Criaré a tu hijo.

Sebastián abandonó la habitación de Marina luego de tomarla. La penumbra de la noche envolvía la mansión mientras sus pasos resonaban por el pasillo que lo alejaba de aquella mujer que ahora, por decreto familiar, se convertiría en la madre de su hijo.

Si bien cumpliría con la petición de su abuelo, extinguiendo así cualquier posibilidad de perder su herencia y posición social dentro de la familia Arteaga, no pretendía formar un hogar feliz con ella.

El rencor corrompía su corazón, nublando cualquier posibilidad de ver más allá de sus prejuicios hacia aquella mujer que ahora dormía en su cama, ignorante del infierno que él planeaba convertir en su existencia compartida.

Llegó al despacho y empezó a realizar el documento que le haría firmar a Marina, aquel contrato que la despojaría de la criatura que esperaba engendrar en ella.

La madera oscura del escritorio de roble que había pertenecido a generaciones de Arteaga fue testigo silencioso de su mezquindad mientras las palabras fluían de sus dedos. Pasó toda la madrugada elaborando ese contrato, consumiendo taza tras taza de café negro y amargo, tan amargo como sus intenciones, en dónde cada cláusula debía ser cuidadosamente calculada para no dejar resquicio legal que permitiera a Marina reclamar lo que él consideraba únicamente suyo.

Las sombras se alargaban mientras él, diseñaba la trampa perfecta para aquella que consideraba una intrusa, una ladrona de fortunas que había encandilado a su abuelo con artimañas.

El silencio de la noche solo era interrumpido por el tecleo incesante y el ocasional suspiro de frustración cuando alguna frase no expresaba con suficiente crueldad sus intenciones.

Cuando Marina abrió los ojos, se encontró sola en la habitación, envuelta en las sabanas que aún tenían la fragancia en él, aquel aroma que tanto había adorado desde lejos durante dos años.

La luz matutina se filtró por las cortinas de seda. Los recuerdos de la noche anterior flotaban en su mente como fragmentos de un sueño quebrado, mezclándose con las lágrimas silenciosas que ahora rodaban por sus mejillas pálidas y descendían hasta humedecer la almohada que compartía el mismo perfume que el hombre que se había marchado sin una palabra de afecto.

Marina se sentó en el borde de la cama, con los hombros caídos bajo su tristeza, y miró hacia un punto fijo en la pared de enfrente. No estaba feliz, ni siquiera satisfecha con haber conseguido el apellido que tantas mujeres codiciaban en aquella ciudad llena de ambiciones y apariencias, porque Sebastián le había dejado claro con frialdad, que no la amaba, que la odiaba y siempre la odiaría con cada fibra de su ser, y que su único propósito, la única razón por la que toleraba su presencia en su vida y en su casa, era embarazarla para cumplir con la petición del abuelo, aquel anciano que había sido el único en mostrarle verdadero afecto dentro de aquellas paredes.

Las lágrimas continuaban su silencioso descenso mientras recordaba cómo el viejo señor Arteaga la había tratado como a una nieta durante sus últimos días, quizás intentando compensar el atropellamiento que el realizó.

Apenas Marina puso un pie en la planta baja, después de haberse vestido con sencillez a pesar de los costosos atuendos que ahora colgaban en su armario, la empleada le avisó que Sebastián la esperaba en el despacho.

El corazón le dio un vuelco doloroso, sabiendo que nada bueno podría surgir de aquella convocatoria. Los retratos de los antepasados Arteaga parecían seguirla con miradas acusadoras mientras avanzaba por el pasillo encerado.

Sus zapatillas apenas emitían sonido sobre el suelo de aquella mansión donde ella no era más que una intrusa, una extraña que había logrado infiltrarse en el sagrado linaje por capricho de un anciano.

Marina abrió la puerta del despacho con temor, como quien ingresa a un templo prohibido. Su mano delgada y frágil temblaba ante el movimiento leve de la manija dorada.

Su corazón latió con fuerzas, amenazando con escapar de su pecho cuando ese hombre del escritorio la miró, levantando apenas la vista de los documentos que estudiaba, con esos profundos ojos que parecían atravesarla, diseccionando su alma como un entomólogo estudia un insecto recién capturado.

La luz que entraba por los ventanales le daba a Sebastián un aspecto casi sobrenatural, realzando los ángulos perfectos de su rostro y el cabello negro en zambo que caía rebelde sobre su frente.

A pesar de su crueldad, Marina no podía evitar sentir que su belleza la hería físicamente, como si contemplar algo tan hermoso y a la vez tan lleno de odio fuera una experiencia dolorosa para sus sentidos.

Las piernas de Marina parecían estar cargadas de plomo, ancladas al suelo, no se movían ni una milésima a pesar de la orden implícita en aquella mirada penetrante.

El miedo la paralizaba, no solo por lo que pudiera decirle o hacerle, sino por que aquel hombre, tan magnífico en su porte y tan despiadado en su trato, era su esposo, su dueño según las leyes no escritas de aquella sociedad que veneraba el poder masculino por encima de cualquier consideración humanitaria. Pero no la miraba con ternura menos la amaba.

—Acércate —solicitó con voz suave, casi melódica, pero mirada penetrante que contradecía cualquier suavidad en su tono.

Aquella dualidad era típica de él, una amabilidad superficial que ocultaba el desprecio más profundo, como veneno endulzado con miel para hacerlo más fácil de tragar para la víctima desprevenida.

Los pies de Marina rodaron suavemente hacia adelante, hasta llegar frente al escritorio imponente de madera oscura. El aroma a libros antiguos se mezclaba con el perfume personal de Sebastián, creando una atmósfera intoxicaste que dificultaba mantener la claridad mental necesaria para enfrentar lo que fuera que él hubiera preparado para ella.

Si bien Marina amaba a Sebastián desde aquella primera vez que lo vio, también sentía terror de sus acciones y de la crueldad que se decía de él.

Aquel amor irracional, nacido de miradas furtivas y conversaciones imaginarias que jamás tuvieron lugar en la realidad, se había convertido en su prisión personal, una jaula dorada de la que no quería escapar a pesar del sufrimiento que le ocasionaba en presencia de aquel ser que la despreciaba tan profundamente sin conocerla verdaderamente.

Sebastián era un hombre peligroso, muy peligroso en formas que trascendían la violencia física, aunque ésta también formaba parte de su repertorio según los rumores que circulaban en susurros entre el personal de servicio.

Tanto, que había escuchado dejó en sillas de ruedas a alguien que se decía era su amigo después de una discusión por negocios que se tornó violenta en cuestión de segundos. Aquella historia, contada entre murmullos por las empleadas que creían que ella no comprendía su dialecto regional, se había grabado en su memoria como advertencia constante de lo que aquellas manos elegantes podían hacer si la ira nublaba su juicio.

La cicatriz que cruzaba su nudillo derecho parecía confirmar aquellas historias macabras.

—Siéntate —demandó con una autoridad que no admitía cuestionamiento alguno, señalando la silla frente a él como quien indica a un perro su lugar.

Ella acató esa orden inmediatamente, como si fuera un robot programado para obedecer, o un perrito entrenado que responde al comando de su amo.

Su cuerpo pequeño parecía hundirse en la silla de cuero demasiado grande para su figura.

—Stella, me has condenado a estar contigo por cinco años –escupió las palabras como si fueran veneno mientras las manos de Marina se apretaban sobre sus piernas, arrugando la tela de su vestido sencillo--. Que mi abuelo haya concertado este matrimonio contigo, y me haya empujado a tus brazos, es solo culpa tuya —ella negó suavemente, un gesto casi imperceptible nacido de la injusticia de la acusación, y eso enfureció más a Sebastián, cuyas facciones se contrajeron en una máscara de rabia apenas contenida—. Te volviste muy cercana a mi abuelo en estos dos años, aprovechándote de su soledad y su enfermedad, y lo convenciste de que me atara a ti con esta cláusula absurda del testamento, sabiendo perfectamente que yo jamás te habría mirado dos veces en circunstancias normales.

Marina intentó sacar su libreta del bolsillo de su vestido, aquel cuaderno pequeño que era su única voz en un mundo donde no podía expresarse verbalmente, para explicarle y dar a conocer a Sebastián que ella no era esa clase de persona manipuladora que él imaginaba, que jamás había pedido nada al anciano Arteaga, que incluso había intentado rechazar el matrimonio cuando él se lo pidió. Pero un estruendo grito la interrumpió antes de que pudiera siquiera abrir las t***s del cuaderno, haciéndola encogerse en la silla como un animal herido ante el cazador.

—¡No quiero leerte! ¡No quiero que escribas absolutamente nada! Así, en silencio, escuchando todo lo que yo digo, sin que tú puedas decir algo, sin tus patéticas excusas escritas, estamos bien —la fulminó con la mirada—. Ya que tanto insististe en quedarte conmigo, y has evitado que sea feliz con la mujer que realmente amo, condenándome a este matrimonio sin amor por pura codicia, pues yo te condenaré a cinco años de infelicidad absoluta –empujó el documento legal que había estado preparando toda la noche hacia ella, con tanta fuerza que varios papeles cayeron al suelo—. Firma este documento. Ahora.

Marina bajó la mirada, incapaz de sostener esa mirada de odio que emanaba de aquellos ojos que tanto había admirado desde lejos, y la posó en el papel, el cual agarró con manos temblorosas como hojas en otoño y empezó a leer lentamente el lenguaje legal que intentaba ocultar la crueldad de sus intenciones tras palabras rebuscadas y cláusulas complejas.

“Stella Arteaga, se quedará con una suma considerada de dinero y propiedades al cumplirse los cinco años estipulados en el testamento del Sr. Octavio Arteaga, pero, en cuanto a la custodia del hijo que tendrá con Sebastián Arteaga, renunciará a ella y a todos los derechos maternales y económicos…”

Le bastó leer esas líneas iniciales, que destacaban como puñales entre el resto del texto jurídico, para comprender la magnitud de la crueldad que Sebastián planeaba ejecutar contra ella y contra la criatura inocente que aún no existía, pero que ya estaba siendo utilizada como moneda de cambio en aquel juego macabro.

Se negó rotundamente a firmar tal abominación, incapaz de comprometer no solo su futuro sino el de un ser que llevaría su sangre. Negó con la cabeza, soltando el papel como si quemara sus dedos, incluso se levantó para irse, impulsada por un instinto maternal que trascendía cualquier miedo que pudiera sentir hacia aquel hombre imponente que la miraba con desprecio.

—¡Alto ahí! —rugió Sebastián rechinando los dientes, golpeando el escritorio con tal fuerza que la taza de café derramó su contenido sobre varios documentos— ¿Cómo te atreves a desafiarme? –se paró detrás de ella con la velocidad de un depredador, la giró con brusquedad agarrando su brazo con fuerza suficiente para dejar marcas y la fulminó con la mirada, dejando su rostro a centímetros, permitiéndole a Marina sentir el calor de su aliento furioso contra su piel pálida.

Una lágrima solitaria rodó por las mejillas de Marina, descendiendo como una perla líquida hasta la comisura de sus labios entreabiertos en un grito silencioso. Aquella lágrima parecía contener todos los sueños rotos y las esperanzas marchitas que había albergado tontamente sobre su matrimonio con el hombre que había admirado desde lejos.

—Stella, no vas a conmoverme con tus lágrimas de cocodrilo —bufó Sebastián con desdén, apartándose ligeramente, pero sin soltar su agarre doloroso sobre su brazo—. Eres una arpía, aprovechada y manipuladora que busca quedarse con todo lo que me pertenece por derecho de nacimiento. Fui yo quien nació dentro del matrimonio, no tú . Soy yo quien tiene derecho —Marina no sabía porque le decía esas cosas tan hirientes e injustas. Ella ni siquiera quería quedarse con la parte del dinero que el abuelo le había dejado como agradecimiento por los cuidados y la compañía que le brindó durante sus últimos días, cuando todos los demás, incluido Sebastián, estaban demasiado ocupados con sus propias vidas para dedicarle tiempo al anciano moribundo.

Cómo podía Sebastián decir esas cosas tan crueles e infundadas, si ni siquiera la conocía realmente, si nunca había intentado escucharla o comprenderla. Si tan solo se hubiera dado el momento de conocerla, de descubrir por qué su abuelo la apreciaba tanto, quizás tuviera otra perspectiva de ella, quizás pudiera ver que bajo su silencio se escondía un alma bondadosa que solo quería ser aceptada, no por su fortuna sino por quien realmente era.

Herida profundamente y cansada de las acusaciones y humillaciones de Sebastián, que no hacían sino acumularse como piedras sobre su corazón ya fragmentado, Marina decidió salir e ignorar sus llamados amenazantes, reuniendo un valor que ni ella misma sabía que poseía.

Con un movimiento brusco se liberó de su agarre y caminó hacia la puerta, con la espalda recta a pesar del dolor emocional que amenazaba con doblarla en dos.

Al salir al pasillo, Marina encontró a Mariana bajando de las gradas con aquella elegancia felina que la caracterizaba.

Ésta la miró con desprecio no disimulado, se acercó con paso decidido y musitó en su oído, su perfume caro invadiendo el espacio personal de Marina como otra forma de agresión.

—Voy a criar a tu hijo, porque cuando nazca, Sebastián te echará de esta casa sin miramientos, y yo, seré la madre de ese hijo que engendrarás con él. Lo criaré como mío, borrando cualquier rastro tuyo de su memoria, y ni siquiera recordará tu rostro —las palabras, pronunciadas con deleite malicioso, se clavaron como dagas en el corazón ya maltrecho de Marina.

Marina negó, el pánico se apoderó de cada célula de su cuerpo ante la amenaza. Aunque aún no había un bebé en su vientre, aunque la concepción era apenas una posibilidad futura, por instinto maternal llevó sus manos protectoramente a su abdomen plano, como resguardando lo que algún día tendría que fecundarse según los planes crueles de Sebastián y las cláusulas del testamento que los había unido en aquel matrimonio sin amor.

Ver la mirada aterrorizada de Marina, el evidente pánico ante la idea de perder a un hijo que ni siquiera existía aún, hizo que Mariana sonriera ampliamente, satisfecha porque estaba logrando su objetivo de asustar a la m*****a mujer que le había quitado por segunda vez las posibilidades de ser la esposa legítima de Sebastián. Quería que Marina escapara aterrorizada, que huyera antes de embarazarse, frustrando así los planes del viejo Arteaga y liberando a Sebastián de aquella obligación matrimonial que los separaba.

Cuando escuchó pasos acercándose por el pasillo, reconociendo inmediatamente el ritmo característico de Sebastián, Mariana se rasgó la cara con sus propias uñas, dejando surcos rojos en su mejilla derecha, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones, un grito desgarrador que resonó en las paredes de mármol como el aullido de una bestia herida.

Ante ese grito que helaba la sangre, Sebastián aceleró el paso, emergiendo del despacho con expresión alarmada. Al llegar a la escena y ver a Mariana con el rostro rasguñado y lágrimas derramadas, se apresuró a acercarse a ella, apartando bruscamente a Marina que permanecía paralizada frente a Mariana, incapaz de comprender la rapidez con que la situación había escalado. Apartó a Marina con un empujón desconsiderado que casi la hace caer, para quedar delante de Mariana en posición protectora, como un caballero medieval defendiendo a una dama en peligro.

El cuerpo de Marina se hizo a un lado involuntariamente por la fuerza del empujón. Tuvo que agarrarse del pasamano de la escalera con dedos temblorosos, para no caer sobre el suelo de mármol. Aquella acción violenta, y lo que veían sus ojos incrédulos, cómo él trataba a Mariana con delicadeza exquisita mientras limpiaba la sangre de su mejilla con su propio pañuelo de seda, le destrozó aún más el corazón.

La injusticia de la situación era tan abrumadora que le robaba el aliento, haciéndola jadear silenciosamente mientras presenciaba la escena como una espectadora de su propia tragedia.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Sebastián con voz grave cargada de preocupación, una preocupación que jamás había mostrado hacia ella a pesar de ser legalmente su esposa.

—Sebastián, me ha atacado como una fiera salvaje —sollozó Mariana teatralmente, refugiándose en el pecho amplio de él, manchando deliberadamente su camisa blanca.

—¿Cómo te has atrevido a tocarla? —soltó a Mariana y se paró delante de Marina, la agarró de los hombros y la sacudió, como si fuera una muñeca de trapo, que no sentía.

De la joven solo rodaron gruesas lágrimas, mientras veía a su esposo furioso defender a otra mujer, y atacando la a ella sin haber visto lo que realmente sucedió. La sentenciaba del crimen sin prueba, solo por el simple hecho de existir, por ocupar el puesto de Mariana: la mujer que en verdad amaba.

Marina le quitó las manos de sus hombros, lo empujó apenas con la poca fuerza que le quedaba, sorprendiendo a Sebastián que dio un paso hacia atrás, no tanto por el empujón, sino por la sorpresa de que aquella criatura sumisa, se atreviera a responder físicamente a su agresión.

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