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El aire en el pasillo era denso, casi irrespirable. Natalia y Keiden se detuvieron frente a una de las amplias ventanas del juzgado, donde la luz del día apenas lograba atravesar las gruesas cortinas beige.

Los murmullos de abogados y empleados se perdían entre el murmullo distante de la gente y el tic-tac de un reloj antiguo en la pared. Keiden, con su postura firme y sus ojos clavados en Natalia, la examinaba con una mezcla de preocupación y paciencia.

—¿Estás bien? —preguntó suavemente, inclinándose ligeramente hacia ella.

Natalia bajó la mirada por un momento, insegura de cómo responder. Sus dedos juguetearon con el dobladillo de su blusa, un gesto automático cuando intentaba mantener el control de sus emociones.

—No estoy segura —respondió finalmente, con voz apenas audible.

Keiden entrecerró los ojos con inquietud y preguntó con tono más firme:

—Dime… ¿Es por Simón?

Natalia negó rápidamente, su respuesta fue clara y cortante.

—No, no es por él.

Esa seguridad en sus palabras hiz
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