El aire de las montañas rodeaba el pequeño pueblo, llevando consigo el aroma a tierra mojada y el susurro de los pinos meciéndose suavemente con el viento. Áster se mantenía a distancia, oculto entre las sombras del bosque. Desde allí, observaba la casa donde Lucía vivía con Fausto y su hijo en camino. El frío de la madrugada le mordía la piel, pero el dolor interno era mucho más intenso que cualquier tormenta. Lo único que lo mantenía alejado era una fuerza que casi lo destrozaba por dentro: la promesa de que no interferiría en la vida de Lucía, ni en la del niño por nacer. Era su forma de expiación, su castigo autoimpuesto.Sabía que acercarse a ella solo desataría más dolor, así que mantenía una distancia tortuosa. Se aferraba a cada onza de autocontrol, cada respiración profunda que tomaba para calmar sus instintos. Sin embargo, la necesidad de verla lo desgarraba. No pasaba un día sin que sus pensamientos giraran en torno a ella y a lo que había hecho. ¿Cómo podría algún día redi
Era contradictorio su actuar, como si sus instintos o el cargo de conciencia pesaran más que cualquier decisión consciente que intentara tomar. Tal vez fue por eso que se quedó en el bosque, oculto entre las sombras de los árboles, observando a lo lejos cómo era la nueva vida de Lucía y su hijo Ferus.El bosque era denso y vibrante, con una humedad constante que impregnaba el aire y el olor a tierra mojada flotaba en cada rincón. Los árboles se alzaban altos y gruesos, sus ramas entrelazándose en lo alto, creando un dosel de sombras que apenas dejaba pasar la luz. El susurro del viento entre las hojas y el crujir de las ramas bajo el peso de los animales que se movían furtivamente daban al lugar una sensación de vida perpetua.Ferus, con su energía inagotable, se aventuraba por entre los árboles sin ningún tipo de miedo, sus risas resonando como campanas en el aire. Áster, escondida detrás de un roble gigante, lo observaba, su corazón lleno de un sentimiento que no sabía definir. Cada
A veces, mientras el viento agitaba las copas de los árboles y el murmullo del bosque lo envolvía, Áster se perdía en pensamientos que lo sumergían en una melancolía dolorosa. Se sentaba en silencio junto a un roble viejo, su cuerpo acurrucado en un rincón donde el sol apenas llegaba, y cerraba los ojos, permitiéndose, solo por un instante, soñar con lo que pudo haber sido. En esas fantasías fugaces, veía a Lucía junto a él, ambos sonriendo con la calidez de una vida compartida. La imaginaba riendo, con una luz en los ojos que solo él solía provocar antes de que todo se rompiera. La veía abrazar a sus hijos, no solo a Ferus, sino a otros pequeños que habrían nacido de su unión, y sintió un nudo en la garganta.El bosque, siempre presente, parecía detenerse alrededor de él en esos momentos, como si entendiera su tristeza y compartiera su dolor. Las hojas se agitaban lentamente sobre su cabeza, dejando caer una lluvia ligera de polvo dorado que flotaba en el aire como en un sueño.—Si t
La habitación donde Áster despertó estaba cálida y acogedora, un contraste absoluto con el frío y la humedad del bosque. El suave crepitar de las llamas en el hogar llenaba el aire con un olor a madera quemada que tranquilizaba, pero al mismo tiempo lo confundía. El calor de la chimenea lo envolvía y, al abrir los ojos con torpeza, notó que Ferus dormía plácidamente sobre su vientre, su pequeña cabeza descansando en su pelaje enmarañado. El niño respiraba profundamente, ajeno a la tensión que impregnaba el espacio.Los sonidos de unos pasos suaves lo alertaron, y al levantar la vista, Áster vio a Lucía de pie frente a él. Su figura recortada por la luz de la hoguera parecía casi etérea. La miró con una mezcla de sorpresa y miedo. Sus ojos no mostraban ni rabia ni compasión, eran inexpresivos, como si todas las emociones se hubieran
Para Áster, recibir un espacio en esa casa era como un regalo divino. Nunca se lo habría imaginado. Cada vez que sus ojos recorrían el interior de la cabaña, su corazón se llenaba de una mezcla de gratitud y culpa. Lucía le había permitido quedarse, aunque su presencia seguía siendo una herida abierta en su vida. Mientras tanto, Ferus, completamente ajeno al conflicto emocional que se desarrollaba entre su madre y el hombre lobo, se aferraba a él con una devoción casi infantil, corriendo a su lado, acurrucándose en su cálido pelaje cada vez que tenía oportunidad.Esa noche, Lucía había preparado un estofado. El olor a carne de caza y jabalí llenaba el aire, denso y reconfortante, como si por un momento el aroma pudiese cubrir la amargura que Áster sentía dentro de sí. Se sentaron a la mesa, en un silencio que solo era interrumpido por el sonido
El follaje denso le resultaba familiar, cada camino era una vieja ruta redescubierta. Fausto había pasado gran parte de su juventud en estos bosques, cazando, recolectando plantas y ganándose el respeto de la gente del pueblo por su destreza. Pero esos días habían quedado atrás, sumergidos bajo la tormenta emocional que había traído Lucía a su vida. Sin embargo, ahora que pasaba más tiempo lejos de la casa y más cerca de la naturaleza, Fausto podía sentir cómo una parte de sí mismo despertaba, una parte que había olvidado.—"Alas de Ángel", qué nombre tan ridículo —murmuró para sí mismo mientras apartaba unas ramas para llegar a un claro donde sabía que esa planta crecía abundantemente.A pesar de que el nombre le arrancaba una sonrisa burlona cada vez que lo oía, no podía negar que la raíz se había convertido en una fuente inesperada de ingresos. Su forma larga y delgada, con una textura casi sedosa al tacto, no parecía tener nada especial a simple vista. Sin embargo, los boticarios
Pero aun no perdió la esperanza, se levantó de su lecho de autocompasión y fue rápidamente al pueblo Ciprés a la casa de la familia de Lucía, cuando llego toco la puerta de la casa y quien lo recibió fue Lou que sin rodeos le dijo lo que había pasado. Fausto sentía como su corazón golpeaba contra su pecho mientras intentaba procesar las palabras de Lou. Estaban parados en el borde del bosque, donde el aire fresco apenas mitigaba la tensión que se cernía sobre ellos. El cielo gris parecía presagiar una tormenta, y las hojas crujían bajo sus pies, creando un sonido monótono que solo intensificaba el malestar en el ambiente.Lou lo observaba con los brazos cruzados, su rostro severo y su mirada llena de una mezcla de lástima y desprecio. Fausto, atrapado en una maraña de emociones, respiró profundamente tratando de calmarse, aunque sentía que cada respiración era más pesada que la anterior.—¿Cómo que se fue? —repitió en un susurro, como si necesitara escuchar la confirmación una vez más
Los días para Fausto se habían convertido en una interminable rutina de horas lentas, donde el silencio en la casa lo envolvía como una pesada manta que no podía apartar. El sol apenas asomaba cada mañana, y ya sentía el peso del día, sabiendo que la ausencia de Lucía y Ferus le golpeaba con cada amanecer. Sin ellos, la casa que alguna vez había sido su refugio se sentía hueca, un eco de la soledad y el vacío que se agitaba en su interior.El viento soplaba suavemente por las ventanas abiertas, moviendo las cortinas desgastadas que Lucía había elegido con tanto cariño. El crujir de la madera bajo sus pies resonaba en la sala vacía. Cada rincón que Fausto había ignorado, cada mueble que había tratado con indiferencia, ahora se destacaba en su vista, lleno de los recuerdos que él no había sabido apreciar.Se levantaba temprano y se ocupaba en tareas que antes le parecían triviales. Arreglaba cosas por la casa, reparaba muebles viejos, barría el polvo que se acumulaba en los rincones. Er