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Daniel permanecía de pie en el mismo lugar donde Natalia lo había dejado hacía apenas unos minutos. Su mirada seguía fija en el suelo pulido del juzgado, sintiendo el eco de sus propias palabras como una sentencia sobre su pecho.

La decepción en los ojos de Natalia lo perseguía con una intensidad abrumadora. Ella había sido tan clara, tan firme: necesitaba tiempo. Y él no tenía más remedio que respetar eso.

Respiró hondo, tratando de disipar el vacío que lo consumía, pero entonces, como una sombra inesperada, vio un rostro familiar entre la multitud. Frunció el ceño.

Era ella, la chica del bar. La misma con la que había compartido una noche en su apartamento, una noche que, aunque fugaz, lo había marcado de una forma extraña.

Daniel había vuelto muchas veces a ese bar, buscándola como un obsesionado, pero nunca había vuelto a verla. Y ahora ahí estaba, a pocos metros de distancia, en pleno juzgado.

—No puede ser —murmuró para sí mismo.

Sin pensarlo, como un imán que no puede resist
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