Ana bajó la mirada, el temblor en sus manos era evidente mientras Simón la observaba con una mezcla de dureza y esperanza. Había sido paciente, pero ya no podía soportar más mentiras. —Señora Ana, necesito que confiese todo frente al juzgado —le pidió con voz tensa—. Las amenazas, las mentiras, todo lo que Isabella la obligó a hacer. Ana levantó lentamente la vista, sus ojos llenos de remordimiento. —Eso haré —respondió con un hilo de voz, asintiendo con rapidez—. Lo lamento tanto, señor Cáceres. Nunca debí mentir, nunca debí ceder… pero no voy a volver a hacerlo, lo prometo. Él no respondió de inmediato. Solo la observó alejarse, sus pasos resonando como un eco en su mente mientras una sensación de vacío se apoderaba de él. Apoyó las manos en sus costados y apretó los puños con fuerza. Un sudor frío bajaba por su nuca, pero no era capaz de moverse. Se quedó inmóvil por unos segundos eternos, preguntándose qué debía hacer ahora.La soledad parecía devorar su cordura, y la únic
Simón salió del juzgado con pasos rápidos, intentando dejar atrás la tensión que parecía seguirlo como una sombra. Su mente estaba en completo caos, dividida entre la furia y la impotencia. Apenas había cruzado el umbral cuando el sonido de su nombre lo detuvo. —Simón, espera. Su cuerpo se tensó. Sabía de quién era esa voz, pero no estaba preparado para enfrentarla. Tragó saliva, cerrando los ojos por un momento antes de girarse lentamente. Isabella estaba allí, a unos metros de distancia, con su rostro marcado por una mezcla de desesperación y súplica. Finalmente se volvió hacia ella, con una mirada endurecida. —¿Qué quieres ahora? —preguntó con una sonrisa irónica que no alcanzó a sus ojos—. ¿Qué versión de la historia vas a darme esta vez? Isabella se acercó con cautela, sus ojos rojos e hinchados por el llanto. —La verdad —respondió con voz entrecortada. Simón dejó escapar una risa amarga, moviendo la cabeza en negación. —Tus palabras saben a falso, Isabella —rep
Daniel permanecía de pie en el mismo lugar donde Natalia lo había dejado hacía apenas unos minutos. Su mirada seguía fija en el suelo pulido del juzgado, sintiendo el eco de sus propias palabras como una sentencia sobre su pecho. La decepción en los ojos de Natalia lo perseguía con una intensidad abrumadora. Ella había sido tan clara, tan firme: necesitaba tiempo. Y él no tenía más remedio que respetar eso.Respiró hondo, tratando de disipar el vacío que lo consumía, pero entonces, como una sombra inesperada, vio un rostro familiar entre la multitud. Frunció el ceño. Era ella, la chica del bar. La misma con la que había compartido una noche en su apartamento, una noche que, aunque fugaz, lo había marcado de una forma extraña. Daniel había vuelto muchas veces a ese bar, buscándola como un obsesionado, pero nunca había vuelto a verla. Y ahora ahí estaba, a pocos metros de distancia, en pleno juzgado.—No puede ser —murmuró para sí mismo.Sin pensarlo, como un imán que no puede resist
Cuando el hombre salió del baño, la atmósfera en el vestíbulo se tensó de inmediato. Graciela y Roberto, parados a unos metros, lo miraron con detenimiento, intercambiando miradas de incertidumbre. El sujeto, de aspecto casi desaliñado pero con un aire de confianza desafiante, notó la atención y respondió con una sonrisa ladeada que parecía más una mueca. —¿Nos conocemos? —preguntó Graciela, con voz cargada de desconfianza. —¿Acaso lo hemos visto antes? —añadió Roberto, con el ceño fruncido. El hombre alzó las manos en un gesto despreocupado, como si la situación le resultara graciosa. —No, no lo creo. Es la primera vez que estoy en la ciudad. Ni siquiera vivo por aquí —respondió con voz tranquila, pero había algo en sus ojos que no cuadraba, una chispa de nerviosismo que apenas supo ocultar. Graciela lo observó por unos segundos más, con una mirada escrutadora, pero al final asintió lentamente, sin apartar del todo la sospecha de su mente. Desde detrás de una pared cerca
El aire en el pasillo era denso, casi irrespirable. Natalia y Keiden se detuvieron frente a una de las amplias ventanas del juzgado, donde la luz del día apenas lograba atravesar las gruesas cortinas beige. Los murmullos de abogados y empleados se perdían entre el murmullo distante de la gente y el tic-tac de un reloj antiguo en la pared. Keiden, con su postura firme y sus ojos clavados en Natalia, la examinaba con una mezcla de preocupación y paciencia.—¿Estás bien? —preguntó suavemente, inclinándose ligeramente hacia ella.Natalia bajó la mirada por un momento, insegura de cómo responder. Sus dedos juguetearon con el dobladillo de su blusa, un gesto automático cuando intentaba mantener el control de sus emociones.—No estoy segura —respondió finalmente, con voz apenas audible.Keiden entrecerró los ojos con inquietud y preguntó con tono más firme:—Dime… ¿Es por Simón?Natalia negó rápidamente, su respuesta fue clara y cortante.—No, no es por él.Esa seguridad en sus palabras hiz
En la sala, justo antes de que el doctor García pudiera pronunciar una sola palabra, Isabella se desplomó repentinamente. El impacto de su caída resonó con fuerza, seguido por un caos de jadeos y murmullos inquietos. —¡Isabella! —gritó una voz femenina entre la multitud. Algunos de los presentes se levantaron de sus asientos, sorprendidos por el espectáculo, mientras otros intercambiaban miradas desconfiadas. Natalia, con el rostro endurecido, cruzó los brazos sobre su pecho y dejó escapar un comentario mordaz. —Otra vez con sus actuaciones dramáticas —murmuró en un tono que claramente no buscaba discreción. Keiden le dirigió una mirada, pero no dijo nada. Mientras tanto, el doctor García descendió del estrado rápidamente, movido por su instinto profesional. Se arrodilló junto a Isabella, observando su estado con atención. —Está fría y pálida —informó con voz grave, palpando su muñeca en busca de un pulso—. Necesitamos paramédicos de inmediato. Parece descompensada. Un mi
La pequeña sala estaba iluminada con un tenue resplandor blanco que emanaba del viejo fluorescente en el techo. El aire olía a antiséptico, y los paramédicos se movían con rapidez a su alrededor, ajustando monitores y verificando constantes vitales. Isabella se recostaba en un sillón de vinilo, pálida, con los ojos cerrados y una mano sobre su frente, aparentando debilidad. Uno de los paramédicos revisó el monitor una última vez y habló con voz firme. —Sus signos vitales son estables, pero necesitamos trasladarla a un centro médico para asegurarnos de que todo esté en orden. Isabella abrió los ojos con esfuerzo y alzó una mano, intentando parecer frágil. —No es necesario… Me siento un poco mejor —dijo con voz débil, como si estuviera a punto de romperse. El hombre frunció el ceño, insistente. —Señorita, no podemos asumir riesgos. Su salud es prioritaria. Ella suspiró, como si la insistencia del paramédico fuera una carga abrumadora. —Está bien, pero déme unos minutos, po
Simón no lo pensó dos veces. Su instinto de padre lo dominaba por completo. Agarró la mano de Natalia con firmeza y la guió hacia su auto mientras Keiden protestaba detrás de ellos, lanzando argumentos inútiles que caían en oídos sordos. Natalia apenas podía procesar lo que ocurría. El miedo y la desesperación habían anulado su capacidad de pensar con claridad, y sus piernas apenas la sostenían. —¡Esto es una locura, Simón! —gritó Keiden mientras los seguía unos pasos—. ¡Deja que los bomberos hagan su trabajo! —Tus hombres deberían haber evitado que esto sucediera —respondió Simón, girando sobre sus talones para enfrentarlo con una mirada dura y llena de ira—. Si no vas a ayudar, al menos no estorbes. Keiden se quedó paralizado por un segundo, sorprendido por el tono implacable de Simón. Finalmente, apretó los labios y se dio la vuelta, entrando al tribunal para avisar a sus abogados y coordinar desde allí. Dentro del auto, Natalia temblaba incontrolablemente. Las lágrimas c