarse de encima.
Debió imaginar que algo así ocurriría el día en que salió del auditorio de la universidad después de haber obtenido su título como Licenciada en Economía, y recibir una palmada en el hombro por parte de su padre: «ya cumplí con mi compromiso», fueron sus felicitaciones.
Sin haberlo supuesto, ese viaje significó lo último que compartiría con esa familia. Ahora quedaba oficialmente sola, pero antes de cortar el vínculo debía cerrar las deudas que aún tenía con ellos, haciéndoles entrega de la propiedad de su madre.
Caminó con desánimo por el bordillo de la vía, cabizbaja, en dirección a un destino incierto. El único puerto que divisaba en aquel horizonte salvaje.
David salió de la habitación mientras subía la cremallera de su pantalón. Iba descalzo y sin camisa.Se dirigió a la cocina, al tiempo que intentaba poner en orden sus cabellos con los dedos de las manos. A puerta contigua a su dormitorio se abrió saliendo de allí un hombre.—¡Trae hielo! —pidió una voz femenina desde el interior.—Sí, mi vida. Descansa, ya vuelvo —aseguró el sujeto que vestía solo unos pantalones cortos.Su respuesta arrancó una sonrisa burlona en David.—Que complaciente eres —se mofó al tenerlo a su lado.—Maldita sea —se quejó Gonzalo Pocaterra, un joven rubio, de cuerpo fibroso y mirada burlona—. Si no fuera porque esa mujer es una fiera en la cama, la mandaría hoy mismo al carajo.David rió mientras entraban en la cocina del elegante y amplio apartamento que Amanda ocupaba con Sabrina Landaeta, su mejor amiga y socia, ubicado en una de las zonas más opulentas de Caracas.Se sirvió un poco de agua y se sentó en una banqueta que halló junto a una encimera. Miraba
El enfado hacía que Jimena se moviera por instinto. Atravesó a pie la larga calle asfaltada mientras el sol se ocultaba tras las montañas.Al divisar en la lejanía el hogar construido íntegramente de ladrillos rojos, con techo de tejas oscuras y bordeado por un hermoso jardín cubierto de follajes y rosas, las emociones parecieron calmarse en su interior.Una incipiente curiosidad la motivó a acercarse y empuñar con una de sus manos el enrejado negro que protegía la construcción.Sus ojos admiraron la vivienda cimentada sobre una pequeña colina. Todo a su alrededor era verde y natural, y el hogar tan rojo, que daba la impresión de ser un gran rubí asentado entre esmeraldas.Debía confesar que era más hermosa de lo reflejado en las fotografías de baja resolución que su padre le había facilitado. Y no estaba para nada destruida ni abandonada, como él le aseguró.Se acercó a la puerta de hierro que daba entrada a la casa, ubicada bajo un marco de ladrillos con forma de arco. Tocó el timbr
—Buenos días —saludó Jimena al entrar en la cocina a la mañana siguiente de su llegada a la Colonia Tovar, envuelta en un grueso abrigo.El sol ya había hecho acto de presencia en el cielo, pero nubes blancas debilitaban la luz natural. Aquello le daba la impresión de encontrarse en las primeras horas de la jornada y dejaba el frío anclado sobre la tierra.La noche anterior no volvió a encontrarse con Tomás Reyes. El hombre estuvo encerrado en su despacho mientras ella acompañaba a Malena en la cocina.Escuchó miles de anécdotas de su madre al tiempo que miraba con admiración como Malena elaboraba unos delicados dulces de leche con formas de fruta, que luego pintaba con colorantes comestibles y finalmente cubría con azúcar.Nunca había consumido tanto dulce antes de dormir, pero la agradable charla y los exquisitos aromas la ayudaron olvidarse de sus problemas y entregarse al llamado seductor de esas golosinas.—¡Buenos días, mi niña! —la saludó con efusividad Malena que no se notaba
David entró en la primera propiedad que Leonel Acosta le había asignado y suspiró al evaluarla con la mirada: piedras, infinidad de árboles inútiles, zanjones mal construidos, charcos y restos de cultivos sembrados sin ningún tipo de orden poblaban el terreno.Aquel lugar le daría más trabajo del que había supuesto y eso que era la primera de las cinco propiedades que le habían encargado.—Pablo y yo comenzaremos el inventario de los árboles y de los cultivos —informó Gonzalo y se sumergió junto a un chico delgado y moreno en el interior del terreno.David dejó de lado las inquietudes que aquella región le producía y se concentró en su responsabilidad. Ubicó tres puntos estratégicos a lo largo del lugar para realizar la evaluación del suelo.Hora y media después se hallaba en el fondo de la propiedad, hacía figuritas de barro y estudiaba el tipo de animalitos que convivían bajo la tierra.Gonzalo se acercó a él con la frente perlada de sudor.—Hay mucho que puede aprovecharse, pero co
Jimena se encontraba en la habitación donde había pasado la noche y que se limitó de evaluar al no saber a quién pertenecían las cosas que allí se encontraban.Al enterarse de que todo había sido propiedad de su madre, se estremeció. Ahora tenía tanto de la mujer que no sabía cómo reaccionar.Revisó los cajones y descubrió algunos pocos ornamentos para el cabello y sobre las repisas se encontraba una colección de adornos tallados en madera y un joyero de aluminio tipo vintage, con un ovalado de plástico pegado a la tapa, rodeado de piedras que imitaban a rubíes y en el que estaba dibujado un hermoso cesto de rosas rojas.Al abrirlo, quedó maravillada por la cantidad de joyas que había dentro y que, según Malena, le fueron obsequiadas a su madre por Filippo Merlo Reyes, el anterior dueño de la casa y novio de Adelaida.Al menos, eso le otorgaba una explicación de cómo la mujer había podido adueñarse de la propiedad: se la cedió su novio antes de que él muriera.Suspiró mientras cerraba
Subieron al auto de David en silencio y enseguida tomaron el camino hacia el pueblo.Jimena tenía las emociones atoradas en la garganta, él podía percibirlo, sentía la obligación de decir algo, pero no sabía qué.Tampoco quería que la mujer estallara en llanto, no sabría cómo manejar esa situación.—Orquídeas —expresó de forma repentina. Ella giró el rostro para observarlo confusa, con los ojos inundados de lágrimas—. Creo haber visto orquídeas en el jardín de la casa —comentó, procuraba distraerla al continuar con la absurda discusión que habían mantenido antes de que Tomás Reyes los interrumpiera—. Me parece que también habían lirios y girasoles —completó y mostró una sonrisa que a Jimena le resultó demasiado atractiva—. Esos últimos los recuerdo bien, mi mamá tenía muchos girasoles en casa, era fanática de ellos, y a mí me encantaba deshojarlos —confesó y le guiñó un ojo.Ella no pudo evitar sonreír, pero la alegría le duró poco, los recuerdos la abrumaron.—No tengo idea de lo que
El sujeto que hablaba con los turistas pronto reparó en ellos.—Pero, ¡mira qué sorpresa! —exclamó el hombre trigueño al notar la presencia de David. Enseguida se acercó—. ¡Sabías que vendrías a verme! —le dijo y lo recibió con un abrazo— ¡Deborah! —gritó con energía, haciendo sobresaltar a Jimena.Una mujer de piel negra y con el cabello poblado de delgadas trenzas atadas en las puntas con elásticos de colores, salió del interior del local mientras tomaba el contenido de una taza humeante que tenía entre las manos.La dama sonrió complacida al ver a David y le lanzó un beso desde la distancia.—Bienvenido a Venezuela —lo saludó. Él le agradeció el gesto lanzándole otro beso.—Por favor, explícale a los turistas en inglés el tour hacia Puerto Maya —pidió el sujeto trigueño a la mujer—, creo que no comprenden mi español.Deborah, con simpatía, comenzó a conversar con los británicos. Pronunciaba cada palabra como si fuera una azafata que daba instrucciones dentro de un avión comercial.
En silencio salieron del negocio y volvieron al auto para reiniciar el viaje. El pueblo era pequeño, aunque sus calles algo inclinadas, ya que el poblado había sido edificado sobre una escarpada montaña.David manejaba sin apuro para permitirle a la chica disfrutar de los alrededores, de los pintorescos locales, de la gente cordial que no dejaba de sonreír y del fresco clima.No obstante, lo que deleitaba más a Jimena era la grata compañía de David, quien le narraba con entusiasmo la historia de la región, demostrando lo mucho que conocía la zona.En ocasiones se mostraba tan sorprendido como ella, como si redescubriera en aquel paseo las bellezas de las que hablaba.Minutos después llegaron al hotel, una construcción amplia cercada por jardines poblados de pinos y arbustos, con balcones de madera y terrazas con vistas a las montañas.El interior era cálido y acogedor, cada rincón estaba adornado con ramos de flores o macetas de helechos.El área del restaurante era espaciosa, con sue