95.

Hablamos poco, realmente, mientras el auto se desplazaba por las calles de la ciudad. Podía notar cómo Nicolás se quedaba mirándome fijamente a la cara en los semáforos. Y aunque yo me sentía incómoda por eso, no podía decirle nada al respecto. ¿Qué podría yo decirle? Se suponía que yo estaba muerta, y ahora resultaba que aparecía de la nada, fingiendo ser alguien que no era. Alguien que le decía que tenía tres hijos, que uno necesitaba de su ayuda para sobrevivir. Era cínico de mi parte decirle algo al respecto solo porque me miraba. Él tenía el derecho de hacerlo, tenía el derecho de reprocharme, de gritarme si él lo quería. Pero todo el tiempo se portó tranquilo. Solo yo lo conocía lo suficiente, a pesar de todos los años que habíamos pasado separados, como para saber que se estaba muriendo de los nervios. Veía cómo apretaba el entrecejo, como cuando estaba estresado, con los nudillos blancos apretando con fuerza el volante. Tenía miedo. Yo también tenía miedo. Y ahora que todos en
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