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Capítulo seis: ¿Nos conocemos?

Austin parpadeó, cayendo en cuenta de sus propias palabras. Dudó, lo vi en sus ojos. 

―Lo supuse. 

―¿Y por qué supones eso? ¿Qué te llevó a tal conclusión? 

 Las sienes me palpitaban, el dolor se volvió insoportable.

―Por como ignorabas las conversaciones cuando se tornaban sobre el trabajo, negocios…

―Esa es una respuesta muy vaga y un análisis muy superficial. Puedo ignorar la conversación por muchas razones; aburrimiento, charlas que escucho todas las noches, negocios que no son míos.

 Enumeré cada una de las opciones. 

 La silla rechinó al levantarse abruptamente. 

―No me voy a poner a discutir ridiculeces en estos momentos. Es de madrugada y no estoy de humor.

―¡Esto no se va a quedar así! ¿Por qué estás tan interesado en mi matrimonio? 

 Le grité. Se detuvo en la puerta, viéndome. Cuando pensé que iba a decir algo, terminó dándose la vuelta y saliendo.

 Pero pude escuchar un susurro, o tal vez me lo imaginé. “Esta no es la vida que tú querías”. 

 Me dejó sola con mis dudas. Los pies me dolían y la cabeza me iba a explotar en cualquier momento. Me levanté yendo a la puerta que consideraba el baño y por fortuna acerté. Con cada paso que daba los pies me escocían. No sé en que momento lo hizo, pero prácticamente me vendó los pies hasta los tobillos, hasta podría confundirlo con un par de medias tobilleras. 

 Hice mis necesidades y volví a la cama. Los movimientos bruscos solo empeoraban la situación para los músculos de mis piernas.

  Cerré los ojos y esperé que el sueño me venciera, pero no lo hizo. Por más que los ojos me ardían y los párpados me pesaban, no podía dormirme. Tenía sueño, mucho. Pero mi mente no dejaba de revolotear por todos lados. Me descubrí buscando en mis recuerdos, buscándolo a él. Porque, por más que intentaba negarlo o ignorarlo, más me preguntaba:

―¿Por qué se me hace tan familiar? 

 La mañana llegó y no logré pegar el ojo. Me encontraba abrazando una de las almohadas, con las sábanas cubriéndome hasta el pecho. Varias veces, en medio de la noche, me percaté de como intentaba oler su camisa, buscando algo de su aroma. Pero no olía a él, solo a detergente. La acción la realizaba inconscientemente, apenas que mi cerebro se daba cuenta de lo que estaba haciendo, lo dejaba de efectuar.

―Me estoy volviendo loca ―hablé conmigo misma―. Si él me conoce y yo a él no, podría ser porque fue hace muchos años. Tal vez… ¿en la infancia? 

 Negué con la cabeza. 

―No, imposible. La infancia podría explicar el porqué me llamó “Kari”, pero no el hecho que supiera sobre mi desagrado al mundo de los negocios. De niña ni siquiera conocía del tema. 

 Chasquee la lengua, colocándome de lado. Es tedioso tener que recordar cada momento de mi infancia. 

 La puerta se abrió. Un Austin bien vestido y bañado entró. Lucía un traje de vestir gris y su cabello seguía mojado, dejando caer sus mechones y estos se pegaban a su frente. En sus manos traía una bandeja de madera. No me dirigió una palabra, ni buenos días ni nada. Estaba molesto. Si era por nuestra discusión, la única molesta debería ser yo. 

 Dejó la bandeja en la mesita de noche al lado de la cama. Consistía en un tazón de avena con cereal, pasas y fresas junto a una taza de café. 

 Se dispuso a irse y lo llamé. Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlo. Se giró, viéndome con escepticismo. Me senté en la cama. 

―Solo tengo una pregunta que hacerte y eso es todo. 

 Volvió, hasta estar frente a mí, sus manos metidas en los bolsillos de su pantalón. No me dijo nada, pero su mirada me indicaba que continuara.

―Tú y yo… ¿ya nos conocíamos de antes? 

 Tragó saliva, mas su expresión no cambió. Pero vi tan forzado su necesidad de permanecer inexpresivo. 

―¿Por qué piensas eso? 

―Porque hablas como si me conocieras. 

―¿Sirve de algo que te diga que si? ¿Qué cambiará eso? 

―Pero si nos conocíamos, ¿por qué actuaste como si fuéramos desconocidos? ―susurré como si alguien pudiera escucharnos―. En la reunión me ignoraste, fingiste que no existía. 

 Me miró con lastima y algo parecido a la vergüenza.

―No actué de ese modo porque no me recordarás. Ese no fue mi impedimento para evitar acercarme a ti todo este tiempo. 

―¿Y entonces? 

―Tenía que mantenerme indiferente. 

―¿Por qué?

―No lo entenderías. Son muchas cosas. 

 La mente se me fue a mil. Buscaba su rostro entre mis recuerdos, abriendo puertas dentro de mi cerebro. Nada. Si me parecía familiar, pero no sé de dónde. 

―¿Por qué no recuerdo nada? ―Me dije a mi misma.

 Se acercó a mí y depositó su mano en mi mejilla, con ternura, apartando un mechón de cabello. La sensación me causó escalofríos. 

―Yo sé que recordarás, solo necesito eliminar los obstáculos que lo impiden. 

 Su mano se sentía cálida, me causó hormigueo en el rostro. Hice lo posible por no sonrojarme. 

―¿No dormiste bien? ―Lo preguntó con cariño. Pasó su dedo por una de mis ojeras para luego apartarse. 

 Su acción me dejó perpleja. Actuó con tanta naturalidad que no supe que pensar. Quise preguntarle: ¿Por qué hiciste eso? 

  Pero las palabras no me salieron. 

―No ―Por alguna razón respondí con honestidad. Siempre decía: “Sí. Dormí. Estoy bien”. 

   No entendía porque hablé con sinceridad. 

 Depositó la bandeja ante mí, sobre mi regazo. 

―Desayuna y luego vuelve a dormir. 

―No tengo sueño. 

―Pero, ¿cuánto dormiste? ¿Tres horas, dos, una? 

 Le ofrecí una sonrisa culpable. 

―Cero.

 Agrandó los ojos, luciendo verdaderamente disgustado. 

―Te dije que durmieras. Salí del cuarto pensando que te dormirías. 

―Tenía sueño, pero no me pude dormir. Supéralo.

―Karina, sabes que tienes que dormir bien por tu…

 Entrecerré los ojos, dudosa. Estaba a punto de hablar sobre mí. Iba a decir algo que sabía sobre mí y no debería. Estaba segura. ¿Qué tanto sabía este hombre de mi vida?

 Ignoré mis dudas para concentrarme en su creciente desagrado. 

―¡Debes dormir! Come y acuéstate. 

―No puedo dormir. Tengo cosas que resolver. 

 Debía ir a ver a mi padre, apaciguar su ira ya que de seguro mi esposo le contó sobre el divorcio. El hombre debe estar echando humo. Luego tenía que hablar con Williams, intentar resolver el problema. Era obvio que no estaba pensando con la cabeza fría.

  Después debía… bueno, todo dependerá de las dos cosas que mencioné anteriormente. 

―¿Qué cosas? 

 Se abrochó un gemelo y luego el otro. Fingió desinterés mientras me preguntaba, pero yo sabía que tenía toda su atención y eso me gustaba.

―Desde anoche estás muy curioso con el tema ―Me metí un bocado de avena a la boca, disfrutando de la combinación de las frutas y las pasas. Con la boca llena, dije―: Te propongo un trato. Yo te digo lo que has estado queriendo saber durante toda la noche si tú respondes mis preguntas. 

 Me miró. Enarcó una ceja, inquisitivo. Se metió las manos en los bolsillos, tal parece una costumbre.

―Hecho. 

 Me sorprendió que ni lo pensara. No conocía mucho de negocios, pero siempre intentaban hacerse los interesantes e indiferentes al realizar tratos. 

 Pese a la firmeza de su postura, pude distinguir que no estábamos escenificando un trato empresarial, no me miraba como empresario, incluso con mi clara provocación. Él me miraba… diferente. No reconocí esa expresión en ninguna otra persona, por más que escarbara en mi mente. Ni siquiera he visto a mi propio esposo mirarme así.

―Bien. Tú primero. Tienes que responder mis preguntas ―dije.

 Lo que antes era una línea firme, ahora se convirtió en una sonrisa. 

―¿Yo soy el que debe empezar, no tú? 

 La situación la encontró graciosa. Pude distinguir unos hoyuelos en su rostro. Creo que era la primera vez que lo veía sonreír. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. ¿Se me subiría la tensión? Debió ser eso.

―Jamás pusiste una pauta al respecto. No aclaraste quien debe comenzar. Y como apoyo la igualdad entre hombres y mujeres, pues, los hombres primero. 

 Una risa baja resonó en la habitación. Me causó escalofríos, no por el nuevo descubrimiento del sonido que puede salir de su garganta, sino por lo familiar que se sintió. Mi cabeza reprodujo esa sutil carcajada una y otra vez como un bucle.

 Austin sintió el cambio en mí, lo sé porque su expresión se tornó sería. Sus ojos estuvieron fijos en los míos. Me veía con decisión. 

―De acuerdo. Pero yo también pondré una condición ―anunció. Esta vez sí me sentí en un trato de negocios. Como si fuera muy importante que cumpliera con mi palabra―. Debes contarme todo con lujos de detalle. Todo lo que te pregunte; me dirás la razón, el propósito, el objetivo, si las cosas cambian de rumbo, el por qué y debes ser específica. 

 Vaya, parecía que le gustaba el chisme. Soy consciente que quiere acabar con mi marido, soy consciente que quiere verlo en la ruina, soy consciente que quiere verlo sufrir, y aún así dije:

―Trato hecho. 

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