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La sala en la mansión Benavides estaba cargada de emociones, como si cada palabra no dicha aumentara la tensión en el aire. Astrid no apartaba la vista de Graciela, la mujer que acababa de descubrir que sí era su madre.

Graciela, sin embargo, no dejaba de llorar. Su cuerpo temblaba mientras apretaba un pañuelo entre las manos, incapaz de pronunciar una sola palabra coherente.

Natalia, por su parte, permanecía de brazos cruzados, tratando de procesar lo que su padre había revelado. Sus ojos fulminaron al hombre que había sido una figura intachable en su vida, ahora caído del pedestal.

—Y yo que pensaba que tú eras la víctima aquí, papá —dijo Natalia con voz dura, cargada de un resentimiento que no intentaba ocultar—. Pero ya veo que eres parte de esta mentira.

Roberto intentó intervenir, levantando una mano en señal de paz, pero Natalia lo detuvo con un gesto tajante.

—No quiero escuchar excusas —continuó—. ¿Cómo pudiste ocultarnos algo así?

Fue entonces cuando Graciela leva
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