Hasta mi último aliento
Hasta mi último aliento
Por: Strella
Capítulo 1: Mi muerte.

Llovía, si lo recuerdo bien; el cielo estaba gris y las gotas caían sobre mi cuerpo, mezclándose con mis lágrimas. El frío de la lluvia parecía intensificar la sensación de desesperación que sentía en mi interior.

Cerré los ojos como mi último adiós a esta vida, sintiendo cómo la lluvia empapaba mi cabello y mi ropa, haciéndome temblar.

Dicen que cuando vas a morir, los momentos de tu vida comienzan a pasar uno por uno, y así fue. Mi mente empezó a recorrer mis recuerdos más preciados.

Vi mi infancia feliz; tenía unos padres muy amorosos. Ellos eran muy tiernos conmigo y siempre me enseñaron que la mejor forma de enfrentar la vida era de cara, sin miedos ni titubeos. Recuerdo los días soleados en el parque, las noches cálidas al lado de la chimenea, y las enseñanzas llenas de sabiduría y amor.

En mi adolescencia conocí a quien se convertiría en mi futuro esposo. Recuerdo claramente el día que nos conocimos: era una tarde de verano y nos presentaron en una fiesta. Desde ese momento, supe que había algo especial entre nosotros.

Ambos éramos muy unidos, teníamos una linda comunicación y siempre nos cuidamos el uno al otro. Compartíamos sueños, risas y secretos. Me sentía afortunada de tenerlo a mi lado, hasta que un malentendido ocurrió y él cambió conmigo. Para ser exactos, fue el día de nuestra boda. Él ya no era más el hombre maravilloso y detallista que solía ser.

Siempre estaba molesto, llegaba a altas horas de la madrugada o simplemente no llegaba a dormir. Las noches se volvieron interminables, llenas de silencios incómodos y miradas frías.

Muchos de mis amigos me decían que yo era estúpida al permitir que él me tratara como me trataba, porque a pesar de cinco años de matrimonio, él nunca me dio el respeto que yo merecía. En ocasiones, me golpeaba solo porque quería y me llamaba inútil. Yo tenía miedo, tenía miedo de él. Miedo de su ira, de su indiferencia, de sus palabras hirientes que erosionaban mi autoestima día tras día.

Vivía en una constante tensión, tratando de no hacer nada que pudiera enfadarlo, pero siempre parecía encontrar una razón para desquitarse conmigo. Mis amigos y familiares intentaron ayudarme, pero yo estaba atrapada en una espiral de miedo y dependencia emocional.

Ahora, bajo la lluvia, con los ojos cerrados y mi cuerpo temblando, comprendí que ya no podía seguir así. La lluvia seguía cayendo, lavando no solo mi cuerpo sino también mi alma, llevándose consigo el dolor y el miedo. Sentí una extraña sensación de liberación y paz, como si la lluvia me estuviera ofreciendo un nuevo comienzo.

Recuerdo que una vez intenté escapar, pero él no me lo permitió. Había planeado mi huida durante semanas, guardando un poco de dinero aquí y allá, esperando el momento perfecto para marcharme. Pero cuando intenté dejarlo, me encontró. No me dejó alejarme de él. Lo denuncié, incluso, después de una paliza brutal que me dejó moretones en todo el cuerpo y un ojo cerrado. Pero a los días salió de la cárcel, y lo primero que hizo fue buscarme.

Me dio otra paliza, esta vez tan severa que sentí que mi alma se rompía junto con mis huesos. Como venganza, me dijo que a la próxima que intentara hacer algo contra él me iría peor.

Irónico, ahora estoy muriendo, y no es por su mano, aunque él tiene mucho que ver en lo que me pasó, él y su amada amante.

No sé qué fue lo que pasó realmente. Un día apareció en la puerta de nuestra casa con una expresión extraña en su rostro. Me dijo que era necesario que me hiciera pasar por su amor. Me entregó una peluca rubia y un vestido amarillo, un conjunto que jamás hubiera elegido por mí misma. Me exigió que los usara, y yo accedí, con el corazón acelerado y las manos temblorosas.

Me mandó con uno de sus amigos al centro comercial. No entendía su comportamiento, pero al final me sentía feliz. Había salido, después de tanto tiempo encerrada en casa, él me había dejado salir aunque fuera por un rato. Caminamos por los pasillos llenos de tiendas, sintiendo la libertad en pequeños sorbos.

Pero de la nada, el hombre que me acompañaba me abandonó. Se fue y me dejó sola en medio de una multitud de desconocidos. Me sentí desorientada y asustada.

No sabía qué hacer, pero sabía que debía volver a casa. Si él se llegaba a enterar o llegara a pensar que quería escapar de él, me iría muy mal. La ansiedad me oprimía el pecho mientras buscaba la salida.

Así que me propuse volver a casa. Pero nunca volví.

Fui secuestrada al dirigirme al auto. Alguien tapó mis ojos y no me dejó ver. Sentí una mano áspera y fuerte apretando mi boca. Alguien me hizo dormir por unos momentos con un paño empapado en una sustancia química, y me metió en la cajuela de un automóvil.

Mi cuerpo rebotaba dentro, golpeando las paredes metálicas del maletero, pero yo no sentía nada ya que estaba dormida.

Al despertar, ese hombre comenzó a torturarme. Arrancó parte de mi piel, mis dedos, mis manos, mis piernas, todo lo que pudiera arrancar. El dolor era inimaginable, pero mi mente ya había comenzado a desconectarse de mi cuerpo.

Y así fue como morí.

Guardo en mi alma las últimas palabras que escuché: «Al fin te he vengado, mi amor». Esas fueron las últimas palabras de ese hombre.

¿Su amor? ¿Qué le hice yo a su amor? La confusión se mezclaba con el dolor insoportable.

Una lágrima solitaria cruzó mis ojos antes de abandonarme al olvido.

A los días siguientes, mi cuerpo fue enterrado en un bosque. Mi esposo puso un comunicado diciendo que yo había desaparecido, pero después de unos meses me dieron por muerta, y él se casó con su amante. Todo el tiempo que estuvo buscando, no era más que una farsa.

Y yo me quedé en medio de mi dolor, enterrada en el silencio de un bosque solitario.

Hubiera deseado que alguien me amara tanto como para matar por mí.

Aunque sé muy bien que ni eso valía. En el fondo, sabía que mi existencia había sido un mero juego para ellos, una pieza descartable en sus vidas.

Mientras mi cuerpo era comida de gusanos en medio de la nada, donde el frío y la lluvia eran mis únicas compañías, mis padres lloraban mi desaparición.

Me pedían perdón al aire por no haberme defendido, por no haberme protegido, por no haber estado a mi lado cuando les dije que tenía miedo de mi maldito esposo.

Sus lágrimas y lamentos eran un susurro en la distancia, resonando en mi alma perdida. No había mayor desolación que saber que quienes te amaban sufrían en vida por no poder cumplir la promesa de protegerte.

Con el paso de los años, mi esposo tuvo hijos y comenzó a envejecer, y por el maldito destino me obligó a ver todo eso. Lo vi en primera fila, vi cómo le profesaba amor a esa mujer, vi cómo la cuidaba sobre todo y cómo se olvidó de mí.

Cada gesto de cariño, cada sonrisa, cada momento feliz con su nueva familia era una puñalada en mi corazón inmortal. Cada día que pasaba era una nueva tortura, observando desde la distancia cómo él construía una vida que había prometido vivir conmigo. Sus risas eran dagas, sus abrazos eran cadenas, y sus besos a ella eran veneno para mi existencia.

Pero...

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