Capítulo 2: La luz.

Todo se volvió totalmente oscuro, parecía que mi penitencia había llegado a su fin ya que vi una luz en medio de esa oscuridad.

Creí que al fin me iría al cielo a descansar de todo eso, que al fin sería liberada de mi sufrimiento eterno, que al fin hallaría la paz que se me había negado tan cruelmente en vida y en muerte. La luz era cálida y acogedora, una promesa de alivio que me envolvía como un manto de consuelo.

Pero no fue así.

Al traspasar esa luz, abrí los ojos. Estaba en una habitación que no reconocía, recostada en una cama que nunca fue la mía, y lo más importante cruzaba por mi cabeza en ese momento:

¿De quién es el brazo que me sujetaba? La confusión y el terror se mezclaban en mi mente como un torbellino.

Mis manos temblaban, el pulso en mis sienes retumbaba como tambores de guerra.

¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?

Tenía miedo de haber vuelto a la vida y estar en los brazos de aquel que fue mi esposo. La posibilidad de enfrentar nuevamente a quien me había condenado a esa muerte en vida era aterradora.

El mero pensamiento de su toque me hacía temblar de pavor.

—¡Aaaaaah! —fue lo único que alcancé a gritar al girarme y ver el rostro del hombre que me abrazaba.

Su expresión de sorpresa y susto reflejaba un desconocimiento absoluto de mi tormento. Su cara, aunque extraña para mí, tenía un poco de familiaridad que no podía precisar.

Él abrió los ojos, asustado al parecer por mi reacción. Sus ojos eran cálidos, preocupados, una mirada que no había conocido en mucho tiempo.

—Amelia, ¿estás bien, cariño? —preguntó mientras yo caía al suelo y comenzaba a arrastrarme en él.

Su voz era suave, dulce, cargada de una preocupación genuina que me desarmaba. Pero esa palabra, "Amelia", me llenaba de una confusión mayor.

¿Quién era Amelia? No, mi nombre no es Amelia, yo me llamo Rut.

—Amelia… —repitió él, ahora con más preocupación en su voz, acercándose a mí con cautela.

Cada paso que daba hacia mí era una mezcla de miedo y ternura, como si temiera romperme con solo tocarme.

Sentí una oleada de desesperación, una necesidad de entender qué estaba pasando, dónde estaba y quién era este hombre que parecía conocerme tan bien.

—¿Quién eres? —logré articular, mi voz quebrada por el miedo y la confusión.

—Amelia, soy yo, tu esposo. ¿Qué te sucede? —respondió, su voz temblorosa mientras sus ojos buscaban los míos, tratando de encontrar en ellos una chispa de reconocimiento. Pero no había nada que reconocer. Yo no era Amelia. Yo era Rut, una mujer que había sido arrancada de su vida y ahora se encontraba perdida en un cuerpo ajeno, en una realidad que no le pertenecía.

El desconcierto en sus ojos reflejaba el mío.

¿Qué cruel broma del destino me había colocado en esta situación? ¿Era esta otra forma de penitencia, otro giro de la tortura eterna a la que estaba sometida?

La habitación alrededor de nosotros se sentía cada vez más opresiva, las paredes cerrándose mientras el pánico crecía dentro de mí.

—No soy Amelia… —susurré, apenas creyendo en mis propias palabras, intentando encontrar sentido en un mundo que había perdido toda lógica.

Tenía más miedo que cuando estaba con mi esposo, ya que al fin logré reconocer a ese hombre. Era el hombre que me mató, el hombre que desmembró cada parte de mi cuerpo, el hombre que dejó mi cuerpo en medio de la nada. Ese hombre era el mismo, él era… mi asesino.

—Amelia, cariño…

—¡Aléjate, aléjate de mí! ¡No te me acerques, no me hagas daño, vete, por favor, déjame ir! —mencionaba desesperada, y él parecía confundido.

—Amelia…

Lo vi ponerse en pie de la cama y yo hice lo mismo desde el suelo. Salí corriendo tan rápido que me dirigí al baño, que era la primera puerta que abrí.

Me eché agua en la cara y comencé a llorar. Pero al ver mi reflejo en el espejo, no era yo. Ese no era mi cuerpo, ni siquiera conocía o reconocía a esa mujer en el espejo que me observaba con una expresión de confusión.

—Amelia, abre la puerta por favor. Vamos, cariño, ¿aún estás molesta conmigo porque no te compré el auto que querías? —preguntó mi asesino del otro lado.

Yo no dije nada, solo me tiré al suelo. Él insistió por un tiempo hasta que ya no lo escuché. Creo que pasaron algunas horas hasta que me animé a salir del baño. Para mi sorpresa, el desayuno estaba en la mesa de noche al lado de la cama, y una hermosa rosa roja estaba en un vaso de cristal con una nota. Me acerqué con pasos lentos y tomé la nota entre mis manos.

«Sé que estás molesta. Puedes comprar lo que quieras, cariño. Ya perdóname, no volveré a negarte nada.»

Dejé la nota donde estaba y miré el desayuno. Se me pasaron muchas interrogantes por la cabeza.

¿Y si la comida tiene veneno?

Pensé en no comerla, pero el hambre me embargaba, me dolía el estómago. Estaba muy hambrienta y no lo pude evitar. Terminé por comerme todo lo que el plato tenía. Me senté en la cama hasta que escuché que comenzaron a tocar a la puerta.

—Señora Riviera, ¿se puede pasar?

—¿Riviera? —pregunté más para mí en voz baja.

Había escuchado hablar de los Riviera. Eran una de las familias más ricas de toda la nación. Se decía que el matrimonio tenía dos hijos: uno que era el que llevaba el control de las empresas Riviera, y el otro… bueno, del otro no se hablaba mucho, solo que era algo así como la oveja negra de esa familia.

Me quedé quieta, intentando asimilar la situación.

¿Cómo había terminado en el cuerpo de Amelia Riviera? ¿Qué clase de destino cruel era este, estar atrapada en la vida de una desconocida y, peor aún, casada con mi asesino?

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