A Marina se le encogió el corazón mientras escuchaba las palabras de Sebastián, sintiendo cómo cada sílaba se clavaba como agujas en su alma herida.
Quería echarse a llorar en ese lugar, frente a esa mujer despiadada que, con descaro evidente sonreía cuando él no la miraba, y reflejaba maldad pura y calculada en sus ojos oscuros que brillaban con satisfacción ante el sufrimiento de ella.
La sala, con sus paredes antiguas y pesados cortinajes de terciopelo, parecía encogerse a su alrededor, amplificando la sensación de asfixia que oprimía su pecho.
«Sebastián, ¿por qué eres tan cruel e insensible conmigo? ¿Por qué no pudiste amarme en todo este tiempo que compartimos juntos? ¿Qué te hice para merecer este trato tan despiadado?»
Musitaba angustiada en su mente, mientras una rebelde y traicionera lágrima rodaba lentamente por su mejilla sonrojada, y la limpiaba apresuradamente con el dorso de su mano temblorosa, esquivando la mirada penetrante de él, para que no notase cuánto la lastimaba con su actitud y sus palabras cargadas de frialdad.
El nudo en su garganta crecía, amenazando con estallar en un sollozo que se esforzaba desesperadamente por contener.
Pasos firmes se escucharon repentinamente en el pasillo. Las suelas lustradas de los zapatos negros sonaron cada vez más cerca de la sala, resonando como un presagio ominoso.
El alto y distinguido hombre de mediana edad y porte imponente, apareció en el umbral, irrumpiendo con su presencia la tensión electrizante y dolorosa que flotaba entre las tres personas que permanecían en silencio, pero de ellos, solo Marina sentía un dolor asfixiante.
El traje del abogado, perfectamente moldeado a su cuerpo, y su maletín de cuero anunciaban su posición en la familia antes incluso de que hablara.
—Abogado Choez, ¿qué hace usted aquí? —preguntó Sebastián.
Choez miró directamente a Mariana con ojos evaluadores, y sonrió, para seguido decir con voz firme.
—Tengo órdenes expresas de leer el testamento en este día, a esta hora, y frente a todos los presentes —hizo una pausa mirando a Mariana, como si pudiera ver a través de sus intenciones ocultas—, aunque debo señalar que hay alguien que está de más en esta reunión. Pero apenas abandone la sala y, por consiguiente, la mansión de los Arteaga, iniciaremos sin más la lectura del documento...
—Mariana no abandonará esta sala, y mucho menos saldrá de la mansión —refutó Sebastián con voz autoritaria, uniendo su mano a la de Mariana en un gesto ostentoso, en clara mostración de que ellos constituían una pareja.
Marina apartó la mirada, con su corazón adolorido, desgarrado brutalmente y sangrando lenta y tortuosamente, por la cruel escena que se desarrollaba delante de sus ojos.
Cada segundo que pasaba contemplando aquella demostración de afecto era como un puñal que se retorcía en la herida abierta de su alma.
Su esposo, el hombre apuesto y enigmático del que se había enamorado al transcurrir los días, estaba con otra mujer, luciéndola orgullosamente frente a ella y todo el personal que discretamente observaba la escena, haciéndola conocer públicamente como su dueña indiscutible, algo que jamás hizo con ella durante sus años de matrimonio marcados por la frialdad y la distancia emocional.
—Está bien —dijo el abogado, sentándose en el sillón de cuero e invitando cortésmente a los demás a tomar asiento en los elegantes muebles que adornaban la estancia—, que escuche lo que tengo que comunicar. Con escuchar los términos del testamento no pasará nada que pueda perjudicar los intereses de nadie.
Sebastián se acomodó arrogante en uno de los asientos principales, y a su lado se sentó Mariana, mientras observaba con desdén a Marina, que ya lloraba silenciosamente, y esa visión de sufrimiento ajeno la satisfacía completamente, alimentando su ego y su sensación de triunfo sobre la mujer que consideraba su rival derrotada.
Una leve sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios perfectamente maquillados.
—Señora Arteaga, le ruego que tome asiento para proceder —le indicó el abogado, en voz alta y clara, acentuando notoriamente el apellido, para que la mujer que permanecía cerca de Sebastián le quedara claro quién era la legítima señora de esa casa señorial.
Marina respiró hondo para contener su dolor, y meneó lentamente la cabeza en señal de resignación.
No quería quedarse ni un minuto más, no deseaba seguir presenciando cómo su esposo se agarraba descaradamente de la mano de esa mujer ambiciosa, y cómo ésta se recostaba sobre su brazo fuerte en una clara demostración de intimidad.
Ella sentía que no tenía nada que hacer en ese lugar, absolutamente nada que recuperar, pues ya Sebastián le había pedido el divorcio con palabras frías, diciendo que le daría su parte correspondiente, cosa que la hacía pensar que no existían motivos válidos para quedarse a escuchar la lectura de ese testamento irrelevante para ella, donde solo Sebastián constaba como heredero universal de la inmensa fortuna familiar.
Cuando Marina se giró decidida para marcharse de aquella escena humillante, el abogado habló con voz autoritaria que detuvo sus pasos.
—Señora Arteaga, debo informarle que usted tiene la obligación legal de quedarse a escuchar la lectura completa del testamento, porque está incluida en él como parte fundamental —al escuchar esas palabras, Mariana presionó los dientes blanqueados con furia apenas contenida.
Los puños no podía presionarlos, ya que tenía la mano de Sebastián agarrada, y si le presionaba repentinamente, mostraría desaprobación hacia lo que acababa de escuchar, y una ambición desmedida porque su prometido y futuro esposo se quedara con toda la herencia familiar.
Seguramente esa reacción impulsiva le intrigaría a Sebastián, despertando sus sospechas, y ella no quería bajo ninguna circunstancia ser cuestionada o persuadida por su reacción en un momento tan crucial para sus planes.
Mariana maldijo internamente a Marina con toda la intensidad de su ser. Odiaba que ese viejo le hubiera dejado incluida en el testamento, complicando sus planes. Esperaba que fuera una cantidad insignificante, y que todo, absolutamente todo el imperio económico fuera transferido directamente a Sebastián y, posteriormente, a ella como su futura esposa.
Sonrió en sus adentros mientras pensaba en convertirse pronto en la esposa y dueña absoluta de todo el patrimonio acumulado por generaciones de la familia Arteaga.
Las joyas, propiedades y cuentas bancarias que había investigado secretamente ya las imaginaba como propias, adornando su cuello y sus muñecas en las galas sociales donde sería la envidia de todas.
Marina se sentó. No reprochó ni escribió queja en su cuaderno de notas ante la petición del abogado, solamente se sentó silenciosa, mirando directamente a la pareja.
Aunque le dolía el corazón, aunque lo tuviera partido en dos por la traición, ella los miraba fijamente, puesto que necesitaba desesperadamente hacerse fuerte ante la adversidad, necesitaba convencerse definitivamente de que Sebastián amaba a esa mujer calculadora, como nunca la había amado ni la amaría a ella a pesar de sus años de devoción incondicional.
—No es mucho realmente lo que tengo que decir —empezó s el abogado, mientras sostenía el importante documento sellado—. Han sido pocos los párrafos que ha escrito tu abuelo en sus últimas voluntades, y en ellos pide —hizo una pausa para mirar a Sebastián, quien se tensó—: "Yo, Octavio Arteaga, con el número de credencial oficial registrado ante notario... escribo estas líneas trascendentales, en mis plenas facultades mentales y cocientes, con mi abogado de confianza presente, el respetado abogado Bryan Choez, quien se encargará de leer estas líneas ante mis legítimos herederos, exactamente en el momento en que ya no esté entre ustedes.
No es extenso lo que tengo que declarar, y pido específicamente a mi nieto Sebastián Arteaga" —volvió a hacer una pausa calculada para mirar intensamente a todos los presentes que escuchaban con atención absoluta—: "Debo aclarar que más que una simple petición, en términos legales, una cláusula condicionante e irrevocable para que se convierta en el heredero universal de todo el imperio Arteaga, y dicha condición es..." —el abogado miró directamente, para seguido pronunciar con voz clara—: "Que bajo ninguna circunstancia haya divorcio hasta después de transcurrir los cinco años de matrimonio, sobre todo, que quede un heredero legítimo de por medio" —esas palabras cayeron como una bomba en la sala y golpearon directamente a Mariana, quien miró a Sebastián con ojos desorbitados por la sorpresa y el horror, mientras su plan trazado se desmoronaba.
Ese era el nombre que le había dado, después de reconocerla como su nieta legitima. Porque Marina era su nieta, la única nieta que tuvo, ya que Sebastián Arteaga, había sido solo el hijo de su nuera, pues esta había traicionado a el hijo de Octavio Arteaga, e irresponsablemente se había embarazado del amante.
—No puede mi abuelo haber hecho esto —rugió Sebastián.
—Son sus últimas palabras, y tú sabes perfectamente por qué.
La mirada de Sebastián se fue hacia Marina, quien tembló ante la oscuridad de esa mirada. Sebastián la había mirado con odio algunas veces, pero jamás de esa forma.
¿Por qué la miraba así? Ella no era culpable de esa decisión, ella ni siquiera hablaba, para decir que le hubiese pedido al viejo que dejara esa cláusula. Jamás el viejo Octavio habló con ella de eso temas. Pero ahí estaba Sebastián, mirándola con ojos afilados.
—Sebastián —musitó Mariana—, traer un heredero no está mal —sonrió—, no tengo problema ser…
—Disculpe mi intromisión —intervino el abogado—, pero aún falta líneas por leer, y en una de ellas especifica que, el heredero tiene que nacer —miró a Marina—, de la esposa actual, Stella Arteaga.
El abogado terminó la lectura del testamento, cerrando el maletín de cuero con un sonido seco que resonó en la amplia sala familiar. Sus dedos arrugados aseguraron los broches dorados con movimientos precisos y calculados. Con una sonrisa enigmática que apenas curvaba sus delgados labios, se incorporó lentamente. Sus zapatos brillantes rechinaron ligeramente contra el piso de mármol mientras se alejaba, no sin antes detenerse junto a Sebastián, quien permanecía sumido en un silencio impenetrable. —No defraudes a tu abuelo —le susurró con voz firme, inclinándose levemente—. Siempre confió en ti como su único digno sucesor. La petición quedó flotando en el aire como una nube de tormenta. La mirada penetrante e intensa de Sebastián seguía fijamente en Marina, como un depredador que estudia a su presa, mientras ella, con incomodidad en cada centímetro de su lenguaje corporal, se movía inquieta en su asiento. Sus ojos rehuían cualquier contacto visual con él, como si temiera que una s
Sebastián abandonó la habitación de Marina luego de tomarla. La penumbra de la noche envolvía la mansión mientras sus pasos resonaban por el pasillo que lo alejaba de aquella mujer que ahora, por decreto familiar, se convertiría en la madre de su hijo. Si bien cumpliría con la petición de su abuelo, extinguiendo así cualquier posibilidad de perder su herencia y posición social dentro de la familia Arteaga, no pretendía formar un hogar feliz con ella. El rencor corrompía su corazón, nublando cualquier posibilidad de ver más allá de sus prejuicios hacia aquella mujer que ahora dormía en su cama, ignorante del infierno que él planeaba convertir en su existencia compartida. Llegó al despacho y empezó a realizar el documento que le haría firmar a Marina, aquel contrato que la despojaría de la criatura que esperaba engendrar en ella. La madera oscura del escritorio de roble que había pertenecido a generaciones de Arteaga fue testigo silencioso de su mezquindad mientras las palabras fluí
Marina subió de dos en dos los escalones, fue a la habitación, se encerró ahí y se dejó caer, rodando su espalda en la puerta.«Ah, Ah».Gritó en su adentro, su sonido corporal no se escuchaba, y quizás nunca se escucharía, ya que su mudez la había perseguido por toda su corta existencia.Veinte años tenía. Veinte año en que no se había escuchado su voz.Su abuelo había estado insistiendo en esos dos años para operarla, para que pudiera tener voz, pero ella se había negado, diciendo que no era necesario tener voz para sobresalir y hacerse notar en la vida.Nunca antes había necesitado tanto tener voz, como en ese momento. Si hubiera podido hablar, le habría dicho a Sebastián, quizás le hubiera gritado, que ella no la lastimó.¿Le creería?Marina se río. Era obvio que Sebastián no creería en sus palabras. Sabía perfectamente que Sebastián la odiaba, y que cualquier cosa que dijera Mariana, era verdad ante sus oídos, y cualquier cosa que ella dijera, era mentira.…Sebastián sa
Sebastián Arteaga ingresó a la habitación de Marina de Arteaga, su esposa, mientras la luz del atardecer se filtraba por las cortinas de seda blanca.Llevaban dos años casados, pero nunca había estado a solas con ella en la habitación, menos con ella envuelta en una toalla que dejaba ver sus hombros delicados.Un exquisito y misterioso aroma a jazmín y vainilla se apoderó de las fosas nasales de Sebastián, una fragancia que hizo sentir un inexplicable calor recorrer su cuerpo.Marina, con una dulce sonrisa en sus labios rosados, le invitó a pasar, pero él, firme en su posición junto al marco de la puerta de roble tallado, negó mientras extendía la carpeta de cuero marrón que sostenía.—El abuelo ha muerto, por lo tanto, ya no podemos seguir casados —ante esas palabras crueles y cortantes, el corazón de Marina se apretó como si una mano invisible lo estrujara— Quiero que firmes el divorcio, que tomes tu parte de la herencia y desaparezcas de mi vida para siempre —cada palabra pronuncia
Hace años atrás, Sebastián bebió del líquido ambarino que su amigo Adolfo le había entregado con insistencia. Se encontraban en un establecimiento nocturno bastante concurrido, donde artistas presentaban espectáculos de variedad mientras los clientes disfrutaban de sus bebidas en la penumbra del local.Sebastián, un joven de principios firmes y mentalidad tradicional, nunca había sido partidario de frecuentar estos lugares de entretenimiento nocturno, pero ese día particular celebraba sus veinticuatro años y su mejor amigo desde la infancia había sido persistente en llevarlo allí para festejar.De manera repentina e inexplicable, una sensación abrasadora comenzó a recorrer cada centímetro de su cuerpo, como si un fuego interno lo consumiera desde sus entrañas. La temperatura de su piel aumentaba con cada segundo que transcurría, provocándole un malestar indescriptible.Siendo un hombre perspicaz y de razonamiento agudo, Sebastián comprendió inmediatamente que algo no andaba bien. Su c
Mariana sintió que su mentira se caería, que quedaría al descubierto, sin embargo, desconocía que la mujer de la silla de ruedas había perdido la memoria.—¿Quién es esta mujer, abuelo?—Ella es Stella, tu futura esposa —explicó el abuelo, dejando a Sebastián y Mariana en trance. Esta última se sintió mareada, tuvo que sostenerse de Sebastián para no caerse.—Abuelo, eso no puede ser. Yo… voy a casarme con Mariana. Es ella la mujer que tomaré por esposa.—¿De donde sacaste a esta mujer? —Octavio Arteaga sabía todos los pasos que daba su nieto, y hasta donde sabía, él no tenía novia, por lo tanto, había planificado su boda con alguien que le diera la seguridad y el poder que Sebastián necesitaba cuando él ya no estuviera.—Ella es mi novia, abuelo.—¿Tú novia? —miró con ojos escrutadores a Marina, seguido solicitó a Sebastián lo acompañe al despacho. Ya dentro de este, cuestionó— ¿Desde cuándo tienes novia? —Sebastián se quedó en silencio, no podía mentirle a su abuelo, este lo conocía