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La pequeña sala estaba iluminada con un tenue resplandor blanco que emanaba del viejo fluorescente en el techo. El aire olía a antiséptico, y los paramédicos se movían con rapidez a su alrededor, ajustando monitores y verificando constantes vitales.

Isabella se recostaba en un sillón de vinilo, pálida, con los ojos cerrados y una mano sobre su frente, aparentando debilidad. Uno de los paramédicos revisó el monitor una última vez y habló con voz firme.

—Sus signos vitales son estables, pero necesitamos trasladarla a un centro médico para asegurarnos de que todo esté en orden.

Isabella abrió los ojos con esfuerzo y alzó una mano, intentando parecer frágil.

—No es necesario… Me siento un poco mejor —dijo con voz débil, como si estuviera a punto de romperse.

El hombre frunció el ceño, insistente.

—Señorita, no podemos asumir riesgos. Su salud es prioritaria.

Ella suspiró, como si la insistencia del paramédico fuera una carga abrumadora.

—Está bien, pero déme unos minutos, po
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