El guardabosques había terminado de cenar y decidió salir a dar una vuelta, porque el aire frío parecía aliviarle el dolor que sentía. Era como si su corazón estuviera inflamado y el frío le devolviese un poco a su tamaño normal, como si lo congelase y así, durante unos minutos, le protegiera contra aquel sentimiento de vacío y tristeza que siempre le acompañaba.
Fue él quien solicitó aquel destino apartado y solitario cuando el antiguo guardabosques se iba a jubilar.
Quería apartarse de todo y de todos, sabía que se había convertido en un bicho raro para los demás, que le invitaban a estar con ellos sabiendo que no iba a aceptar, porque él no era buena compañía para nadie. No entendía por qué se esforzaban en animarle. Él no quería estar animado, no podía, y si creían que era un desagradecido creían bien, porque él no les agradecía aquellos gestos. Los detestaba, quería que le olvidasen, que no le hablaran, que hicieran como si se hubiera vuelto invisible y que no estuvieran esperando continuamente que volviera a sonreír. Quería que dejaran de repetirle que la vida siguía, que no había vuelta atrás, que tenía que tirar para adelante. Quería morirse.
Sólo toleraba la compañía del Tocho, un hombre enorme que apenas pronunciaba palabra y al que no parecía preocuparle en absoluto que los demás tampoco lo hicieran. Es más, no parecía preocuparle en absoluto la desgracia del guardabosques. La desgracia de Manuel, desde aquel día en que su mujer, embarazada de su primer hijo, se encontraba en el lugar equivocado, en el momento más inoportuno y recibió el único balazo que se disparó en el atraco a aquella gasolinera.
Manuel se había quedado dormido en aquel mismo instante, el tiempo parecía haberse detenido. No podía ser. "Eran las tres y media de la tarde" se repetía continuamente "¿Quién atraca a mano armada una gasolinera a las tres y media de la tarde?" Cuando le vio la cara al asesino, con aquella media sonrisa, creyó que él también había muerto. No sabía cuántas noches había pasado sin dormir, sin comer, sin lavarse ni hablar con nadie. Cuando su madre abría con su propia llave la puerta de la casa de Manuel, él ni siquiera se enteraba.
Se preguntaba cuándo iba a llegar el momento en el que desaparecieran aquellas insoportables ganas de llorar, aquel nudo en la garganta, aquel peso en el pecho.
Luego se preguntaba cómo se hacía para vivir cuando uno se daba cuenta de que aquella sensación no iba a desaparecer porque él no quería que desapareciera, porque sentía que eso sería como relegar a su mujer y a su hijo, aún no nacido, al olvido.
Llegó el día en que tuvo que incorporarse de nuevo al trabajo. No soportaba la idea de dar pena y se dio de bruces con un grupo de plañideras. No sabía dónde esconderse, cómo esquivarles y, al final, cuando se cansaron de tratar de animarle en vano, terminó como compañero del Tocho, el que no hablaba, el que parecía no preocuparse de nada. Y sin embargo, fue el Tocho el que un día, así como quien no quiere la cosa, le contó lo del guardabosques de aquel lugar aislado y solitario que se iba a jubilar.
Era un puesto en una cabaña de un bosque con apenas actividad. Bastaba con un guardabosques para llevar a cabo un trabajo rutinario en el que el contacto con otros humanos era prácticamente inexistente.
A Manuel se le llenaron los ojos de lágrimas. Había comprendido que aquel hombre que no hablaba y no parecía preocuparse por nadie, le estaba cediendo el traslado que durante tanto tiempo él mismo había estado esperando. Eran como dos almas gemelas, solo que la de Manuel estaba herida y Tocho se ofrecía a lavarla y curarla un poco.
Cenaron juntos la noche antes de que Manuel se fuera a ocupar su nuevo puesto. Apenas hablaron, pero supo por las palabras del Tocho que el hombre que se jubilaba era algún tipo de familiar suyo. Parecía ser que era un hermano soltero de su madre, el mismo hombre que le había inculcado a él el amor hacia los bosques y hacia aquel trabajo.
Se dieron la mano a la puerta del restaurante y cada uno se fue por su lado.
A día de hoy, Manuel nunca le había estado tan agradecido a nadie. Su nuevo puesto era como un bálsamo para él. Estar sólo en aquella cabaña, en aquel bosque, sin ningún tipo de contacto humano salvo el del día al mes que hacía compras en la ciudad, o el encuentro casual con alguno de los escasísimos excursionistas por el monte, era lo mejor que le podía haber pasado.
Antes de la muerte de su esposa su vida había sido todo lo normal que puede ser la vida de una persona que no ha tenido grandes problemas. Una familia que le quería, que le había arropado, gracias a la que no le había faltado de nada.
Una infancia feliz, una adolescencia alocada dentro de unos límites, no muchos, pero sí cuatro o cinco amigos íntimos hasta que comenzó su relación con la que sería su mujer. Una mudanza por su trabajo, un período de adaptación, la enorme noticia de ir a ser padre y, entonces, sucedió aquello.
El mundo se detuvo, el dolor lo llenó todo sin dejarle espacio más que para respirar a duras penas y notar cómo le ardían los pulmones.
La sensación parecía no ir a desaparecer nunca, y era insoportable tener que concentrarse en otras personas.
En aquella cabaña, en su nuevo trabajo, la raza humana había pasado a ser para él una leve molestia que debía soportar muy de vez en cuando, y el rostro del asesino de su mujer y su futuro hijo, era la demostración de que los hombres no merecían la pena, no podía fiarse de ninguno, sólo sabían dañar a sus iguales.
Así, como venía haciendo ya en aquellas gélidas noches de invierno, salió a respirar aquel aire helado que olía a limpio. El frío hacía que le lloraran los ojos y con ello sentía cierto placer. Recorría el terreno con paso ágil, pisando las ramas rotas con sus botas de trabajo, pues era raro el día que se las quitara antes de irse a acostar, como si no reconociera del todo aquella cabaña como su propia casa, como si ya nunca fuese a existir algo que él pudiese reconocer como su propio hogar.
En el silencio de la noche, le gustaba prestar atención porque era fácil descubrir que aquel silencio era engañoso. Estaba lleno de sonidos maravillosos como el crujir de la madera, el rechinar de algún insecto o el lejano ulular de las lechuzas. Sin embargo, aquel día, el sonido que llegó a sus oídos no era ninguno de aquellos. Era el llanto de un bebé. Pensó que había perdido la cabeza por completo. Quiso convencerse de que no podía ser, pero pensó que aquel era el llanto de su hijo perdido que había quedado encerrado en su cabeza para siempre. Puso más atención, seguía oyéndolo y le arrastraba como si estuviera hipnotizado por él.
"Voy a despertar" pensó, "estoy soñando y me voy a despertar". Pero el final del sueño no llegaba y sus pies caminaban solos hacia aquel sollozo. Vio un bulto agachado, haciendo movimientos con las manos y susurrando. Le estaba hablando a alguien en un tono suave, dulce, en el tono en el que se les habla a los bebés. "Es ella", pensó en su locura, y los ojos se le llenaron de lágrimas y una extraña emoción le recorrió el pecho.
Hasta que el bulto se puso en pie y se volvió.
Sus ojos, que esperaban de forma imposible ver a su mujer, se encontraron con el rostro de un ser inexplicable. Era como un humano, pero sus rasgos no coincidían con esa raza. Era pequeño, — a Manuel le pareció un niño— y, a su manera, era hermoso, con los ojos muy redondos, como los de un gato.
Se miraron una fracción de segundo, que a Manuel le pareció eterna, y justo cuando bajó los ojos hacia el pequeño revoltijo formado por una toquilla, para ver un bebé humano, aquel ser le regateó con una agilidad asombrosa y desapareció entre los árboles a gran velocidad.
Manuel se quedó petrificado en el sitio. Miraba hacia el bosque sin ver nada y se preguntaba qué había de realidad en lo que acababa de ver. No tenía miedo de la soledad, pero le aterrorizaba la locura.
No le siguió. Le gritó sin moverse del sitio. Sintió que aquel ser le robaba a su bebé. Otra vez se lo robaban. Y sin embargo no le siguió, dejó que todo sucediera sin más.
Se dejó caer al suelo y se pasó la mano por el cabello. Respiró con dificultad el aire helado de la noche y trató de ordenar sus pensamientos.
Seguía escuchando el llanto del bebé en su cabeza, pero ahora su mente dibujaba la imagen de aquel ser extraño con cara de gato.
Se levantó de la hierba mojada por la helada y giró el cuerpo en la dirección hacia la que había huido aquel ser.
¿Se lo había imaginado?
Inspeccionó detenidamente el lugar y encontró bajo la raíz de un árbol, en una pequeña cavidad, multitud de cachivaches. Un peine, dos cucharas, algunas canicas, un muñeco iron man al que le faltaba un brazo, un cochecito rojo...Por alguna razón se sentía como si estuviera profanando un lugar sagrado. Decidió dejarlo todo en su sitio, excepto el cochecito, volver a la cabaña y echarse a dormir.
Por la mañana vería si el cochecito seguía en su cabaña y, entonces, volvería a aquel lugar y concentraría todos sus esfuerzos en saber si aquello había sido real o si sólo había sido fruto de una cabeza cada día más desquiciada y cercana a la locura.
A la entrada del hogar encontró a Namid, su primo seis años mayor que él, que le esperaba con los brazos en jarras y el ceño fruncido. Era un chico serio, muy maduro para sus casi doce años, tal vez a causa de la pérdida prematura de sus padres. Namid estaba muy agradecido a sus tíos por todo el cariño y todos sus cuidados. Siempre le habían hecho sentir como a un hijo más, y por lo tanto él y Yuma se habían criado como hermanos, pero ellos sabían muy bien que eran primos.—¿Dónde estabas? Estaba a punto de salir a buscarte. Kasa está muy enfadado...Yuma se detuvo a cierta distancia, pero la boca de Namid ya se había abierto y aspiraba en el aire. Yuma le veía aspirar el frío de la noche y devolverlo en forma de vaho. El pecho ancho de Namid se llenaba en cada bocanada y sus cejas se aproximaron la una a la otra en un gesto de extr
Cuando Manuel despertó, temprano en la mañana, lo primero que hizo fue levantar su almohada y comprobar si el cochecito rojo que había recogido la noche anterior seguía allí. Así era. Le dio unas vueltas en sus manos y, sin darse cuenta, sonrió como hipnotizado por el objeto.Se sentía extrañamente bien, y desayunó como no había hecho en mucho tiempo. Después se lavó y volvió a adentrarse en el bosque, como la noche anterior.Paseó despacio hasta la cueva osera y la bordeó hasta llegar al terraplén formado por el derrumbamiento, que había dejado la raíz del árbol al descubierto. Allí estaban todos aquellos objetos acumulados.Manuel recorrió los alrededores con la vaga esperanza de volver a ver a aquel ser tan extraño: igual que un humano por la espalda, pero con aquel peculiar rostro felino tan hermoso.
Léndula se encomendó en cuerpo y alma al cuidado de la pequeña. Se la veía feliz, su carácter se había suavizado y la amargura había desaparecido de su rostro. Yuma nunca hubiera imaginado que el rostro de su madre pudiera ser tan bonito ahora que sus labios se veían relajados. Hasta sus ojos parecían más grandes y las pequeñas arrugas de su frente habían desaparecido al tiempo que lo había hecho la tensión en su gesto. Se alegraba de haber traído a la pequeña humana al clan sólo por el cambio que había pegado su madre. Se decía a sí mismo que había valido la pena.El resto de tupis también le prestaba mucha atención a la niña. Se convirtió en el centro del grupo familiar, y, a menudo, Min se reía y le decía a Léndula que no quería ni pensar el día que tuviera una nieta
Seis meses después de haber visto a Yuma y al bebé humano, Manuel se plantó delante de la puerta de Román sin avisar.Al llegar al valle de Cosia, se encontró con un pueblo pequeño y agradable, de viejas casas de piedra y con una población cuya edad media oscilaría entre los cincuenta y cinco y los ochenta años. De inmediato Manuel entendió la elección de su antiguo compañero, más aún cuando tuvo que seguir desplazándose otros quince kilómetros por un camino rudimentario, lleno de polvo y piedras, hasta dar con un viejo molino.Al bajarse del coche, el sol del mediodía le dio de pleno en la cara y Manuel se hizo visera con una mano mientras se acercaba al molino. Se veía que Román había encalado la fachada, pintado la madera de las viejas ventanas y retejado a trozos, pero el molino mantenía su estructura original.No
Yuma estaba a punto de dejar su escondite y dar la vuelta a casa, con el corazón encogido por el temor y el sufrimiento de su padre, cuando escuchó de nuevo la voz de Sush.—Kasa, creo que ha llegado el momento de contarte algo que nadie sabe, ni siquiera se lo he contado a tu madre.Yuma volvió a inmovilizarse. Todos y cada uno de los músculos de su cuerpo se tensaron. Se sintió como un intruso, un traidor, alguien a punto de vivir un momento que no le correspondía y, aun así, se quedó inmóvil y agudizó el oído dispuesto a no perderse ni una sola palabra de aquel secreto.—Recuerdas la muerte de tu hermano y su mujer ¿verdad?¡Los padres de Namid!—Claro —asintió Kasa, sorprendido por la pregunta de su padre.—Todavía hoy me siento culpable —reconoció Sush.—Pero tú no t
"¿Qué a qué he venido?" Manuel sabía muy bien a lo que había ido. Necesitaba hablar. Por primera vez en mucho tiempo sentía esa necesidad. Tenía que contarle a alguien lo que había visto.—Vengo por los hombres puma, pero eso tú ya lo sabes — le contestó a Román.—Tienes razón, imaginé que más tarde o más temprano me harías una visita por eso —le dio una calada a su puro y expulsó el humo— .Tú dirás.No era fácil explicar todo lo que sentía. Manuel nunca había sido demasiado expresivo y, ahora, se encerraban en su interior tantos pensamientos que no sabía por dónde empezar. Debía ordenarlos, buscar la forma de darle sentido a la tremenda necesidad que sentía de ponerse en contacto con aquellos seres y, sobre todo, volver a ver al bebé humano.
Los años fueron pasando y cualquier rastro de recelo que hubiese podido haber hacia Cala fue sustituido por puro amor. La niña se adaptó perfectamente al clan causando la delicia de todos y ya nadie ponía en duda que Cala era parte del clan.Desde el principio, la niña tuvo constancia de que era diferente, que no era como ellos. Era clara su torpeza frente a la extrema agilidad del resto, su falta de oído y olfato felino, el vago sonido de su respiración al dormir en vez del leve y dulzón ronroneo de los otros...Poco a poco, también fue dándose cuenta de la diferencia de rasgos físicos que existía entre ellos y comenzó a preguntar. Nunca la negaban que era diferente, pero tampoco la confesaban que era humana. De hecho, la prevenían contra ellos, contra el guardabosques, contra cualquier excursionista con el que se pudiera cruzar. Siempre debía esconderse de ellos.
Después de la discusión en el bosque, Cala volvió a la guarida resoplando como un toro a punto de embestir. Léndula la vio pasar y corrió tras ella, pero Cala se tiró en su cama, gritó que la dejara en paz y después rompió a llorar y se pasó encerrada las siguientes dos horas.Cuando Yuma regresó con unas truchas para cenar, Léndula trató de sacarle lo que había pasado, pero su hijo, tan tozudo como Cala, le aseguró que no pasaba nada y que tenía razón cuando le decía que la mimaba demasiado.Dejó las truchas sobre la mesa de la cocina, donde Léndula ya había encendido fuego, y se dirigió directo al cuarto que compartía con Namid. Le encontró tallando una rama y se la arrebató de las manos con un rápido golpe. Namid le miró sorprendido un momento y reaccionó justo a tiempo de