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Capítulo 4: Amelia, ¿estás bien?

Caminamos hacia la casa y vi a un hombre que se parecía mucho a él, un familiar quizás.

—¿Hermano, qué haces aquí? —preguntó mi asesino al hombre en casa, revelando un vínculo que desconocía.

—Vine a que me entregues los papeles que me ibas a entregar —respondió el hombre, mirándome con curiosidad.

—Sí, claro, espera aquí, ya los traigo —dijo mi asesino, luego se dirigió a mí con un gesto apacible—. Ya vuelvo, cariño.

Tan pronto desapareció, el hombre se acercó a mí con una confianza que me incomodaba.

—Amelia… —mencionó, tomando mi cintura y besándome sin aviso, su aliento caliente en mi rostro me revolvió el estómago.

Reaccioné instintivamente, empujándolo con fuerza y luego dándole una bofetada que resonó en la habitación.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó mi asesino al regresar, su presencia imponente llenando el espacio.

—Él intentó besarme —dije molesta, mirándolo directamente a los ojos.

—No sé de qué habla, Leonel —contestó el hombre, con una mueca de confusión.

¿Leonel? Así se llamaba mi asesino. El nombre resonó en mi mente como un eco distante de la verdad.

—¿No sabe de lo que hablo? Casi me mete la lengua en la boca, Leonel, él es…

—Quiero que te largues de mi casa y no vuelvas más —gritó Leonel, su voz llenando la habitación con una furia que parecía conocida, pero multiplicada en intensidad.

—Ella solo te quiere por tu dinero —dijo el otro, su tono resentido colisionando con la atmósfera tensa.

—¿Y qué? No importa, le daré mi fortuna entera si es necesario. Ahora lárgate —ordenó Leonel, con su mandíbula tensa y sus puños apretados.

El otro hombre salió enfurecido. Volteé a ver a Leonel, quien simplemente estaba de pie, colocando los documentos en una encimera con manos temblorosas.

—Sabes, sé que nos casamos como un acuerdo, para que tú pudieras hacer con tu vida lo que quisieras. Yo a cambio, te di poder, fortuna y todo cuanto me pediste. Pero Amelia, no pude evitar amarte. Sé que no sientes lo mismo que yo, así que hazme un favor y no me engañes en mi propia casa y menos con mi hermano —dijo Leonel con voz entrecortada, dándose media vuelta y alejándose.

Sus palabras resonaron en el aire, cargadas de una mezcla de resignación y dolor.

¿Tan despreciable es esta Amelia?

Hasta tristeza me dio ver a mi asesino tan deprimido por saber en carne propia lo que él es capaz de hacer por la mujer que ama.

Corrí detrás de él y tomé su mano, sintiendo su piel fría bajo la mía, contrastando con la calidez de la tarde que se filtraba por las ventanas.

—¿No iremos a la playa? —pregunté, tratando de encontrar alguna manera de conectar con él, de hacerle ver que yo no era su Amelia.

Leonel se detuvo y sus ojos verdes buscaron los míos con intensidad. Hubo un destello de dolor y confusión en su mirada antes de que sus facciones se endurecieran nuevamente, como si estuviera luchando consigo mismo.

—No ahora, Amelia. Necesito tiempo para pensar —respondió con voz ronca, apartando su mano suavemente de la mía.

Me quedé allí, sintiendo el peso de la situación aplastándome. Observé cómo se alejaba, con pasos lentos y pesados, mientras yo permanecía paralizada por la incertidumbre.

¿Qué sería de mí ahora?

Después de verlo alejarse, con el corazón aún apretado, me dirigí a la cocina. La luz matutina filtrándose por las cortinas creaba un ambiente tranquilo que contrastaba con mi agitada mente. Tal vez si le preparaba un lindo desayuno, su semblante cambiaría.

Pero al entrar a la cocina, mi vista se fijó en el reloj de pared. Era un modelo electrónico moderno, con números rojos brillantes que mostraban tanto la hora como la fecha.

Eran las 12 del mediodía, pero lo que captó mi atención fue la fecha: marcaba cuatro meses antes de mi muerte.

¿Entonces aún sigo viva? ¿Mi cuerpo aún está con vida?

Recordaba vívidamente que hacía cuatro meses estaba hospitalizada debido a una paliza que me había dado mi esposo.

El recuerdo de aquellos días de dolor y miedo me hacía temblar. Tengo que encontrar mi cuerpo y hallar la forma de regresar a él. No quiero morir; quiero recuperar mi vida.

Salí de la cocina con pasos rápidos, casi tropezando, y corrí hacia la salida de esa mansión. Mis pies golpeaban el suelo de mármol con urgencia hasta que, al llegar a la puerta principal, mi cuerpo chocó contra el de ese hombre.

—Amelia... —lo escuché pronunciar suavemente mientras mis ojos se encontraban con los suyos, profundos y llenos de preocupación.

—Leonel...

—¿A dónde vas con tanta prisa? ¿Está todo bien? —me preguntó, mientras su mano cálida acariciaba mi mejilla, sus ojos buscando respuestas en los míos.

—Sí, todo bien. Solo... Leonel, me acabo de enterar que una amiga está hospitalizada. ¿Podrías llevarme al hospital? —mencioné, tratando de mantener la compostura mientras luchaba con la confusión interna.

—¿Amiga? Creí que no tenías amigas.

¿Amelia no tiene amigas?

—Es una amiga de la infancia, no la conoces. ¿Me llevas, cariño?

Él parecía sorprendido por la forma en que le hablaba, pero m*****a sea, ¿cómo debo llamarlo?

—Claro, vamos.

Asentí aliviada al ver que mi petición funcionaba. Sus ojos verdes me miraron con ternura mientras me escoltaba hasta el auto y abría la puerta del copiloto para mí.

El camino al hospital fue silencioso y tenso; mis manos jugaban nerviosamente entre sí, apretándolas con fuerza mientras el paisaje urbano pasaba velozmente por la ventana del auto.

Al llegar al hospital, salí precipitadamente del vehículo sin esperar a que Leonel abriera la puerta.

Mis pasos resonaron con urgencia en el vestíbulo mientras buscaba desesperadamente respuestas.

—Buenos días, ¿disculpe podría darme información de Rut Ballesteros, por favor? —pregunté con voz temblorosa a la recepcionista, cuya mirada calmada contrastaba con mi agitación.

—Permítame un momento —respondió ella con profesionalidad, tecleando rápidamente en su computadora. Leonel se acercó a mi lado, sus ojos mostraban una preocupación que reflejaba la mía.

—Pareces muy preocupada por tu amiga —mencionó, su tono suave intentando calmar mis nervios.

—Sí, es solo que...

—La señorita Ruth Ballesteros se encuentra en coma inducido —interrumpió la recepcionista, cortando mis palabras de golpe.

¿Coma inducido? Era incomprensible. Él solo me había golpeado y mis heridas eran superficiales. ¿Cómo podía estar en coma?

Un vértigo repentino me invadió y mi corazón comenzó a latir desbocado. Sentí que el suelo se desvanecía bajo mis pies, pero Leonel me sostuvo firme, llevándome a una silla de espera donde me dejó caer con gentileza.

—Amelia, ¿estás bien?

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