El trinar de las aves: Quinta parte.

Para Áster, recibir un espacio en esa casa era como un regalo divino. Nunca se lo habría imaginado. Cada vez que sus ojos recorrían el interior de la cabaña, su corazón se llenaba de una mezcla de gratitud y culpa. Lucía le había permitido quedarse, aunque su presencia seguía siendo una herida abierta en su vida. Mientras tanto, Ferus, completamente ajeno al conflicto emocional que se desarrollaba entre su madre y el hombre lobo, se aferraba a él con una devoción casi infantil, corriendo a su lado, acurrucándose en su cálido pelaje cada vez que tenía oportunidad.

Esa noche, Lucía había preparado un estofado. El olor a carne de caza y jabalí llenaba el aire, denso y reconfortante, como si por un momento el aroma pudiese cubrir la amargura que Áster sentía dentro de sí. Se sentaron a la mesa, en un silencio que solo era interrumpido por el sonido

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