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Capítulo dos: La casa de cambio.

Me tragué las palabras ante el rostro inexpresivo de Austin. Sus cejas pobladas estaban fruncidas. 

―¿Por qué no miras por dónde vas? ―Me gritó con su mandíbula apretada. 

 Sus ojos bajaron por mi cuerpo, no de forma lujuriosa. Terminó viendo mis pies descalzo cubiertos de tierra. 

―¿Por qué te encuentras en ese estado? ¿Y tus zapatos?

― ¡No es de tu incumbencia! ―dije, exaltada―. Una disculpa por meterme en tu camino. 

 Me retiré con el mentón elevado, pasando frente al coche. 

  Ya me disculpé, no tenía razones para quedarme a sociabilizar. Y si ya no iba a ser la esposa de Williams White no tenia que fingir ser amable con sus colegas de profesión. 

―¡Oye! ―Me gritó y lo ignoré.

 Crucé la calle, siguiendo mi camino, aunque no sé a qué camino me dirigía.   

 Necesitaba idear un plan para conseguir un lugar donde dormir. 

―¿No me escuchas?

 Mi primer movimiento: vender las joyas que traía encima. 

 Salí sin mi bolso, mi billetera, mis tarjetas, ni siquiera traía mi celular. Y ni hablar sobre los tacones que dejé en el salón principal. 

―¿Vas hacer que te siga? ―habló en voz alta, molesto. 

  Lo escuché maldecir, mas lo ignoré. No estaba de humor para discutir con ese ser desagradable. 

 Segundo movimiento: Ir al hotel más cercano. 

 Mis pies estaban magullados y heridos, no pensaba caminar mucho. A menos que mi paso dos fuese pagar un taxi… No, no debería gastar dinero de esa manera. Quien sabe cuantos días estaremos en esta guerra. Pero sé que tendrá que volver rogándome para que regrese. Esta decisión la tomó de manera precipitada. No puedo permitir que todo mi esfuerzo se vaya por la borda, no lo soporté por cinco años en vano. 

―¿Crees que es divertido? ¡Estás jugando con mi paciencia, mujer! ―Su entonación era cada vez más grave. 

 ¡Esperen! ¿Qué hora era? ¿Habría alguna casa de cambio abierta a altas horas de la noche? 

 El Cadillac XT6 apareció a mi lado, avanzaba a mi ritmo, como una tortuga. El conductor bajó su ventanilla.

―¿Y tu esposo? 

 Tu esposo esto, tu esposo aquello… Todo es mi esposo, mi mundo gira en su entorno. 

―¡Que yo voy a saber! No soy su niñera. 

  Continué avanzando y el coche no se iba, seguía a mi lado. Pero no dejé que eso me distrajera de mis pensamientos. 

 No he ido a una casa de cambio en mi vida, no conozco sus horarios ni ubicaciones. 

―¿Conoces alguna casa de cambio por aquí cerca?

 Frunció el ceño; sus profundos ojos color avellanas relucían en la oscuridad. 

―¿Para qué?

―Pues, para cambiar. Por eso es una “casa de cambio” ―hablé con cansancio. 

 Volteó los ojos.

―Conozco una casa de cambio. Te puedo llevar ―Desvió la mirada al hacerme tal ofrecimiento, como si le molestará el hecho de que pensara que estaba siendo amable. 

 Ahora la que frunció el ceño fui yo. Analicé el coche detenidamente para volver a observar al conductor. 

―Tú y Williams se llevan mal ―No era una pregunta. 

 Enarcó una ceja.

―¿Por qué piensas que nos llevamos mal? 

  Imité su gesto con la ceja, por lo absurdo de la pregunta. En algún punto de la conversación, comencé a caminar más lento.

―No me puedo subir a tu coche. No sé que tan mal está la relación entre ustedes. ¿Y si me haces algo malo? 

 Detuvo el coche y se bajó del mismo. Se acomodó el saco de vestir, viéndome con firmeza. 

 Retrocedí por instinto.

―“Algo malo”. ¿Qué estás intentando decir? 

  Metió las manos en los bolsillos de su pantalón, retándome a repetir las palabras mientras lo miraba a los ojos. Me paré frente a él, cruzando mis brazos sobre el pecho. Estaba tan cerca que podía sentir su varonil fragancia. Su altura era envidiable e hice lo posible por calmar mi pulso acelerado. 

―Creo que fui muy clara. No estoy de humor para discutir, déjame en paz. 

―Si tanto quisiera secuestrarte ya lo habría hecho. Es de noche, no hay nada ni nadie alrededor. Sería fácil meterte en el auto y raptarte. En su lugar, estoy aquí, dialogando contigo a pesar de tus malos tratos ―habló con frialdad, claramente molesto por mis palabras. Y creo que hasta parecía… afectado, herido.

 No respondí, me sentí incomoda por su actuar; por sus expresión lastimera que quería ocultar. Intentó esconderlo pasando su mano por su cabello color miel, pero no lo logró.

―¿Harías el favor de introducirte en el coche? ―suspiró―. No es correcto dejar a una dama vagando por una calle desierta y oscura. 

 Mi orgullo me gritaba que me negara, pero mi razonamiento me decía que no me guiara por mi orgullo. Miré hacía atrás, efectivamente, no había ni un alma en las calles y todo era tan silencioso que podía escuchar a los búhos cantar. Avergonzada, subí al coche. 

 El auto olía a su colonia. Me removí en el asiento, incomoda. Él subió como si nada y arrancó. 

―¿Dónde queda? ―pregunté con naturalidad. 

―A unas cuadras de aquí. 

 ¿Tan cerca? No tenía ni idea de que teníamos una casa de cambio tan cerca de la mansión. Tal vez porque jamás me interesó salir mucho de compras, prefería las compras online. Solo salía para reunirme con las esposas de los socios de mi esposo, para, ya saben… interpretar el papel de esposa perfecta y mimada. 

 Esos pensamientos solo me pusieron de mal humor. 

 En el corto transcurso en coche, noté los ojos del señor Cooper sobre mí en varias ocasiones. Respiré profundo para evitar sentirme inquieta. 

  Se estacionó frente a lo que yo suponía era la casa de cambio. Me sacó de lugar el estado del “local”. Se veía lúgubre y viejo, mal cuidado. Lo que debería ser el letrero con el nombre del sitio, no era más que un cartel con los colores corrido y la pintura caducada, cubierto de suciedad. Y no hablemos de las paredes necesitadas de un retoque con urgencia y las ventanas tan empolvadas que ni siquiera se podía ver el interior. 

―¿Cómo conoces este lugar? ―pregunté, verdaderamente confundida. 

 La única forma de saber que esto es una casa de cambio es entrando, porque ni por accidente se pensaría que lo es. Si recuerdo pasar por esta calle una que otra vez cuando salía en coche, pero siempre pensaba que era algún local abandonado y sin dueño.  

 Lo dudó, como si fuera algo muy importante y al mismo tiempo secreto.

―Aquí terminó un objeto muy valioso para mí. 

 Me miró como si estuviera esperando que dijera algo, cosa que no hice. 

―Una cadena… ―Una vez más, hizo una pausa, me veía fijamente. 

 Estoy segura que quería que participará en la conversación. Su mirada era expectante, como si buscará una respuesta en mí. 

―Una cadena de oro ―prosiguió. 

  Suspiró, derrotado. Se bajó del coche sin más.

  Creo que ya sabía lo que quería que le preguntara. 

 Me bajé del coche con prisa, siguiéndolo hasta la acera. 

―¡Oye! Esa cadena… ―Me miró con algo parecido a la esperanza dibujando su rostro―. ¿La encontraste?

 Su rostro se ensombreció por un segundo. No acertado y no comprendía que quería que dijera. Pero una vez más, la esperanza cruzó su rostro. 

―Sí. ¿Por qué? ―habló con lentitud. 

―Curiosidad. 

 Su mirada estaba llena de decepción. Quiso fingir lo contrario pero no pudo. 

 Abrió la puerta y campana sonó. Su gesto me hizo pensar que era una forma de cerrar esta incomprensible conversación, de fingir que jamás pasó. Creo que sería lo mejor, también pudo ser que yo me haya inventado todo este circo sobre sus gestos. 

 Porque, ¿por qué el esperaría que yo respondiera algo sobre su vida? Jamás he visto a este hombre. He escuchado hablar de él, solo cosas negativas de parte de mi marido. Y nunca mencionó nada sobre una cadena. 

 Permitió que yo pasara primero, como todo un caballero. Di un paso atrás al escuchar crujir una tabla de madera del suelo. Los estantes estaban abarrotados hasta más no poder, llenos de objetos diversos. No tenían un orden en si. Joyería, ropa, instrumentos musicales, decoraciones del hogar; todo estaba regado y amontonado. Hasta había unos muñecos muy feos que en lugar de comprarlos deberían ser exorcizados.

 Una mano se posó en mi espalda, invitándome avanzar. Observé al señor Cooper por encima del hombro, su vista estaba clavada al frente. Me tocó con tanta normalidad como si fuéramos cercanos. Con cada paso recolectaba una gran cantidad de polvo. Llegué a pesar que la calle estaba más limpia que este lugar. Seguí caminando, dudosa. Sabía que las plantas de mis pies tenían algunos raspones abierto por caminar descalza en la calle, sentía el ardor mezclado con una ligera comezón en mi piel sensible, y eso me asustaba, con todo el polvo que estaba agarrando estaba segura que se me iban a infectar las heridas. 

 Justo pasé junto a unas sandalias y deseé llevarlas puestas. Lucían nuevas. Eran negras, tenía dos tiras que pasaban sobre los dedos y otro tira más que se encargaba de sujetar el tobillo. Sencillas pero funcionales y cómodas, es justo lo que necesitaba en aquel momento. No tacones, no zapatos deportivos. Mis pies adoloridos no aguantarían aquel martirio. 

 Llegamos al mostrador de madera, solitario. Toqué una campana colocada frente a mí. Vi mis dedos manchados de polvo, voltee a ver al señor Cooper con total inocencia, enseñándole mis dedos. Con mi expresión dejé en claro lo afectada que me encontraba por todo el polvo que me rodeaba. Se rio por mi gesto. Aproveché el momento de intimidad y comodidad que tuvimos y abusé de su confianza. Me limpié de su saco, sonriendo con ternura luego de haber cometido tal maldad. No iba a ensuciar mi vestida.

―¡Kari! No hagas eso ―Se quejó, con algo parecido al cariño y la familiaridad en su voz. 

 Mi cabeza se inclinó a un lado. 

―¿Kari? 

 Me sacó de onda que haya utilizado un diminutivo de mi nombre. Nadie me ha llamado Kari, ni siquiera mi padre. Siempre he sido Karina, simple y seco. 

 Este hombre al cual aseguraba que le caía mal por no sé cuál razón, acababa de llamarme de una manera muy personal, como si nos conociéramos de toda la vida. 

 Tragó saliva y miró a cualquier otra parte. 

―¿Por qué me llamaste Kari? ¿Nos conocemos de algún lado? ―Volví a preguntar.

 No pensaba dejar este tema atrás. 

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