Hace años atrás, Sebastián bebió del líquido ambarino que su amigo Adolfo le había entregado con insistencia. Se encontraban en un establecimiento nocturno bastante concurrido, donde artistas presentaban espectáculos de variedad mientras los clientes disfrutaban de sus bebidas en la penumbra del local.
Sebastián, un joven de principios firmes y mentalidad tradicional, nunca había sido partidario de frecuentar estos lugares de entretenimiento nocturno, pero ese día particular celebraba sus veinticuatro años y su mejor amigo desde la infancia había sido persistente en llevarlo allí para festejar.
De manera repentina e inexplicable, una sensación abrasadora comenzó a recorrer cada centímetro de su cuerpo, como si un fuego interno lo consumiera desde sus entrañas. La temperatura de su piel aumentaba con cada segundo que transcurría, provocándole un malestar indescriptible.
Siendo un hombre perspicaz y de razonamiento agudo, Sebastián comprendió inmediatamente que algo no andaba bien. Su consumo de alcohol había sido moderado durante la velada, insuficiente para provocar los síntomas que experimentaba en ese momento.
Su mente, aunque comenzaba a nublarse, aún mantenía la suficiente claridad para discernir que estaba siendo víctima de alguna sustancia desconocida.
—¿Qué clase de sustancia colocaste en mi bebida? —interrogó con una mirada penetrante y acusadora. Adolfo intentó evadir la pregunta, pero Sebastián, utilizando su considerable fuerza física, lo sujetó firmemente del brazo, exigiendo una respuesta inmediata.
—Vamos, Sebas, ya tienes veinticuatro años y sigues siendo completamente inexperto en cuestiones íntimas. Solo quería que esta noche fuera especial y memorable para ti, que finalmente te liberaras de tus inhibiciones —respondió Adolfo, intentando justificar sus acciones.
—¿Con qué derecho te atreviste a tomar semejante decisión sobre mi persona? —la voz de Sebastián temblaba de indignación.
Cuando Sebastián se sentía traicionado, su personalidad se transformaba, mostrando un lado oscuro y vengativo que pocos conocían. En circunstancias normales, habría respondido con violencia ante tal afrenta, pero los efectos de la sustancia comenzaban a mermar sus fuerzas y coordinación.
—Relájate y permite que la situación fluya naturalmente. Te sentirás mucho mejor cuando encuentres compañía adecuada —sugirió Adolfo con un tono que pretendía ser conciliador.
—¿Realmente me comparas contigo? ¿Supones que compartiré tu falta de valores morales? —respondió Sebastián, cuyo orgullo familiar y principios morales constituían pilares fundamentales de su personalidad.
La razón principal por la que Sebastián había mantenido su inexperiencia era su firme convicción de que, para merecer una compañera de valores similares, debía conservarse íntegro hasta encontrar el amor verdadero, para así compartir juntos las primeras experiencias de intimidad.
—No me refería necesariamente a las trabajadoras de este establecimiento. Podrías considerar alternativas más respetables, como alguna de mis hermanas, por ejemplo... —sugirió Adolfo, cruzando una línea que no debía.
—No te atrevas a continuar por ese camino... —Sebastián, enfurecido, empujó violentamente a su supuesto amigo, quien cayó aparatosamente al suelo.
Sin mirar atrás, abandonó precipitadamente el local, sintiendo que el aire se volvía cada vez más denso y difícil de respirar.
—¡Necesitas encontrar intimidad esta noche o la sustancia resultará letal! ¡El veneno te matará si no sigues mis instrucciones! —vociferó Adolfo, pero Sebastián continuó su camino, determinado a encontrar otra solución a su predicamento, rechazando la idea de intimar con cualquier persona bajo tales circunstancias.
Conforme avanzaban las horas, su condición se deterioraba rápidamente. Conducía erráticamente por las calles de la ciudad, con la visión duplicada y los sentidos cada vez más alterados. Se vio obligado a detener el vehículo. Completamente desorientado, sin los sentidos progresivamente afectados, Sebastián se desplomó junto a su automóvil, respirando con notable dificultad.
Una joven transeúnte, observando su preocupante estado, se aproximó con intención de auxiliarlo.
—¡Mantente alejada o sufrirás las consecuencias! —amenazó Sebastián, confundiendo a la samaritana con un posible asaltante en su estado de confusión.
—Señor, mi única intención es brindarle ayuda —respondió ella para sí misma. Sebastián, intentó incorporarse tambaleante, pero la joven lo sostuvo para evitar que se lastimara.
La fragancia floral que emanaba de ella invadió sus sentidos, y el contacto físico provocó una reacción inmediata en todo su ser. Reconociendo por su perfume que se trataba de una mujer, Sebastián, en un último acto de desesperación, pronunció.
—Comparte la cama esta noche conmigo, y te prometo convertirte en mi esposa legítima —incluso en su lamentable estado, Sebastián era consciente de la impropiedad de su propuesta, pero la desesperación por sobrevivir nublaba su habitual buen juicio.
Marina se quedó completamente paralizada y atónita al escuchar aquella desesperada petición, su corazón latía desbocadamente mientras intentaba alejarse de aquel hombre que parecía estar sufriendo intensamente.
Él, con movimientos torpes, la detuvo sujetándola del brazo con una fuerza que denotaba su angustia y desesperación.
—Por favor, necesito ayuda urgente, me han drogado sin mi consentimiento y si no permanezco junto a alguien en estas circunstancias, temo por mi vida —pronunció con voz entrecortada mientras intentaba mantener el equilibrio, su respiración era irregular y su rostro mostraba signos de angustia—. Quizás mi situación te resulte indiferente, pero te doy mi palabra de honor, que sabré compensarte por tu ayuda en este momento crítico.
Marina contempló con intensidad a aquel distinguido caballero del cual había estado secretamente enamorada desde su temprana adolescencia, recordando vívidamente aquel día que marcó su corazón para siempre. Lo había visto pasar en su lujoso automóvil mientras ella ofrecía flores en la calle, con la esperanza de ganarse la vida honradamente. En aquella ocasión, él ni siquiera había girado su rostro para mirarla, mucho menos se había detenido para comprar alguna de las rosas que ella sostenía.
—Voy a ayudarte, Sebas —afirmó en su mente, frustrada por su incapacidad de expresar verbalmente sus pensamientos y sentimientos, sintiendo una mezcla de compasión y preocupación por el estado vulnerable en que se encontraba.
Sebastián, conocido en los círculos sociales más exclusivos de la ciudad, nunca había sido un hombre que se dejara llevar por impulsos superficiales o atracciones pasajeras. Durante toda su existencia, caracterizada por una disciplina y rectitud ejemplares, jamás había experimentado una conexión tan intensa o una necesidad tan apremiante de compañía como en ese momento.
A lo largo de su vida social, numerosas mujeres de la alta sociedad habían intentado llamar su atención de maneras poco decorosas, ya fuera en las oficinas corporativas o en los eventos sociales celebrados en su majestuosa mansión. Sin embargo, incluso en las situaciones más comprometedoras, cuando algunas se aventuraban a presentarse en su habitación con intenciones poco honorables, él mantenía su compostura con una dignidad inquebrantable, apenas dedicándoles una mirada de desaprobación antes de retirarse.
Sebastián era un hombre de principios sólidos y metas claras: culminar su formación académica con excelencia, asumir con responsabilidad el liderazgo de la empresa familiar, encontrar una compañera de vida que compartiera sus valores y aspiraciones, formalizar una unión matrimonial respetable y solo entonces permitirse explorar la intimidad del amor.
No obstante, en esta noche, se encontraba en una situación completamente ajena a sus principios y voluntad, con la consciencia nublada por sustancias desconocidas y su característico autocontrol. Su visión estaba distorsionada, apenas distinguiendo las formas y sombras que lo rodeaban en la penumbra de la noche.
A pesar de su estado alterado, Sebastián mantenía un último vestigio de cordura que le impedía dejarse llevar por completo por la situación. Marina, lo guio con cuidado hacia su modesta vivienda ubicada en la esquina de aquella calle poco transitada.
Arribaron con premura a la humilde morada de Marina, una construcción sencilla que sería testigo de un encuentro marcado por circunstancias extraordinarias.
Marina experimentó una explosión de emociones cuando sintió el contacto inicial, una ternura y anhelo largamente contenido. Su corazón parecía querer escapar de su pecho mientras vivía lo que hasta entonces solo había existido en sus más secretos sueños. Estaba junto al hombre que todas las jóvenes de la ciudad admiraban desde lejos, aquel que protagonizaba las conversaciones en cada reunión social y cuya presencia causaba revuelo dondequiera que fuese.
Después de un tiempo, Sebastián, agotado por los efectos de las sustancias en su organismo y las intensas emociones vividas, sucumbió a un profundo sueño que lo mantuvo inconsciente por varias horas.
…
En las primeras horas de la madrugada, la puerta de la habitación de Marina se abrió intempestivamente. Ella se incorporó sobresaltada, encontrándose con la figura de su abuela en el umbral. Sus ojos se abrieron desmesuradamente ante la inevitable confrontación que se avecinaba.
La anciana estuvo a punto de desatar su furia con gritos e improperios, pero se detuvo en seco al advertir la presencia masculina en la cama. Al aproximarse con pasos cautelosos, reconoció inmediatamente al nieto de una de las familias más influyentes de la región. Sus ojos, antes encendidos por la ira, ahora brillaban con un cálculo frío y despiadado.
Marina, anticipándose a la reacción de su abuela, le mostró apresuradamente una nota donde había escrito sus esperanzas: "Él prometió casarse conmigo si me acostaba con él Estaba drogado, iba a morir. Le he salvado la vida". Sin embargo, estas palabras, lejos de aplacar la ira de la mujer mayor, provocaron una explosión de furia incontenible.
Con una violencia inesperada, la anciana arrastró a Marina fuera de la habitación, atravesando la casa hasta llegar al patio, donde la arrojó sin contemplaciones sobre la tierra húmeda del amanecer. Comenzó entonces una brutal agresión física, descargando sobre la joven toda su frustración y desprecio.
La ausencia de gritos o lamentos durante la golpiza era un recordatorio cruel de la condición de Marina: había nacido sin la capacidad de hablar, y su abuela, en su negligencia y desprecio, jamás había procurado tratamiento médico para su condición, condenándola a un silencio perpetuo.
—Eres una desgracia, una vergüenza para esta familia —vociferaba la anciana mientras arrastraba a Marina hacia el automóvil estacionado frente a la casa. Con gestos bruscos, ordenó al chofer que las llevara hasta un establecimiento de reputación cuestionable. La sentencia estaba dictada: Marina sería confinada a una vida de degradación, sin posibilidad de escape o redención.
Durante el trayecto, en un giro macabro de los acontecimientos, el conductor detuvo el vehículo en un lugar desolado. Este hombre, que llevaba años trabajando para la familia y conocía la situación de Marina, intentó aprovecharse de su vulnerabilidad, pensando que era su oportunidad antes de que otros pudieran hacerlo.
Marina, reuniendo todas sus fuerzas y valor, se defendió con la ferocidad de quien lucha por su dignidad. Logró asestar un golpe certero en las partes sensibles de su agresor y, aprovechando su momento de dolor, escapó del vehículo. Corrió desesperadamente por callejones oscuros y solitarios, sin rumbo fijo, hasta que el destino, cruel e implacable, la condujo hacia una avenida principal donde un automóvil que circulaba a alta velocidad la impactó.
…
Cuando Sebastián abrió los ojos aquella mañana, encontró a Mariana acostada a su lado, con su largo cabello negro esparcido sobre la almohada blanca. La tenue luz del amanecer se filtraba por las cortinas, bañando el rostro de la joven con un suave resplandor dorado.
Al contemplar sus delicadas facciones, una sonrisa involuntaria se dibujó en sus labios. No se había equivocado en su apreciación inicial: ella era verdaderamente hermosa, con una belleza natural que trascendía lo físico. Y aunque no hubiera sido así, él era un hombre de palabra que cumpliría su promesa de convertirla en su esposa, como dictaba su honor.
Ella, al percatarse de su mirada, se mostró visiblemente perturbada y asustada. Con un movimiento instintivo, presionó las sábanas contra su cuerpo, revelando una vulnerabilidad que conmovió profundamente a Sebastián. Sus ojos marrones, grandes y expresivos, reflejaban temor e incertidumbre que le estrujó el corazón.
—No te preocupes, te juro por mi honor que cumpliré mi promesa —declaró Sebastián con voz firme y segura, intentando transmitirle confianza y seguridad.
—¿Juras que cumplirás? —Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, dejando un rastro brillante sobre su piel— Ha sido mi primera vez —confesó con voz temblorosa, sabía que Marina era virgen, un hecho que Sebastián había comprobado durante la noche anterior.
Sebastián sintió una ternura inmensa al contemplar a esa mujer que se mostraba tan vulnerable ante él. Su fragilidad y la manera en que se afligía por lo sucedido despertaron en él un instinto protector que no sabía que poseía. Sin poder contenerse, la atrajo suavemente hacia sus brazos, intentando consolarla.
—Te juro que, dentro de unos días, serás mi esposa —prometió, aunque notó algo extraño: el contacto físico con ella no despertaba la misma conexión eléctrica que había experimentado la noche anterior.
Mariana intentó acercarse más a él, buscando revivir la pasión de la noche anterior, pero Sebastián se sentía extrañamente distante y saciado. El repentino sonido de su celular rompió el momento, obligándolo a levantarse para atender la llamada con urgencia.
—¿Te vas y me dejarás? —preguntó Mariana con voz quebrada, observando cómo se vestía apresuradamente. El miedo al abandono se reflejaba en su rostro pálido y sus manos temblorosas.
—No te abandonaré, te lo juro por lo más sagrado —respondió mientras sacaba una tarjeta de su cartera y se la entregaba. Era la tarjeta de su empresa, impresa en papel costoso con letras doradas. Mariana la tomó con dedos temblorosos, como si fuera un objeto precioso y frágil— Si no regreso en una semana, puedes buscarme en esta dirección —añadió, notando su mirada escéptica. Se acercó a ella y con delicadeza acarició su rostro, sintiendo la suavidad de su piel bajo sus dedos— Confía en mí, te doy mi palabra de honor de que me casaré contigo, y que nunca me separaré de tu lado. Pase lo que pase, yo siempre estaré contigo, es una promesa de honor.
…
La furia ardía en las venas de Sebastián mientras se dirigía a encontrarse con quien consideraba responsable de su situación actual. Citó a Adolfo en un lugar apartado, y este llegó después de varias horas, visiblemente preocupado por no haber podido localizar a su amigo durante toda la noche anterior.
—Sebastián, me alegra que... —sus palabras fueron interrumpidas brutalmente por un puñetazo que impactó directamente en su rostro, seguido de una patada demoledora en el estómago que lo dejó sin aliento, doblado sobre sí mismo.
—Esto es por obligarme a hacer algo que no estaba aún en mis planes —gruñó Sebastián, mientras otra patada impactaba en el rostro de Adolfo. La sangre salpicó el suelo y las ropas de los presentes se manchó— Rómpanle las piernas —ordenó a sus hombres con voz gélida—, para que cada vez que intente ponerse de pie, recuerde por qué está paralítico —y con estas palabras finales, se giró y se marchó del lugar, mientras los gritos desesperados de su antiguo amigo resonaban en el ambiente, suplicando perdón entre sollozos de dolor.
Al llegar a su residencia, Sebastián preguntó inmediatamente por su abuelo, pero la mansión estaba vacía de su presencia. Lo esperó durante días interminables, que se convirtieron en una semana de angustiosa espera. Cuando apareció, no venía solo: lo acompañaba una joven en silla de ruedas.
El impacto fue inmediato y devastador. Mariana, quien se encontraba junto a Sebastián en ese momento, quedó petrificada ante la visión que tenía frente a ella. La mujer en la silla de ruedas no era otra que Marina, su prima. Su presencia allí amenazaba con destruir el frágil castillo de naipes que había construido.
Mariana sintió que su mentira se caería, que quedaría al descubierto, sin embargo, desconocía que la mujer de la silla de ruedas había perdido la memoria.—¿Quién es esta mujer, abuelo?—Ella es Stella, tu futura esposa —explicó el abuelo, dejando a Sebastián y Mariana en trance. Esta última se sintió mareada, tuvo que sostenerse de Sebastián para no caerse.—Abuelo, eso no puede ser. Yo… voy a casarme con Mariana. Es ella la mujer que tomaré por esposa.—¿De donde sacaste a esta mujer? —Octavio Arteaga sabía todos los pasos que daba su nieto, y hasta donde sabía, él no tenía novia, por lo tanto, había planificado su boda con alguien que le diera la seguridad y el poder que Sebastián necesitaba cuando él ya no estuviera.—Ella es mi novia, abuelo.—¿Tú novia? —miró con ojos escrutadores a Marina, seguido solicitó a Sebastián lo acompañe al despacho. Ya dentro de este, cuestionó— ¿Desde cuándo tienes novia? —Sebastián se quedó en silencio, no podía mentirle a su abuelo, este lo conocía
A Marina se le encogió el corazón mientras escuchaba las palabras de Sebastián, sintiendo cómo cada sílaba se clavaba como agujas en su alma herida.Quería echarse a llorar en ese lugar, frente a esa mujer despiadada que, con descaro evidente sonreía cuando él no la miraba, y reflejaba maldad pura y calculada en sus ojos oscuros que brillaban con satisfacción ante el sufrimiento de ella.La sala, con sus paredes antiguas y pesados cortinajes de terciopelo, parecía encogerse a su alrededor, amplificando la sensación de asfixia que oprimía su pecho.«Sebastián, ¿por qué eres tan cruel e insensible conmigo? ¿Por qué no pudiste amarme en todo este tiempo que compartimos juntos? ¿Qué te hice para merecer este trato tan despiadado?»Musitaba angustiada en su mente, mientras una rebelde y traicionera lágrima rodaba lentamente por su mejilla sonrojada, y la limpiaba apresuradamente con el dorso de su mano temblorosa, esquivando la mirada penetrante de él, para que no notase cuánto la lastimab
El abogado terminó la lectura del testamento, cerrando el maletín de cuero con un sonido seco que resonó en la amplia sala familiar. Sus dedos arrugados aseguraron los broches dorados con movimientos precisos y calculados. Con una sonrisa enigmática que apenas curvaba sus delgados labios, se incorporó lentamente. Sus zapatos brillantes rechinaron ligeramente contra el piso de mármol mientras se alejaba, no sin antes detenerse junto a Sebastián, quien permanecía sumido en un silencio impenetrable. —No defraudes a tu abuelo —le susurró con voz firme, inclinándose levemente—. Siempre confió en ti como su único digno sucesor. La petición quedó flotando en el aire como una nube de tormenta. La mirada penetrante e intensa de Sebastián seguía fijamente en Marina, como un depredador que estudia a su presa, mientras ella, con incomodidad en cada centímetro de su lenguaje corporal, se movía inquieta en su asiento. Sus ojos rehuían cualquier contacto visual con él, como si temiera que una s
Sebastián abandonó la habitación de Marina luego de tomarla. La penumbra de la noche envolvía la mansión mientras sus pasos resonaban por el pasillo que lo alejaba de aquella mujer que ahora, por decreto familiar, se convertiría en la madre de su hijo. Si bien cumpliría con la petición de su abuelo, extinguiendo así cualquier posibilidad de perder su herencia y posición social dentro de la familia Arteaga, no pretendía formar un hogar feliz con ella. El rencor corrompía su corazón, nublando cualquier posibilidad de ver más allá de sus prejuicios hacia aquella mujer que ahora dormía en su cama, ignorante del infierno que él planeaba convertir en su existencia compartida. Llegó al despacho y empezó a realizar el documento que le haría firmar a Marina, aquel contrato que la despojaría de la criatura que esperaba engendrar en ella. La madera oscura del escritorio de roble que había pertenecido a generaciones de Arteaga fue testigo silencioso de su mezquindad mientras las palabras fluí
Marina subió de dos en dos los escalones, fue a la habitación, se encerró ahí y se dejó caer, rodando su espalda en la puerta.«Ah, Ah».Gritó en su adentro, su sonido corporal no se escuchaba, y quizás nunca se escucharía, ya que su mudez la había perseguido por toda su corta existencia.Veinte años tenía. Veinte año en que no se había escuchado su voz.Su abuelo había estado insistiendo en esos dos años para operarla, para que pudiera tener voz, pero ella se había negado, diciendo que no era necesario tener voz para sobresalir y hacerse notar en la vida.Nunca antes había necesitado tanto tener voz, como en ese momento. Si hubiera podido hablar, le habría dicho a Sebastián, quizás le hubiera gritado, que ella no la lastimó.¿Le creería?Marina se río. Era obvio que Sebastián no creería en sus palabras. Sabía perfectamente que Sebastián la odiaba, y que cualquier cosa que dijera Mariana, era verdad ante sus oídos, y cualquier cosa que ella dijera, era mentira.…Sebastián sa
Sebastián Arteaga ingresó a la habitación de Marina de Arteaga, su esposa, mientras la luz del atardecer se filtraba por las cortinas de seda blanca.Llevaban dos años casados, pero nunca había estado a solas con ella en la habitación, menos con ella envuelta en una toalla que dejaba ver sus hombros delicados.Un exquisito y misterioso aroma a jazmín y vainilla se apoderó de las fosas nasales de Sebastián, una fragancia que hizo sentir un inexplicable calor recorrer su cuerpo.Marina, con una dulce sonrisa en sus labios rosados, le invitó a pasar, pero él, firme en su posición junto al marco de la puerta de roble tallado, negó mientras extendía la carpeta de cuero marrón que sostenía.—El abuelo ha muerto, por lo tanto, ya no podemos seguir casados —ante esas palabras crueles y cortantes, el corazón de Marina se apretó como si una mano invisible lo estrujara— Quiero que firmes el divorcio, que tomes tu parte de la herencia y desaparezcas de mi vida para siempre —cada palabra pronuncia