El abogado terminó la lectura del testamento, cerrando el maletín de cuero con un sonido seco que resonó en la amplia sala familiar.
Sus dedos arrugados aseguraron los broches dorados con movimientos precisos y calculados. Con una sonrisa enigmática que apenas curvaba sus delgados labios, se incorporó lentamente. Sus zapatos brillantes rechinaron ligeramente contra el piso de mármol mientras se alejaba, no sin antes detenerse junto a Sebastián, quien permanecía sumido en un silencio impenetrable. —No defraudes a tu abuelo —le susurró con voz firme, inclinándose levemente—. Siempre confió en ti como su único digno sucesor. La petición quedó flotando en el aire como una nube de tormenta. La mirada penetrante e intensa de Sebastián seguía fijamente en Marina, como un depredador que estudia a su presa, mientras ella, con incomodidad en cada centímetro de su lenguaje corporal, se movía inquieta en su asiento. Sus ojos rehuían cualquier contacto visual con él, como si temiera que una simple mirada pudiera desencadenar una tormenta de emociones incontrolables. Antes de que el abogado se dirigiera hacia la puerta de roble tallado, Marina se puso de pie con un movimiento rápido que hizo ondear su cabello castaño. Entre gestos nerviosos y señas, le comunicó que lo acompañaría personalmente hasta la salida principal de la mansión. Su verdadera intención, no era otra que esquivar cualquier posibilidad de quedarse a solas con él, de enfrentar esos ojos que parecían desnudar su alma cada vez que la miraban con aquella intensidad. Mariana observó con un desprecio absoluto cómo Marina se marchaba junto al abogado. «Esa intrusa no tiene idea de lo que le espera se interpone entre nosotros» —murmuró Mariana para sí misma. Con la habilidad de quien domina el arte de la manipulación, al segundo apartó esa mirada cargada de veneno y la posó en Sebastián, quien permanecía inmóvil frente a la ventana que daba al jardín principal, donde las rosas que tanto amaba Marina parecían llorar gotas de rocío. Con estudiada elegancia y sensualidad, se acercó a él. El perfume caro que utilizaba dejó una estela invisible a su paso. —Sebastián, no pensarás cumplir con esa estúpida petición de tu abuelo, ¿verdad? —pronunció con voz melodiosa, mientras sus dedos delicados rozaban "accidentalmente" el brazo de él. La mandíbula tensa y perfectamente definida de Sebastián, que hasta ese momento había estado rígida como el granito, reflejando la tormenta interior que lo consumía desde la lectura del testamento. Se relajó al escuchar aquella voz. Su expresión cambió al darse cuenta de que la mujer que ahora le hablaba no merecía ni un ápice de la indignación que reservaba exclusivamente para Marina. Con una mirada apacible y cálida, tan diferente a la que le dedicaba a Marina cada vez que sus caminos se cruzaban en aquella mansión, se giró para enfrentarse a Mariana. —Has escuchado con claridad al abogado explicar la cláusula, Mariana —respondió con voz profunda y educada—. Si no cumplo con esa cláusula específica que mi abuelo ha dejado como su última voluntad, no podré acceder al poder absoluto sobre las empresas Arteaga ni al patrimonio familiar. Todo se perdería en un laberinto legal que beneficiaría únicamente a personas que mi abuelo consideraba indignas de su legado. Los ojos felinos y calculadores de Mariana se iluminaron con un brillo húmedo estudiadamente conmovedor, mientras dejaba rodar lágrimas por sus mejillas sonrosadas como perlas líquidas. Era tan natural y habitual en ella que las lágrimas se desprendieran sin aparente control. Era una habilidad de años de práctica frente al espejo, especialmente cuando se encontraba delante de Sebastián, quien desde esa noche se había mostrado protector ante esa vulnerabilidad que le mostraba. —Oh, Sebastián, yo... no puedo creer esta cruel realidad—murmuró con voz entrecortada por sollozos, mientras ladeaba delicadamente la cabeza en un gesto ensayado que sabía la favorecía—. Regresé porque pensé que, ahora sí, después de tantos obstáculos, finalmente podíamos estar juntos sin impedimentos. Ahora sí podíamos vivir abiertamente nuestro amor que ha sobrevivido a la distancia y el tiempo... pero —sollozó con mayor intensidad dramática—, tu abuelo, nuevamente él y esa mujer, se interponen entre nosotros. Las mejillas de Mariana estaban humedecidas con lágrimas que parecían cristales bajo la luz. Sebastián, incapaz de resistirse a esa vulnerabilidad, no pudo evitar llevar su mano grande y fuerte a esa mejilla frágil, secándolas con una ternura que contradecía su habitual dureza. —Dime la verdad —su labio inferior delineado tembló mientras sus ojos buscaban desesperadamente los de él—, dime que no permitirás que nos separen nuevamente, que harás algo para que lo estipulado en ese testamento no suceda jamás, que encontrarás alguna solución legal que nos permita estar juntos sin cumplir esa horrible condición. Sebastián sentía un impulso casi irrefrenable de complacerla, de decirle exactamente lo que anhelaba escuchar, que efectivamente no seguiría la voluntad de su abuelo, que pelearía por su supuesto amor, que encontraría alguna grieta en el testamento que les permitiera estar juntos sin cumplir aquella cláusula humillante. No obstante, siendo un hombre f directo y sin capacidad para los rodeos, alguien que no se andaba jamás por las ramas, y mucho menos se refugiaba en las mentiras que tanto abundaban en su círculo social, musitó con voz grave y firme que revelaba la verdad que ambos debían enfrentar. —Puedo decirte que haré todo posible para no separarnos, Mariana, pero sería deshonesto de mi parte prometerte que no tendré ese hijo con ella como estipula el testamento, cuando la voluntad de mi abuelo es absolutamente incumplible para mí. Mariana se tocó el pecho con la palma extendida, como si aquellas palabras brutalmente sinceras fueran un clavo ardiente clavado en su corazón. Ahí dentro le dolía, claro que le dolía con una punzada aguda que le cortaba la respiración, porque en realidad ese hombre le gustaba, más allá de lo que estaba dispuesta a admitir incluso ante sí misma. Más allá de sus evidentes ambiciones por ese dinero familiar que podría asegurarle una vida de lujos, ella en serio quería a Sebastián, un sentimiento auténtico que se mezclaba confusamente con sus planes. —Sebastián, nuevamente harás lo que tu abuelo dice, como un títere obediente que sigue atado a hilos invisibles incluso después de la muerte de él —pronunció con amargura apenas contenida mientras tocaba con sus manos temblorosas el rostro anguloso y perfectamente afeitado de Sebastián. —No está presente, no respira el mismo aire que nosotros, no puede imponerte su voluntad, pero aun así... —No está entre nosotros, es verdad, pero ha dejado redactada una cláusula vinculante y, por honor familiar y supervivencia económica, tengo que cumplirla —interrumpió con firmeza, antes de continuar en un tono mental, para sí mismo «De lo contrario, las consecuencias serían catastróficas; la tía abuela Hortensia, esa mujer que siempre me miró con desprecio. Junto con los hijos y nietos de esta, vendrán como buitres a apoderarse de todo lo que ha construido esta familia, porque yo no soy legítimamente un Arteaga como todos creen, porque mi madre traicionó a mi padre antes incluso de la boda, y yo ya existía en el vientre de mi madre cuando se casaron en aquella ceremonia». Dijo para sí mismo con amargura, porque no se atrevía a confesarle a Mariana ni a ningún otro ser viviente que por sus venas no corría ni una gota de la prestigiosa sangre Arteaga que tanto veneraba la sociedad. Le avergonzaba profundamente ser el hijo de nadie, un impostor en su propia familia, un heredero ilegítimo de un imperio, que para seguir al frente, necesitaba hacerle un hijo a la verdadera nieta del que creía era su abuelo. —¿Y qué va a suceder con nosotros, Sebastián? —preguntó con desesperación—. ¿Me vas a abandonar de nuevo como lo hiciste años atrás? ¿Nuevamente me propondrás ser tu amante secreta como lo hiciste hace dos años? —Yo... —Sebastián sintió una punzada aguda de vergüenza y culpabilidad al recordar que, para calmar a Mariana y evitar que se alejara de él en aquel momento de su vida, le había propuesto que aceptara convertirse en su amante, una propuesta que contradecía todos sus principios morales y la educación tradicional que había recibido. Aunque aquella proposición deshonrosa nunca llegó a materializarse, porque ella decidió marcharse sin decirle nada, abandonando el país y desapareciendo de su vida durante dos años enteros, él continuaba sintiendo que había pecado contra sus propios valores, que todos sus principios éticos se habían manchado desde esa fatídica noche en que, cegado por la pasión descontrolada, tomó a una mujer que no era legalmente su esposa. Esa noche trágica, de eventos catastróficos, marcó un antes y un después, los sueños limpios y esperanzadores de Sebastián se desvanecieron, dejando solo el cascarón vacío de un hombre que ahora debía cumplir con un testamento que sellaría definitivamente su destino junto a una mujer que detestaba, pero que, irónicamente, era quien llevaba verdaderamente la sangre Arteaga. —Mariana… yo voy a tener ese heredero —dijo con firmeza, lo que hizo que Mariana se sentara de golpe. —Me prometiste casarte conmigo, Sebastián —musitó con dolor. Quería recordarle su promesa, pero para Sebastián, entre fallar una promesa a alguien que apenas conocía (porque en sí, no conocía a Mariana mucho que se diga) y su abuelo, prefería fallarle a ese alguien más, que en este caso era Mariana. … Esa noche, la puerta de la habitación de Marina se abrió de golpe. Sebastián la contempló desde el umbral, mientras Marina se incorporaba. —Estos eran tus planes desde que llegaste a esta casa —no era una pregunta, era una acusación. Marina negó levemente, asegurándole con ese movimiento que ella no tenía ningunos planes. Sebastián le sonrió maliciosamente. —Bien, Stella Aragon. Si tanto deseas que me quede contigo, lo has conseguido —se paró a su lado, le levantó el mentón—, me quedaré —un nudo grueso se formó en la garganta de Marina—, pero recuerda siempre esto, Stella, no te amo —Tras decir esas palabras la besó, con furia, con intensidad hasta tomarla de nuevo.Sebastián abandonó la habitación de Marina luego de tomarla. La penumbra de la noche envolvía la mansión mientras sus pasos resonaban por el pasillo que lo alejaba de aquella mujer que ahora, por decreto familiar, se convertiría en la madre de su hijo. Si bien cumpliría con la petición de su abuelo, extinguiendo así cualquier posibilidad de perder su herencia y posición social dentro de la familia Arteaga, no pretendía formar un hogar feliz con ella. El rencor corrompía su corazón, nublando cualquier posibilidad de ver más allá de sus prejuicios hacia aquella mujer que ahora dormía en su cama, ignorante del infierno que él planeaba convertir en su existencia compartida. Llegó al despacho y empezó a realizar el documento que le haría firmar a Marina, aquel contrato que la despojaría de la criatura que esperaba engendrar en ella. La madera oscura del escritorio de roble que había pertenecido a generaciones de Arteaga fue testigo silencioso de su mezquindad mientras las palabras fluí
Marina subió de dos en dos los escalones, fue a la habitación, se encerró ahí y se dejó caer, rodando su espalda en la puerta.«Ah, Ah».Gritó en su adentro, su sonido corporal no se escuchaba, y quizás nunca se escucharía, ya que su mudez la había perseguido por toda su corta existencia.Veinte años tenía. Veinte año en que no se había escuchado su voz.Su abuelo había estado insistiendo en esos dos años para operarla, para que pudiera tener voz, pero ella se había negado, diciendo que no era necesario tener voz para sobresalir y hacerse notar en la vida.Nunca antes había necesitado tanto tener voz, como en ese momento. Si hubiera podido hablar, le habría dicho a Sebastián, quizás le hubiera gritado, que ella no la lastimó.¿Le creería?Marina se río. Era obvio que Sebastián no creería en sus palabras. Sabía perfectamente que Sebastián la odiaba, y que cualquier cosa que dijera Mariana, era verdad ante sus oídos, y cualquier cosa que ella dijera, era mentira.…Sebastián sa
Sebastián Arteaga ingresó a la habitación de Marina de Arteaga, su esposa, mientras la luz del atardecer se filtraba por las cortinas de seda blanca.Llevaban dos años casados, pero nunca había estado a solas con ella en la habitación, menos con ella envuelta en una toalla que dejaba ver sus hombros delicados.Un exquisito y misterioso aroma a jazmín y vainilla se apoderó de las fosas nasales de Sebastián, una fragancia que hizo sentir un inexplicable calor recorrer su cuerpo.Marina, con una dulce sonrisa en sus labios rosados, le invitó a pasar, pero él, firme en su posición junto al marco de la puerta de roble tallado, negó mientras extendía la carpeta de cuero marrón que sostenía.—El abuelo ha muerto, por lo tanto, ya no podemos seguir casados —ante esas palabras crueles y cortantes, el corazón de Marina se apretó como si una mano invisible lo estrujara— Quiero que firmes el divorcio, que tomes tu parte de la herencia y desaparezcas de mi vida para siempre —cada palabra pronuncia
Hace años atrás, Sebastián bebió del líquido ambarino que su amigo Adolfo le había entregado con insistencia. Se encontraban en un establecimiento nocturno bastante concurrido, donde artistas presentaban espectáculos de variedad mientras los clientes disfrutaban de sus bebidas en la penumbra del local.Sebastián, un joven de principios firmes y mentalidad tradicional, nunca había sido partidario de frecuentar estos lugares de entretenimiento nocturno, pero ese día particular celebraba sus veinticuatro años y su mejor amigo desde la infancia había sido persistente en llevarlo allí para festejar.De manera repentina e inexplicable, una sensación abrasadora comenzó a recorrer cada centímetro de su cuerpo, como si un fuego interno lo consumiera desde sus entrañas. La temperatura de su piel aumentaba con cada segundo que transcurría, provocándole un malestar indescriptible.Siendo un hombre perspicaz y de razonamiento agudo, Sebastián comprendió inmediatamente que algo no andaba bien. Su c
Mariana sintió que su mentira se caería, que quedaría al descubierto, sin embargo, desconocía que la mujer de la silla de ruedas había perdido la memoria.—¿Quién es esta mujer, abuelo?—Ella es Stella, tu futura esposa —explicó el abuelo, dejando a Sebastián y Mariana en trance. Esta última se sintió mareada, tuvo que sostenerse de Sebastián para no caerse.—Abuelo, eso no puede ser. Yo… voy a casarme con Mariana. Es ella la mujer que tomaré por esposa.—¿De donde sacaste a esta mujer? —Octavio Arteaga sabía todos los pasos que daba su nieto, y hasta donde sabía, él no tenía novia, por lo tanto, había planificado su boda con alguien que le diera la seguridad y el poder que Sebastián necesitaba cuando él ya no estuviera.—Ella es mi novia, abuelo.—¿Tú novia? —miró con ojos escrutadores a Marina, seguido solicitó a Sebastián lo acompañe al despacho. Ya dentro de este, cuestionó— ¿Desde cuándo tienes novia? —Sebastián se quedó en silencio, no podía mentirle a su abuelo, este lo conocía
A Marina se le encogió el corazón mientras escuchaba las palabras de Sebastián, sintiendo cómo cada sílaba se clavaba como agujas en su alma herida.Quería echarse a llorar en ese lugar, frente a esa mujer despiadada que, con descaro evidente sonreía cuando él no la miraba, y reflejaba maldad pura y calculada en sus ojos oscuros que brillaban con satisfacción ante el sufrimiento de ella.La sala, con sus paredes antiguas y pesados cortinajes de terciopelo, parecía encogerse a su alrededor, amplificando la sensación de asfixia que oprimía su pecho.«Sebastián, ¿por qué eres tan cruel e insensible conmigo? ¿Por qué no pudiste amarme en todo este tiempo que compartimos juntos? ¿Qué te hice para merecer este trato tan despiadado?»Musitaba angustiada en su mente, mientras una rebelde y traicionera lágrima rodaba lentamente por su mejilla sonrojada, y la limpiaba apresuradamente con el dorso de su mano temblorosa, esquivando la mirada penetrante de él, para que no notase cuánto la lastimab