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—¡¿Qué Simón Cáceres hizo qué?! —La voz de Delia retumbó en el comedor, haciendo que Natalia diera un respingo y apretara la taza de té entre las manos.

—Baja la voz, Delia —susurró Natalia, mirando nerviosa hacia la puerta de la cocina, como si temiera que alguien más pudiera escuchar.

Pero Delia no estaba dispuesta a moderarse. Se levantó de golpe, con las mejillas encendidas por la furia y los puños apretados a sus costados.

—¡Ese maldito pervertido! —gritó histérica, caminando de un lado a otro como león enjaulado—. ¡Voy a buscarlo ahora mismo para castrarlo!

Natalia dejó la taza en la mesa con un tintineo y la agarró del brazo antes de que pudiera irse.

—¡No hagas estupideces! —le rogó, suspirando largamente—. Créeme, yo también quería matarlo, pero hay dos cosas en esta historia que me inquietan. Algo no me cuadra, amiga.

Delia se giró hacia ella con el ceño fruncido, claramente desconcertada.

—¿Cómo que algo no te cuadra? —puso sus manos en sus caderas, mirándola in
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