Inicio / Romance / El rival de mi esposo. / Capítulo tres: Vendido.
Capítulo tres: Vendido.

―¿Ese no es tu nombre? ―preguntó, pasándose las manos por el cabello. 

―Mi nombre es Karina, no Kari ―Me señalé a mi misma. 

―Pero es un diminutivo de tu nombre. Tus amigos deben llamarte…

―No. Nadie nunca me ha llamado así ―Lo interrumpí. 

 No sé por qué, pero me inquietó escucharlo llamarme así. Me provocó un hormigueo en mi espina dorsal. No. Se sintió diferente, como si ya hubiera vivido esto. ¿Es acaso lo que las personas llaman deja vu? 

  La boca de Austin Cooper se abrió y volvió a cerrarse. 

 Un hombre mayor salió de una puerta detrás del mostrador y se aproximó a nosotros. Mi acompañante se relajó ante la interrupción.

―¿Qué quieren? ―El frágil y demacrado anciano se dirigió a nosotros de mala gana.

 Me impresionó tal trato a sus cliente. Carraspeó y escupió en una cubeta. O al menos espero que haya sido en una cubeta y no en el suelo, de nuestro lado del mostrador no se puede apreciar nada que esté en la parte inferior, gracias a Dios. 

―¿Y entonces? ―gritó el viejo cascarrabias―. ¿Qué van a querer? 

 Dudé. No creía que este fuese el lugar corrector. Miré al chico de ojos avellanas, que tenía sus ojos sombríos fijos en aquel anciano. Mostraba todo su desagrado. 

 Con molestia, sé dirigió a mí, apretando aún más su agarre. No sé en qué momento su mano se deslizó de mi espalda a mi cintura. Junté mis piernas lo más que pude, distrayendo mi cuerpo de su toque. 

―¿Quieres comprar o vender algo? ―Efectivamente estaba molesto, sus cejas fruncidas lo delataron al igual que la tensión que permaneció en sus facciones. Sé que su molestia no iba dirigida a mí, o al menos eso quería pensar.

―Vender ―hablé con más seguridad. 

 Austin enarcó una ceja. 

―¿Qué quieres vender? ―preguntó, verdaderamente intrigado. 

―Esto. 

 Me saqué mi collar de perlas y los aretes que hacían juegos. Me dio vergüenza estar en esa situación. No me quería imaginar lo que estaba pasando por la mente del señor Cooper en ese momento, lo que se estaría preguntando. Ver a la esposa de una persona con dinero, poder e influencia, vendiendo las joyas que traía encima era algo inusual. 

 El cascarrabias tomó los accesorios con poco cuidado, no se dio cuenta la mirada iracundo que le eché. Examinó el collar con una lupa para a continuación morder una de las perlas. Si la mano de Austin no estuviera en mi cintura, hubiera caído de redondo al piso polvoriento. 

―Por el collar te doy cincuenta dólares. 

 Eso me mató. Me llevé una mano al pecho como si alguien me hubiera disparado directo al corazón. 

―¡Cincuenta dólares! ―grité―. Ese collar vale mínimo quinientos dólares ―Recuperé mi compostura. 

 El señor levantó una ceja, viéndome de arriba abajo con desdén. 

―Está bien. Sesenta dólares, mi última oferta ―Deslizó el collar por el mostrador, dejándolo frente a mí. 

―¡Válgame el cielo! ―exhalé―. Es un collar original, son perlas reales. 

―No parecen ―Se encogió de hombros, restándole importancia. 

 ¿Cuántos años me darían en prisión por estrangular a alguien?

―No lo puedo creer. 

 Dejé caer mi peso en mis codos, que estaban afincado en el mostrador. Cubrí mis ojos, la vergüenza estaba escrita en mi rostro. Me negué a ver al señor Cooper.

 No me quería imaginar el valor de los aretes. 

 El hombre me veía con indiferencia, hasta fastidio. 

―¡Usted está loco si cree que venderé un collar de quinientos dólares en cincuenta dólares! ―objeté con el collar y los aretes en mano, agitando los accesorios frente a su arrugado rostro. 

 Salí del lugar, dando un portazo. No debí preocuparme porque no hubiese una casa de cambio abierta a las diez de la noche, sino por no poder encontrar una casa de cambio honesta y justa.

 Me quedé junto al coche de Austin. Él seguía adentro. No sé por qué, pero lo esperé. Tal vez debería buscar una casa de cambio por mi cuenta. No entendía porque me trajo a esta casa de cambio entre todas las que existía. Si me dijera que era la mejor que existía en el área, perdería toda la esperanza. La cabeza me volvió a martillear en la zona de la frente y el casco del cráneo. Las sienes solo sintieron los estragos del dolor, por suerte. Este se podría decir que era un buen día comparado con otros dónde no podía ni abrir los ojos porque sentía que se me iban a salir. 

 A los pocos minutos salió Austin de la tienda, me disgusté al ver que cargaba una bolsa. ¿Cómo le pudo comprar algo a ese estafador? Me quiso estafar en sus narices y aún así decidió confiar su dinero en aquel hombre. 

 Lo miré con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Él solo sonrió. Quitó los seguro del coche y me apresuré a entrar como si el auto fuera mío. Me impresionó verlo abrir la misma puerta por la que entré. ¿Me echará del auto por mi actitud cortante?

  No le hablé, esperé a que él dictara mi sentencia. Metió su mano en la bolsa, sacando unas sandalias. Las mismas sandalias que vi en la tienda del estafador. 

 Anonadada, dejé que sacara mis pies del auto. Pasó sus dedos por la planta de mis pies, causándome escalofríos combinado con dolor. Pude sentir la rugosidad de mi piel. Caminar descalza me pasó factura. 

 Me colocó una de las sandalias, cerrando la hebilla ubicada en el tobillo, con dificultad. Intenté no admirar la imagen que tenía frente a mí. Un joven guapo y caballeroso, arrodillado frente a mis pies, tocándome con delicadeza, cometiendo un acto de gentileza y educación.

 Me obligué a recordar al señor Austin en la fiesta, ignorándome adrede. Una vez que me puso las sandalias, aparté los pies, volviendo a colocarlos dentro del coche. No pude cerrar la puerta, porque el cuerpo de Austin me lo impidió. Estaba aún en cuclillas, mirando dónde antes se encontraban mis pies. Se sobó las yemas de los dedos, como si estuviera analizando el tacto, la sensación. Eso me extrañó. 

 De un momento a otro, se apartó como si nada hubiera ocurrido. Se metió en el coche con su vista al frente. 

―Llévame a otra casa de cambio ―Pese a no pedir por favor, hice que sonara como una amable petición. 

―¿A otra? 

 Me crucé de brazos. 

―Sí. No entiendo porque me trajiste a una casa de cambio tan fea y poco confiable.

 Suspiró. 

―No encontrarás otra casa de cambio más honesta que la que te acabo de mostrar. 

―¿Cómo sabes? ¿Ya has visitado todos las casa de cambio de la ciudad? 

―No, no he visitado todas las casas de cambio de la ciudad, solo esta. Pero no necesito ser un genio para saber que estás desesperada y cualquier vendedor se aprovechará de eso. 

 Eso fue como una bofetada con un guante blanco.

 Giró la parte superior de su cuerpo, para quedar frente a mí. Colocó uno de sus brazos sobre el respaldar de mi asiento. Y continuó:

―Razones por las que es notorio que estás desesperada. Número uno: son más de las diez de la noche; hora inusual para querer vender cualquier objeto, por lo cual no estaba entre tus planes ―Levantó uno de sus dedos, contando según iba hablando―. Dos: estás vendiendo lo que llevas encima. Y tres: estabas descalza. Por cierto, de nada.

 Me mordí las encías. Me tragué las palabras. Las mejillas me ardían y estaba segura que me encontraba colorada. 

―¿Por qué quieres vender tus joyas? ―Insistió. 

―No es asunto tuyo. 

―¿Tu esposo cayó en bancarrota? ¿Están en quiebra? ¿Le fue mal en algún proyecto? 

 Sus palabras me hicieron verlo, analizarlo. Noté la alegría en sus ojos, un destello de emoción dibujó su rostro. Cerré mis manos en puños, enterrando mis uñas postizas en mi piel. 

 Casi se me olvidaba que Austin se llevaba mal con mi esposo hasta no sé que punto. Quiere ver a mi esposo caer; es consciente que si mi esposo cae, yo también. Y no le importa. Me dejé engañar por su apariencia, por sus gestos y la forma en la que me tocaba. Pero sus atenciones hacía mí no eran más que un simple espectáculo. Desde el momento que su coche me siguió y actuó como buen samaritano, de seguro tenía planeado ponerme de su lado y sacarme información. 

 Su expresión me indicó que estaba leyendo mis pensamientos, y por cómo luego fingió aflicción es más que notorio que entendió lo que pasaba por mi cabeza. 

―No es asunto tuyo ―destilé odio con cuatro simples palabras.

  Negó con la cabeza. Vi el arrepentimiento en sus ojos, pero lo más seguro es que formaba parte de su actuación.

 Me bajé del coche, desquitándome con la puerta. Escuché un portazo desde el otro lado del coche y enseguida supe que se trataba del señor Cooper.

―¡Karina! 

 Lo ignoré, adentrándome en la tienda. Por fortuna el cascarrabias estaba en el mostrador. 

― ¡Karina! ―repitió. 

 Me volteé, molesta. Lo enfrenté, casi chocamos, pero el que se tuvo que detener fue él, yo no retrocedí ni por el susto.

―¡Para ti soy Señora White! 

 Me aseguré de entonar cada una de las palabras con todo el desdén que pude arrojar. 

 Di media vuelta, me concentré en el señor mayor que tenía en frente. Puse las joyas sobre el mostrador de madera, con brusquedad. 

―¡Doscientos dólares por todo! Mi última y única oferta.

 El señor se lo pensó. Sé que me ofreció sesenta por el collar, pero debía aprovechar este momento para subir el precio. Doscientos dólares no es ni la mitad de lo que vale, pero sabia que si subía el precio un poco más se negaría. Debía encontrar un equilibrio. 

 Dejé que el orgullo y la rabia me gobernaran.

 Al señor Cooper se le olvidó añadir dos razones. Razón cuatro: ofrecí un precio menor al valor de los objetos que estoy vendiendo. Y cinco: estaba furiosa. Las personas furiosas hacen las cosas de mala gana y sin pensárselo mucho. 

―Vendido. 

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP