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En la penumbra de la madrugada, Simón abrió los ojos lentamente, sintiendo el calor del cuerpo de Natalia junto al suyo.

La luz tenue de la calle se filtraba por las cortinas mal cerradas, bañando su habitación con un resplandor dorado.

Giró la cabeza hacia ella. Natalia dormía profundamente, con el cabello revuelto y la respiración acompasada.

Una leve sonrisa curvó sus labios. Era hermosa, incluso en ese estado de fragilidad. Pero la sonrisa se desvaneció rápido, sustituida por una punzada de culpa que le retorció el estómago.

Se levantó con cuidado, asegurándose de no hacer ruido. Sus pasos fueron silenciosos mientras se dirigía al salón, tomando su celular del bolsillo del pantalón que había dejado tirado en el sofá.

Una vez allí, marcó el número de su médico de confianza con dedos temblorosos. La llamada fue respondida al segundo timbre.

—¿Señor Cáceres? —preguntó la voz ronca del galeno al otro lado de la línea.

—Doctor Harold, soy yo —dijo Simón en un murmullo, pasando
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